– Señor -le dijo-, si ese fraude llegara a descubrirse, como inevitablemente sucedería, me ahorcarían. Aparte de eso, y a pesar de mi deseo de serviros, eso sería faltar a mi deber, cosa que no pienso hacer. No podéis pedirme eso, señor.
– Pero, y entonces ¿qué va a suceder? -preguntó el caballero, casi enloquecido.
– Es la guerra -dijo Rougane, que estaba bien informado-. La guerra entre el pueblo y la corte. Lamento que mi aviso haya llegado tan tarde. Pero, a decir verdad, no creo que haya motivo para alarmarse más de la cuenta. La guerra no tiene nada que ver con las mujeres.
El señor de Kercadiou se aferró a esta última idea cuando el alcalde y su hijo se fueron. Pero en el fondo, sabía muy bien en qué asuntos andaba metido el conde de Plougastel. ¿Qué pasaría si los revolucionarios también lo sabían? Y lo más probable era que lo supieran. No sería la primera vez que las mujeres de los políticos pagaban por sus maridos. En una conmoción popular, todo era posible. Y Aline podía estar expuesta a los mismos peligros que la condesa de Plougastel.
A altas horas de la noche, sentado en la biblioteca de su hermano, sosteniendo la apagada pipa en la que en vano buscaba consuelo, el señor de Kercadiou oyó que llamaban a la puerta.
Cuando el viejo mayordomo de Gavrillac abrió la puerta, vio en el umbral a un esbelto joven, con una casaca verde oliva, cuyos faldones le llegaban hasta las pantorrillas. Calzaba botas de cuero de ante y ceñía espada. Llevaba un fajín tricolor y una escarapela también de tres colores en el sombrero, lo cual ofrecía un aspecto siniestramente oficial para los ojos de aquel viejo criado del feudalismo que compartía todos los temores de su amo.
– ¿Qué desea, señor? -preguntó el mayordomo con una mezcla de respeto y desconfianza. Entonces una voz desenfadada le dijo: -¿Qué pasa, Bénoit? ¡Caramba! ¿Ya te has olvidado completamente de mí?
Con mano temblorosa, el anciano levantó la linterna hasta que la luz iluminó aquel rostro enjuto con una sonrisa de oreja a oreja.
– ¡Señorito André! -exclamó-. ¡Señorito André!
Y entonces, contemplando el fajín y la escarapela tricolor, vaciló como si no supiera qué hacer.
Pero André-Louis entró resueltamente en el vestíbulo embaldosado de mármol blanco y negro.
– Si mi padrino todavía está despierto, quiero verlo -dijo-. Y si ya se ha acostado, igualmente quiero verlo.
– ¡Oh, claro que sí! Y estoy seguro de que se alegrará mucho de veros. No se ha acostado todavía. Por aquí, por favor.
Media hora antes, en su camino de regreso a París, André-Louis se había detenido en Meudon, y fue inmediatamente a ver al alcalde para confirmar si eran ciertos los rumores que había oído a medida que se acercaba a la capital. Rougane le dijo que la insurrección era inminente, que los barrios ya tenían barreras y que nadie podía entrar ni salir de París sin los salvoconductos de rigor.
André-Louis se quedó pensativo. Advertía el peligro de esta segunda revolución dentro de la primera, que podía destruir todo lo que se había hecho, dando las riendas del poder a una facción de malvados que sumirían al país en la anarquía. Más que nunca, ahora temía que eso ocurriera. Tenía que llegar a París aquella misma noche, y ver con sus propios ojos lo que estaba sucediendo.
Antes de despedirse, le preguntó a Rougane si el señor de Kercadiou seguía en Meudon.
– ¿Le conocéis?
– Es mi padrino.
– ¡Vuestro padrino! ¡Y sois diputado! Pues sois el hombre que él necesita.
Entonces Rougane le contó el viaje de su hijo a París aquella tarde y sus resultados. André-Louis no lo pensó dos veces. Que su padrino le hubiera prohibido hacía dos años que entrara en su casa no tenía ninguna importancia en aquel momento. Dejó su carruaje en la posada y fue a ver al señor de Kercadiou.
