– Eso es imposible -dijo.
El señor de Kercadiou se quedó atónito.
– ¿Imposible? Pero… ¿por qué?
– Señor, sólo puedo hacer esto por Aline sin remordimiento. Por Aline sería capaz de faltar a mis principios. Pero el caso de la señora de Plougastel es distinto. Ni Aline ni ninguno de los suyos están implicados en ciertas actividades contrarrevolucionarias que son el verdadero origen de las calamidades que ahora tienen lugar. Puedo procurar que Aline salga de París sin tener nada que reprocharme, convencido de que no hago nada censurable, y sin exponerme a ser interrogado. Pero la señora de Plougastel es la esposa del conde de Plougastel, que como todo el mundo sabe es un activo agente entre la corte y los emigrados.
– Ella no tiene la culpa de eso -gritó el señor de Kercadiou, consternado.
– Es verdad. Pero en cualquier momento pudieran llamarla para que pruebe que no ha tomado parte en esos tejemanejes. Se sabe que hoy ha estado en París. Si mañana la buscaran y descubrieran que se ha ido, sin duda se harían investigaciones que demostrarían que he faltado a mi deber abusando de mis poderes para fines personales. Como comprenderéis, padrino, sería exponerme a un riesgo demasiado grande por una desconocida.
– ¿Una desconocida? -le reprochó el señor de Kercadiou.
– Prácticamente lo es para mí -dijo André-Louis.
– Pero no para mí, André. Es mi prima y mi mejor amiga.
¡Dios mío! Lo que acabas de decir no hace más que confirmar que es absolutamente necesario que salga de París. ¡André-Louis, tienes que salvarla a toda costa, pues su caso es mucho más urgente que el de Aline!
Suplicante, tembloroso, con el rostro pálido y la frente perlada de sudor, aquél no era el mismo señor de Kercadiou que minutos antes había recibido a André-Louis.
– Padrino, no seáis irrazonable. No puedo hacer eso. Rescatarla a ella podría acarrearle una desgracia a Aline, y también a nosotros dos.
– Pues habrá que correr el riesgo.
– Por supuesto, tenéis razón al hablar sólo por vos…
– Y por ti también, André: puedes creerme, hijo mío. ¡Por ti también! -exclamó acercándose al joven-. Te imploro que creas en mi palabra de honor, y que obtengas ese permiso para la señora de Plougastel.
André-Louis miraba desconcertado a su padrino.
– Es increíble -dijo-. Tengo un grato recuerdo del interés que esa dama me demostró durante unos días cuando yo era un niño, y más recientemente, en París, cuando quiso convertirme a lo que ella suponía el credo político más correcto. Pero eso no basta para que arriesgue el pescuezo por ella. No, ni tampoco vuestro pescuezo ni el de Aline.
– ¡Pero, André!…
– Ésta es mi última palabra, señor. Se me hace tarde y esta noche quiero dormir en París.
– ¡No, no! ¡Espera! -el señor de Gavrillac demostraba una indecible angustia-. André-Louis, tienes que salvar a esa señora…
Había en su insistencia y en su exaltación algo tan delirante, que André-Louis se vio obligado a pensar que detrás de todo aquello había alguna obscura y misteriosa razón.
– ¿Tengo que salvarla? -repitió-. ¿Y por qué? ¿Qué razón podéis ofrecerme?
– La razón más contundente.
– Dejad que sea yo quien juzgue si es una razón contundente -dijo André-Louis aumentando la desesperación del señor de Kercadiou. Arrugando la frente, empezó a dar vueltas por la habitación con las manos cruzadas a la espalda. Al fin se detuvo frente a su ahijado.
– ¿No te basta con mi palabra para creer que esa razón existe? -exclamó angustiado.
– ¿En un asunto en el que me juego la vida? ¡Oh, señor, seamos razonables!
– Si te dijera cuál es la razón, faltaría a mi palabra de honor y a mi juramento -dijo el señor de Kercadiou girando sobre los talones y retorciéndose las manos. Y entonces, volviéndose a André-Louis, añadió-: Pero en este caso tan extremo y desesperado, ya que insistes con tan poca generosidad, no me queda más remedio que decírtelo. Que Dios me ayude, pues no tengo elección. Ella lo comprenderá cuando se entere. André, hijo mío… -hizo una pausa, asustado, y puso una mano en el hombro de su ahijado, quien se asombró al ver que su padrino estaba llorando-. ¡La condesa de Plougastel es tu madre!
