El sargento saludó y dio un paso atrás.
– ¡Al barrio Bondy, rue de Morts! -le gritó entre risas al cochero.
La condesa se recostó en su asiento presa de la misma agitación que experimentaba Aline. Rougane trató de tranquilizarlas. En el cuartel general se arreglaría todo. Seguramente les darían el permiso. ¿Por qué no iban a hacerlo? Después de todo, no era más que una simple formalidad.
El optimismo del muchacho las calmó un poco, pero eso sólo sirvió para que la frustración fuera mayor cuando, en la oficina correspondiente, el presidente le dio una rotunda negativa a la condesa.
– ¿Vuestro apellido, señora? -le preguntó bruscamente. Era un hombre áspero, al estilo de los republicanos más radicales, y ni siquiera se había levantado cuando vio entrar a las damas. Lo más probable es que pensara que él estaba allí para desempeñar las funciones de su cargo y no para ejercitarse en unas reglas de urbanidad que más bien parecían lecciones de minué.
– Plougastel -repitió después de oír el apellido de la dama, sin añadir ningún título, como si fuera el nombre de un carnicero o un panadero. Cogió un pesado volumen de una estantería que había a su derecha, lo abrió y pasó las hojas-. Conde de Plougastel, palacete Plougastel, rue Paradis, ¿verdad?
– Eso es, señor -contestó la dama desplegando toda su cortesía ante la grosería de aquel individuo.
Durante un largo silencio el republicano estudió ciertas anotaciones a lápiz escritas al margen del nombre del conde. Los cuarteles generales de los distintos barrios de París habían trabajado durante las últimas semanas con mucha más eficacia de la que cabía imaginar.
– ¿Vuestro marido os acompaña, señora? -preguntó el hombre secamente, sin siquiera levantar la vista de la hoja, pues seguía examinando las anotaciones.
– El señor conde no está conmigo -dijo ella enfatizando el título.
– ¿No está con vos? -dijo el hombre mirándola suspicaz y burlonamente-. ¿Y dónde está?
– No está en París, señor.
– ¡Ah! Entonces estará en Coblenza, ¿no?
Un escalofrío recorrió a la condesa helándole la sangre. Había algo humillante en todo aquello. ¿Por qué los cuarteles generales de los barrios tenían que estar al tanto de los movimientos de sus vecinos? ¿Qué estaban preparando? Tenía la sensación de estar atrapada en una red invisible que le habían arrojado.
– No lo sé, señor -afirmó titubeante.
– Por supuesto que no -comentó el otro, despreciativo-. Es igual. ¿Y vos también queréis salir de París? ¿Adonde pensáis ir?
– A Meudon.
– ¿A hacer qué?
La sangre se le agolpó en la cara a la condesa. Aquello era una insolencia intolerable para una mujer acostumbrada a que siempre la trataran con la mayor deferencia, lo mismo sus inferiores que sus iguales. Sin embargo, advirtiendo que estaba frente a fuerzas completamente nuevas, se controló, reprimió su rabia y contestó resueltamente:
– Debo llevar a esta amiga, la señorita de Kercadiou, de regreso a casa de su tío, quien reside allí.
– ¿Eso es todo? Eso podéis hacerlo otro día, señora. No es nada urgente.
– Perdón, señor. Para nosotras es muy urgente. -No me convence. Y las barreras están cerradas para todos los que no puedan probar que una causa urgente los obliga a salir. Tendréis que esperar, señora, hasta nueva orden. Buenas noches.
– Pero, señor…
– Buenas noches, señora -repitió el hombre enfáticamente. Era una despedida más despótica que la conocida fórmula reaclass="underline" «tenéis permiso para retiraros».
La condesa y Aline salieron. Ambas temblaban de cólera, aunque por prudencia lo disimulaban muy bien. Subieron de nuevo al coche y ordenaron que las llevaran a su casa.
El asombro de Rougane se convirtió en desaliento al saber lo ocurrido. -¿Por qué no lo intentamos en el ayuntamiento, señora? -sugirió.
– ¿Después de esto? Sería inútil. Tenemos que resignarnos a permanecer en París hasta que abran de nuevo las barreras.
