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El marqués estaba muy pálido, excepto en la mejilla, donde se veía la huella de los dedos de Vilmorin. Pero no dijo una palabra. En su lugar, fue el caballero de Chabrillanne quien habló, asumiendo el papel que previamente le habían asignado en aquel juego vil.

– Caballero, ¿os dais cuenta de la gravedad de lo que acabáis de hacer? -le preguntó fríamente a Philippe-. Y por supuesto, comprenderéis también lo que inevitablemente trae consigo.

Philippe de Vilmorin no comprendía nada. El pobre hombre había actuado impulsivamente, por un sentimiento de decencia y de honor, sin tomar en cuenta las consecuencias. Pero al intuir la siniestra invitación del caballero de Chabrillanne, si deseó evitar tales consecuencias, fue por respeto a su vocación sacerdotal que rigurosamente le prohibía prestarse al combate de honor que obviamente le imponía el señor de Chabrillanne.

Retrocedió.

– Dejemos que una afrenta borre la otra -dijo con voz apagada-. El balance sigue estando a favor del señor marqués. Con eso debe bastarle.

– ¡Imposible! -dijo el caballero crispando los labios. Después habló suavemente, pero con firmeza-: Habéis dado una bofetada, señor. No creo equivocarme si digo que al señor marqués nunca antes le había sucedido algo así. Si os sentíais ofendido, no teníais más que exigir la satisfacción que merece vuestro honor, de caballero a caballero. Vuestra acción no parece sino confirmar la sospecha que tan ofensiva os pareció. En cualquier caso, una acción de esta naturaleza no puede quedar inmune.

Como puede verse, el papel del caballero de Chabrillanne era echarle leña al fuego, para asegurar que la víctima no escapase.

– No quiero que quede inmune -dijo el joven seminarista. Después de todo, había nacido noble, y la tradición de su clase renacía en él con más fuerza que la escuela de humildad en la que se preparaba para sacerdote. De modo que pensó que su nombre y su honor le exigían pagar con la muerte antes que evitar las consecuencias de su acción.

– ¡Pero si ni siquiera lleva espada, señores! -exclamó André-Louis, aterrado.

– Eso se arregla fácilmente. Puede coger la mía.

– Quiero decir -insistió André-Louis entre indignado y asustado por la suerte de su amigo-, que no acostumbra a llevar espada, que jamás la ha llevado ni sabe manejarla. Es un seminarista, casi ya medio sacerdote, y, por tanto, le está prohibido aceptar el compromiso en que vos le ponéis.

– Todo eso debió recordarlo antes de dar la bofetada -dijo diplomáticamente el caballero de Chabrillanne.

– Esa bofetada fue provocada deliberadamente -dijo con rabia André-Louis. Después se calmó, aunque no fue gracias a la altanera mirada de su interlocutor, por cierto-. ¡Oh, Dios mío! ¡Estoy hablando en vano! ¿Cómo van a desistir de un plan ya trazado? ¡Vamonos, Philippe! ¿No ves la trampa en la que has caído…?

Echándolo a un lado, Philippe de Vilmorin le cortó secamente:

– ¡Silencio, André! El señor marqués está en todo su derecho.

– ¿Que está en su derecho? -dijo André-Louis dejando caer los brazos desalentado.

El hombre a quien más amaba en el mundo había caído en la misma locura que parecía dominar al resto de los mortales. Un distorsionado sentido del honor hacía que descubriera su pecho ante el cuchillo que lo iba a matar. No era que no viera la trampa, sino que aquel sentido del honor le impulsaba a desdeñar cualquier otra consideración. En ese momento, André-Louis vio en su amigo una figura singularmente trágica. Quizá noble, pero no por ello menos lastimera.

CAPÍTULO IV La herencia

Philippe de Vilmorin quiso zanjar el asunto inmediatamente. En esto era a un tiempo objetivo y subjetivo. Presa de emociones encontradas, y en conflicto con su vocación sacerdotal, estaba impaciente por acabar con aquello cuanto antes. También se temía un poco a sí mismo. Las circunstancias de su educación, y la vocación que había sentido en los últimos años, le habían quitado mucho del brío que es natural en los hombres. En cierto modo, se había tornado tímido y delicado como una mujer. Como lo sabía, temía que, si pasaba el ardor del momento, pudiera sobrevenirle una deshonrosa debilidad.

