Al llegar a París tan prematuramente la noticia de este manifiesto, quedó claro que la guerra no venía de Prusia, sino del antiguo y detestado régimen que la Constitución creía haber barrido para siempre. El pueblo comprendió con cuánta mala fe aquella Constitución había sido aceptada. Y comprendió que su único recurso era la insurrección antes de que entraran en París los ejércitos extranjeros. Aún estaban en la capital todos los federados provinciales que habían ido con motivo de la Fiesta Nacional del 14 de julio, incluyendo las bandas de música de los marselleses, que habían llegado marchando desde el sur al ritmo de su nuevo himno, que tan terrible sonaría luego. Fue Danton quien retuvo en la capital a los marselleses, advirtiéndoles de lo que se estaba preparando.
Y ahora todo el mundo procedía a armarse. Cumpliendo órdenes, los suizos se trasladaron desde Courbevoie a las Tullerías; los Caballeros del Puñal -una pandilla de algunos centenares de caballeros que habían jurado defender el trono y entre los cuales estaba el marqués de La Tour d'Azyr, recién llegado del cuartel general de la emigración- se reunieron en el Palacio Real. Al mismo tiempo, en los barrios se forjaban picas, se desenterraban mosquetes, se distribuían cartuchos y se pedía a la Asamblea que se rompieran las hostilidades. París advertía cómo se iba acercando el momento culminante de aquella larga lucha entre la Igualdad y el Privilegio. Y hacia esa ciudad se dirigía velozmente, procedente del oeste, André-Louis Moreau para encontrar allí también la culminación de su accidentada carrera.
CAPÍTULO XIV La razón más contundente
En aquel entonces, a primeros de agosto, la señorita de Kercadiou se encontraba en París visitando a la amiga y prima de su tío, la señora de Plougastel. A pesar de la explosión que se avecinaba, la atmósfera de alegría, casi de júbilo, reinante en la corte -adonde la señora de Plougastel y la señorita de Kercadiou iban casi a diario- las tranquilizaba. También el señor de Plougastel, que siempre estaba viajando entre Coblenza y París -inmerso en esas actividades secretas que le mantenían casi siempre alejado de su esposa-, les había asegurado que se habían tomado todas las medidas, y que la insurrección sería bien recibida, porque sólo podría tener un resultado: el aplastamiento final de la Revolución en los jardines de las Tullerías. Por eso -agregó- el rey permanecía en París. Si no se sintiera seguro, ya hubiera abandonado la capital escoltado por sus suizos y sus Caballeros del Puñal. Ellos le abrirían camino si alguien trataba de impedirlo, pero ni siquiera eso sería necesario.
Sin embargo, en aquellos primeros días de agosto, después de la partida de su esposo, el efecto de sus tranquilizadoras palabras empezaba a desaparecer ante los acontecimientos de que era testigo la señora de Plougastel. Finalmente, la tarde del día 9, llegó al palacete de Plougastel un mensajero procedente de Meudon con un billete del señor de Kercadiou pidiéndole a su sobrina que regresara enseguida a Meudon y a su anfitriona que la acompañara.
El señor de Kercadiou tenía amistades en todas las clases sociales. Su antiguo linaje le colocaba en términos de igualdad con los miembros de la nobleza; y su sencillez en el trato -con esa mezcla de modales campesinos y burgueses-, así como su natural afabilidad, también le permitía ganarse el afecto de aquellos que por su origen no eran sus iguales. Todos en Meudon le conocían y le estimaban, y fue Rougane, el simpático alcalde, quien le informó el 9 de agosto de la tormenta que se estaba gestando para la mañana siguiente. Como sabía que la señorita Aline estaba en París, le rogó que le avisara para que saliera de allí en menos de veinticuatro horas, pues después los caminos serían zona de peligro para toda persona de la nobleza, sobre todo para aquellos de quienes se sospechaba que tenían conexiones con la corte.
Ahora que no había dudas acerca de las relaciones que mantenía con la corte la señora de Plougastel, cuyo marido viajaba sin cesar a Coblenza, inmerso en aquel espionaje que conspiraba contra la joven revolución desde la cuna; la situación de las dos mujeres en París se tornaba muy peligrosa. En su afán de salvarlas a ambas, el señor de Kercadiou envió inmediatamente un mensaje reclamando a su sobrina y rogando a su querida amiga que la acompañara hasta Meudon. El amistoso alcalde hizo algo más que avisar al señor de Kercadiou, pues fue su hijo, un inteligente muchacho de diecinueve años, quien llevó el mensaje a París. A última hora de la tarde de aquel espléndido día de agosto, el joven Rougane llegó al palacete de Plougastel.
La señora de Plougastel le recibió gentilmente en el salón cuyo esplendor, sumado a la majestad de la dama, dejó abrumado al sencillo muchacho. La condesa se decidió enseguida. El aviso urgente de su amigo no hacía más que confirmar sus propias dudas y sospechas, y determinó partir al instante.
– Muy bien, señora -dijo el joven-. Entonces sólo me queda despedirme.
Pero ella no quiso que se marchara sin que antes fuera a la cocina a tomar algo mientras ella y la señorita se preparaban para el viaje. Entonces le propuso que viajara con ellas en su carruaje hasta Meudon, pues no quería que volviera a pie como había venido.
Aunque era lo menos que podía hacer por el muchacho, aquella bondad en momentos de tanta agitación pronto recibiría su recompensa. De no haber tenido aquella gentileza, las horas de angustia que pronto viviría la dama hubieran sido mucho peores.
Faltaba una media hora para la puesta del sol cuando subieron al carruaje con la intención de salir de París por la Puerta Saint -Martin. Viajaban con un solo lacayo en el estribo trasero. Y -tremenda concesión- Rougane iba dentro del coche, con las damas, de modo que enseguida quedó prendado de la señorita de Kercadiou, quien le pareció la mujer más bella que había visto en su vida, sobre todo porque hablaba con él sencillamente y sin afectación, como si fuera su igual. Esto le atolondró un poco, haciendo que se tambalearan ciertas ideas republicanas en las que hasta ahora creía a pies juntillas.
El carruaje se detuvo en la barrera, donde había un piquete de la Guardia Nacional ante las puertas de hierro. El sargento que estaba al mando se acercó a la portezuela del coche. La condesa se asomó a la ventanilla.
– La barrera está cerrada, señora -dijo cortésmente el militar.
– ¡Cerrada! -exclamó ella como en un eco. Aquello le parecía increíble-. Pero… pero ¿quiere eso decir que no podemos pasar?
– En efecto, señora. A menos que tenga un permiso -el sargento se apoyó indolentemente en su pica-. Tenemos órdenes de no dejar salir ni entrar a nadie sin la correspondiente autorización.
– ¿Qué órdenes son ésas?
– Las órdenes de la Comuna 1 de París.
– Pues yo tengo que partir esta noche hacia la campiña -dijo la dama casi con petulancia-. Me están esperando.
– En ese caso, la señora tendrá que conseguir un permiso.
– ¿Dónde?
– En el ayuntamiento o en el cuartel general de vuestro barrio.
La dama reflexionó un poco y dijo:
– Muy bien, vamos al cuartel general. Por favor, decidle a mi cochero que nos lleve al barrio Bondy.