– Tal vez entonces ya no tenga sentido para nosotras que las abran -comentó Aline.
– ¡Aline! -exclamó la señora horrorizada.
– ¡Señorita! -exclamó Rougane en el mismo tono.
El joven comprendió que la gente así retenida en París debía de correr un riesgo aún por determinar, pero no por ello menos terrible, y se puso a pensar. Al acercarse de nuevo al palacete de los Plougastel dijo que tenía la solución del problema.
– Un salvoconducto expedido desde fuera también servirá -anunció-. Escuchadme y confiad en mí. Yo regresaré a Meudon ahora mismo. Mi padre me dará dos permisos, uno para mí y otro para tres personas, de Meudon a París y de regreso a Meudon. Volveré a entrar en París con mi salvoconducto, que luego destruiré, y juntos nos iremos los tres con el otro, que hará constar que hemos entrado durante el día, procedentes de Meudon. Es muy sencillo. Si me voy enseguida, podré regresar esta misma noche.
– Pero ¿cómo saldréis? -preguntó Aline.
– ¿Yo? ¡Bah! Eso no debe inquietaros. Mi padre es alcalde de Meudon. Todo el mundo lo conoce. Iré al ayuntamiento, y allí diré, lo que después de todo es verdad, que me he encontrado en París con todas las barreras cerradas y que mi padre me espera esta noche. Me darán el permiso. Es muy sencillo.
De nuevo, su confianza levantó el ánimo de las dos mujeres. Tal como él lo contaba, todo parecía muy fácil.
– Entonces, querido amigo, no olvidéis que nuestro permiso deberá ser para cuatro -dijo la señora de Plougastel y le señaló al lacayo que en ese momento se apeaba del estribo.
Rougane salió confiando en volver pronto, dejándolas a ellas igualmente esperanzadas con su regreso. Pero las horas pasaron una tras otra, y ya era noche cerrada y el joven no regresaba.
Esperaron hasta la medianoche, tratando cada una de mostrarse confiada para sostener la esperanza de la otra, pero ambas experimentaban una vaga premonición de algo funesto. Y a pesar de todo, mataban el tiempo jugando al chaquete en el gran salón, como si no hubiera motivo de preocupación. Por fin, cuando el reloj dio las doce de la noche, la condesa se levantó suspirando:
– Volverá mañana por la mañana -dijo sin convicción.
– Por supuesto -agregó Aline-. Era realmente imposible que regresara esta noche. Y, además, es mucho mejor viajar de día. Un viaje a estas horas de la noche sería muy fatigoso para nosotras, señora.
Por la mañana, muy temprano, las despertó un tañido de campanas. Era la llamada de alarma de los barrios. Sorprendidas, oyeron también un redoble de tambores y el rumor de una multitud que marchaba. París se sublevaba. Se oían detonaciones de armas y, a lo lejos, cañonazos. Había empezado la batalla entre el pueblo y los aristócratas de la corte. El pueblo armado había atacado las Tullerías. Corrían los más increíbles rumores, algunos de los cuales llegaron al palacete de Plougastel a través de los sirvientes. Decían que la lucha por la toma del palacio había terminado en la inútil matanza de todos aquellos a quienes un invertebrado monarca abandonó allí mientras iba a ponerse con su familia bajo la protección de la Asamblea. Irresoluto hasta el final, siempre adoptando el rumbo indicado por sus pésimos consejeros, no se preparó para resistir hasta que la necesidad realmente se presentó, después de lo cual ordenó rendirse, dejando a aquellos que lo apoyaron hasta el último minuto a merced de una frenética muchedumbre.
Y mientras esto sucedía en las Tullerías, las dos damas seguían esperando a Rougane en el palacete de Plougastel, cada vez más desalentadas. Y Rougane no volvió. El plan no le pareció tan sencillo al padre como al hijo. Tuvo miedo de involucrarse en semejante enredo.
Fue con su hijo a informar al señor de Kercadiou de lo que había sucedido y le comentó con franqueza la sugerencia del muchacho que él no se atrevía a llevar a cabo. El señor de Kercadiou le rogó que extendiera los salvoconductos, pero Rougane se mantuvo firme en su decisión.