Se hizo un largo silencio. André-Louis apenas pudo comprender lo que acababan de decirle. Cuando al fin lo comprendió, su primer impulso fue gritar. Pero se dominó, actuando como un estoico. Siempre tenía que estar representando algún papel. Estaba en su naturaleza. Una naturaleza a la que seguía siendo fiel incluso en aquel momento supremo. Se mantuvo callado hasta que, obedeciendo a su instinto histriónico, pudo convencerse a sí mismo de que hablaba sin emoción.
– ¡Ah, ya veo! -dijo con frialdad.
Se remontó al pasado. Rápidamente revivió los recuerdos que conservaba de la señora de Plougastel, su singular aunque esporádico interés por él, la curiosa efusión de afecto y vehemencia que siempre le manifestaba, y sólo entonces comprendió todo lo que hasta entonces tanto le había intrigado.
– ¡Ah, ahora comprendo! -dijo y añadió-: ¡Cómo pude ser tan tonto y no darme cuenta antes!
El señor de Kercadiou fue quien gritó, quien retrocedió como si hubiera recibido una bofetada.
– ¡Por el amor de Dios, André-Louis! ¿Es que no tienes corazón? ¿Cómo puedes tomar semejante revelación con tanta indolencia?
– ¿Y cómo queréis que la tome? ¿Debe sorprenderme descubrir que tengo una madre? Al fin y al cabo, para nacer es indispensable tener una madre.
Entonces se sentó abruptamente, para que no se notara que le temblaban las piernas. Sacó un pañuelo para secarse la frente sudorosa. Y súbitamente empezó a llorar.
Al ver aquellas lágrimas, el señor de Kercadiou se acercó, se sentó a su lado y le abrazó cariñosamente.
– André-Louis, mi pobre muchacho -murmuró-. Fui… fui lo bastante tonto para creer que no tenías corazón. Me has engañado con tu infernal fingimiento, y ahora veo… veo…
No estaba muy seguro de lo que veía, o más bien vacilaba al querer expresarlo.
– No es nada, señor. Estoy agotado y… y estoy resfriado. -Entonces comprendió que aquello era superior a sus fuerzas y, cansado de fingir, preguntó-: Pero ¿por qué tanto misterio? ¿Por qué me lo ocultaron todo?
– Así tenía que ser, André… por prudencia…
– Pero ¿por qué? Confesadlo todo, señor. Ya que me habéis dicho tanto, necesito saber el resto.
– Tú naciste unos tres años después de la boda de tu madre con el señor de Plougastel, cuando él llevaba unos dieciocho meses ausente, en el ejército, y unos cuatro meses antes de que regresara para reunirse con su esposa. Esto es algo que el conde de Plougastel nunca ha sospechado y que, por razones obvias, nunca deberá sospechar. Por eso es un secreto. Y por eso nunca lo ha sabido nadie. Cuando las apariencias lo aconsejaron, tu madre vino a Bretaña, con un nombre falso, y pasó algunos meses en el pueblo de Moreau, donde tú naciste.
André-Louis se quedó pensativo. Se había enjugado las lágrimas y ahora estaba muy serio.
– Si nunca lo ha sabido nadie, y vos lo sabéis, eso significa que sois…
– ¡Oh, no, por Dios! -exclamó el señor de Kercadiou poniéndose en pie de un salto. Era como si la más leve insinuación le horrorizara-. Yo era el único que lo sabía. Pero no por la razón que estás pensando, André. ¿Cómo puedes creer que te mentiría, que renegaría de ti, si fueras mi hijo? -Si vos decís que no lo soy, señor, con eso es suficiente. -No lo eres. Soy primo de Thérése y también su mejor amigo. En tal apuro, ella sabía que podía confiar en mí, y por eso acudió buscando mi protección. Unos años antes, yo me hubiera casado con ella. Pero, por supuesto, yo no soy el tipo de hombre que una mujer puede amar. Sin embargo, ella sabe que la amo, y que sigo siendo fiel a aquel sentimiento. -Entonces, ¿quién es mi padre?