El marqués, por su parte, también deseaba un inmediato ajuste de cuentas, y puesto que estaban presentes el caballero de Chabrillanne y André-Louis para servir de padrinos, no había ninguna razón para retrasar el duelo.

Así las cosas, en pocos minutos todo estuvo arreglado, y por la tarde el siniestro grupo de cuatro hombres se dirigió hacia la pista para bochas que había detrás de la posada. Estaban completamente solos; nadie podía verles, ni siquiera a través de las ventanas del mesón que estaban detrás del tupido follaje de los árboles.

No hubo formalidad alguna a la hora de elegir el campo de honor, ni tampoco se midieron las espadas. El marqués se despojó de su cinturón y desenvainó la espada, pero se negó a quitarse los zapatos y la casaca, pues consideró que no merecía la pena tomando en cuenta lo insignificante que era su contrincante. Alto, flexible y atlético, tenía ante sí a un rival no menos alto, pero delgado y enclenque. También Vilmorin desdeñó hacer ninguno de los usuales preparativos. Reconociendo que de nada podía aprovecharle quitarse la ropa, se puso en guardia completamente vestido. Sus pómulos salientes parecían arder.

El caballero de Chabrillanne, apoyándose en un bastón, pues había cedido su espada a Vilmorin, contemplaba el duelo con silencioso interés. Frente a él, al otro lado de los combatientes, estaba André-Louis, el más pálido de los cuatro, con ojos febriles y retorciéndose las manos sudorosas.

Su instinto le impulsaba a interponerse entre los contrincantes para evitar el encuentro. Sin embargo, ese generoso impulso quedaba anulado por la plena conciencia de su inutilidad. Para calmarse, se aferró a la convicción de que aquel duelo no podía tener consecuencias realmente serias. Si el honor de Philippe le obligaba a cruzar la espada con el hombre a quien había abofeteado, la noble cuna del señor de La Tour d'Azyr también le obligaba a procurar no herir gravemente al joven inexperto a quien había provocado de modo tan evidente y ofensivo. Después de todo, el marqués era un hombre de honor. Sólo se proponía dar una lección, dura tal vez, pero que el contrario pudiera aprovechar en vida. Para consolarse, André-Louis se aferró obstinadamente a esta idea.

Se cruzaron los aceros: comenzaba el combate. El marqués presentaba a su adversario apenas el perfil de su esbelta figura, con las rodillas ligeramente dobladas como resortes, mientras que Vilmorin permanecía cuadrado presentando un blanco perfecto y con las rodillas rígidas como si fuesen de madera. El honor y el espíritu de lealtad competitiva clamaban a un tiempo contra semejante encuentro.

Como era de suponer, todo acabó enseguida. De joven, casi en su infancia, Philippe había recibido nociones de esgrima como cualquier adolescente de su clase. Así que conocía los rudimentos del arte de manejar la espada. Pero ¿de qué podían servirle en aquel momento? Hubo tres quites, y entonces, sin ninguna prisa, el marqués deslizó su pie a lo largo del húmedo césped, y su elástico cuerpo se tendió en una estocada a fondo hasta romper la frágil guardia de Vilmorin. Deliberadamente, la hoja del marqués atravesó al joven seminarista… André-Louis saltó con el tiempo justo para coger el cuerpo de su amigo por debajo de los brazos. Entonces se le doblaron también a él las piernas por el peso y cayeron juntos en la húmeda hierba. André-Louis apoyó en su hombro izquierdo la cabeza inerte de Philippe. Los brazos le colgaban flácidos y la sangre que manaba de la herida le había empapado las ropas.

Con el rostro pálido y los labios temblorosos, André-Louis levantó los ojos hasta los del marqués, quien contemplaba su obra con expresión grave. Pero en su cara no se leía ni sombra de remordimiento.