Sorprendido a esa hora de la noche por la intempestiva aparición de aquel contra quien estaba tan resentido, su padrino le recibió casi con las mismas palabras que empleó antes en una ocasión similar:
– ¿A qué has venido?
– A servir, en todo lo posible, a mi padrino -dijo en tono conciliador.
Pero el señor de Kercadiou no se dejó desarmar.
– Has estado tanto tiempo alejado de mí que tenía la esperanza de no volverte a ver.
– No me hubiera atrevido a desobedeceros si no fuera porque ahora puedo seros útil. He hablado con Rougane, el alcalde…
– ¿Qué quieres decir cuando hablas de desobediencia?
– Me prohibisteis que volviera a vuestra casa, señor.
Su padrino le contemplaba perplejo, indeciso.
– ¿Y por eso no has venido a verme en todo este tiempo?
– Por supuesto. ¿Acaso había otra razón?
El señor de Kercadiou seguía mirándole fijamente. Entonces soltó una palabrota en voz baja. Le molestaba que tomaran sus palabras tan al pie de la letra. Durante largo tiempo había esperado que André-Louis volviese contrito a admitir su falta, a pedir que de nuevo le permitiera gozar de su estimación. Y así se lo hizo saber.
– Pero ¿cómo podía saber que vuestras palabras no expresaban realmente vuestros deseos? ¡Fuisteis tan rotundo en vuestra declaración! ¿Y cómo iba a expresar mi contrición si realmente no tengo intención de enmendarme? Porque no estoy dispuesto a enmendarme, señor. De lo cual deberíais estar agradecido.
– ¿Agradecido?
– Soy un representante del pueblo. Y eso me otorga ciertos poderes. Vuelvo muy oportunamente a París. ¿Queréis que haga por vos lo que Rougane no pudo hacer? Si sólo la mitad de lo que sospecho es cierto, la situación es tan grave que me necesitaréis. Hay que llevar a Aline a un lugar seguro cuanto antes.
El señor de Kercadiou se rindió incondicionalmente. Avanzó unos pasos y cogió la mano de André-Louis.
– Hijo mío -dijo visiblemente conmovido-, hay en ti cierta nobleza que no puedes negar. Si fui duro contigo, era porque luchaba contra tu propensión al mal. Quería apartarte del funesto camino de los políticos que han llevado a nuestro desdichado país a una situación tan terrible. El enemigo en la frontera y la guerra civil a punto de estallar aquí dentro. ¡Eso es lo que han conseguido tus revolucionarios!
André-Louis prefirió no discutir y cambió de tema.
– ¿Y Aline? -y contestó a su propia pregunta-: Está en París y hay que sacarla de allí antes de que empiece la masacre que se ha estado preparando todos estos meses. El plan del joven Rougane es bueno. Por lo menos, no se me ocurre otro mejor.
– Pero el padre no quiso ni oír hablar de él.
– Lo que no quiere es cargar con esa responsabilidad. Pero está dispuesto a colaborar si yo participo. Le he dejado una nota con mi firma ordenando que se expida un salvoconducto para la señorita Aline de Kercadiou, para ir a París y regresar a Meudon. Tengo suficiente poder para que surta efecto. Le he dejado esa nota con la expresa condición de que sólo la use en caso extremo, como un justificante si más tarde le hacen preguntas. A cambio, me ha dado este permiso.
– ¡Lo conseguiste! -exclamó el señor de Kercadiou cogiendo el papel con manos temblorosas. Se acercó al candelabro que iluminaba una consola y lo leyó.
– Si mañana por la mañana -dijo André-Louis- mandáis ese documento a París con el joven Rougane, Aline estará aquí al mediodía. Por supuesto, esta noche no se podría hacer nada sin levantar sospechas. Es demasiado tarde. Y ahora, padrino, ya sabéis exactamente por qué he violado vuestra prohibición de venir aquí. Si en otra cosa puedo serviros, aprovechando que estoy aquí, sólo tenéis que decirlo.
– Sí. Necesito otro favor, André. ¿No te dijo Rougane que había otras personas…?
– Mencionó a la señora de Plougastel y a su lacayo.
– ¿Y entonces por qué…? -el señor de Kercadiou no siguió al ver que André-Louis movía solemnemente la cabeza.