– No lo sé. Ella nunca me lo dijo. Era su secreto y yo no se le pregunté. Eso no forma parte de mi naturaleza, André.
André-Louis se levantó, y miró en silencio al señor de Kercadiou.
– ¿Me crees, André? -preguntó su padrino. -Claro que sí, y lo lamento. Siento mucho no haber sido vuestro hijo.
El señor de Kercadiou estrechó efusivamente la mano de su ahijado y la retuvo un momento sin hablar. Entonces se separó y le preguntó:
– ¿Y ahora qué harás, André, ahora que lo sabes? André-Louis reflexionó un momento y se echó a reír. Después de todo, había algo cómico en aquella situación. Y se explicó:
– ¿Y cuál es la diferencia ahora? ¿Acaso el amor filial nace espontáneamente en cuanto se sabe quién es la madre? ¿Tengo que cometer la imprudencia de arriesgar el pescuezo intercediendo por una madre tan prudente que no tenía la menor intención de darse a conocer? El descubrimiento queda en mera casualidad, son los dados del Destino lanzados al azar. ¿Y eso va a influir en mí?
– Te toca a ti decidirlo, André.
– No. Eso está fuera de mi alcance. Que decida quien puede, porque yo no puedo.
– ¿Significa que te sigues negando?
– No. Significa que consiento. Dado que no puedo decidir qué debería hacer, sólo me queda lo que un hijo debería hacer. Ya sé que es grotesco. Pero todo en la vida es grotesco.
– Nunca, nunca te arrepentirás.
– Espero que no -dijo André-Louis-. Y a pesar de todo, pienso que es muy probable que tenga que arrepentirme. Ahora debo ir a ver de nuevo a Rougane para obtener los otros dos salvoconductos que hacen falta. Y quizá yo mismo los lleve a París por la mañana. Si me dejáis dormir aquí, os lo agradeceré. Confieso que esta noche me siento tan mal que ya no puedo más.
CAPÍTULO XV El santuario
Al final de la tarde de aquel interminable día de horror, con sus continuas alarmas, sus descargas de mosquetes, los prolongados redobles de tambor y los gritos distantes de furibundas multitudes, la señora de Plougastel y Aline seguían esperando en el bello palacete de la rue Paradis. Ya no esperaban a Rougane. Habían comprendido que, fuera cual fuese la causa -y ahora eran muchas- su amable mensajero no volvería. Pero seguían esperando, sin saber muy bien qué ni a quién. Esperaban cualquier cosa que pudiera ocurrir. En cierto momento, el fragor de la batalla se acercó al palacete tan velozmente, aumentando en intensidad y horror, que se espantaron. Era el frenético clamor de una multitud ebria de sangre y dispuesta a destruirlo todo. Afortunadamente, no muy lejos de allí, aquella marejada humana contuvo su turbulento avance. Las dos mujeres oyeron que aporreaban una puerta con picas dando imperiosas órdenes de que abrieran, y luego hubo un ruido de maderas rajadas, cristales astillados y gritos de terror y de rabia mezclados con chillidos bestiales.
Era la caza de dos desventurados guardias suizos que trataban de escapar. Los encontraron en una casa del barrio y allí mismo la diabólica chusma los remató cruelmente. Después los cazadores -hombres y mujeres-, formados en batallón, bajaron por la rue Paradis cantando La Marsellesa , una canción nueva en el París de aquellos días:
Allons enfants de la patrie
Le jour de gloire est arrive.
Contre nous de la tyrannie
L'etendard sanglant est levé…
El coro formado por unas cien roncas voces se acercaba, convirtiéndose en ese rugido aterrador que tan súbitamente había reemplazado el aire alegre y trivial del Ca ira! que hasta entonces había sido el himno revolucionario.
Instintivamente, la señora de Plougastel y Aline se abrazaron. Habían oído cómo las multitudes habían forzado la casa vecina, y no sabían el porqué. ¿Y si ahora le tocaba el turno al palacete de Plougastel? No había razones para temer que lo hicieran, pero tratándose de una turba desbocada, siempre había que temer lo peor.
El terrible himno, pavorosamente cantado, y el atronador ruido de pisadas sobre el pavimento, pasó frente a la casa y siguió de largo. Entonces las damas suspiraron, como si un milagro las hubiese salvado, para casi enseguida sucumbir ante un nuevo terror, cuando Jacques, el joven lacayo de la condesa, y el más confiable de sus servidores, entró alarmado en el salón, anunciando que un hombre que acababa de saltar el muro del jardín decía ser amigo de la señora y quería verla urgentemente.
– ¡Parece un sansculotte, señora! -agregó el lacayo.
Las dos damas creyeron que sería Rougane.
– Hacedle pasar -ordenó la señora de Plougastel.
Jacques volvió enseguida, acompañado de un hombre alto, vestido con un largo, ancho y raído gabán y un sombrero de ala vuelta hacia abajo con una enorme escarapela tricolor. Al entrar, el recién llegado se descubrió.
Jacques, que estaba detrás de él, notó que los cabellos del desconocido, aunque ahora despeinados, antes habían estado esmeradamente acicalados. Incluso se veían restos de polvo de tocador. El lacayo se preguntó qué podría haber en la cara de aquel hombre, que ahora le daba la espalda, para que su ama diera un grito y retrocediera, pero entonces su señora, con un gesto, lo despidió bruscamente.
El recién llegado avanzó hasta el centro del salón, lentamente, como si estuviera exhausto y respirando con dificultad. Entonces se apoyó en la mesa, frente a la señora de Plougastel. Ella le miraba horrorizada.
Desde el fondo del salón, acostada a medias en un diván, Aline miraba confusa y no sin temor aquel rostro que, aunque difícil de identificar detrás de una máscara de sangre y mugre, le parecía reconocer. Entonces el hombre habló, e instantáneamente las dos mujeres supieron que era la voz del marqués de La Tour d'Azyr.
– Mi querida amiga -dijo-, perdonadme si os he asustado. Perdonadme si he irrumpido en vuestro jardín, sin previo aviso, y con esta facha. Pero… me he visto obligado a hacerlo así, pues estoy huyendo de esa gentualla. Mientras corría a tontas y a locas se me ocurrió pensar en vos. Si conseguía llegar hasta aquí, estaría a salvo, vuestra casa sería mi santuario.
– ¿Estáis en peligro?
– ¡En peligro! -El caballero pareció casi reírse ante esa pregunta tan ociosa-. Si ahora mismo pusiera un pie en la calle, en menos de cinco minutos estaría muerto. Querida amiga, esto es una carnicería. Algunos de los nuestros han logrado escapar de las Tunerías, pero sólo para ser cazados en las calles. Dudo mucho que a estas horas quede un solo suizo vivo. A esos infelices les ha tocado la peor parte, pobres diablos. En cuanto a nosotros, ¡Dios mío!, somos más odiados que los suizos. Por eso he tenido que ponerme este inmundo disfraz.
Se despojó del raído abrigo y, arrojándolo lejos de sí, se mostró con el ropaje de raso negro que habitualmente distinguía a los cien Caballeros del Puñal que aquella mañana habían defendido a su rey.
Su casaca estaba rasgada en la espalda, la chorrera y los puños estaban destrozados y manchados de sangre. Con la cara embarrada y completamente despeinado, el marqués ofrecía un aspecto terrible. A pesar de lo cual, con su acostumbrada serenidad, besó la temblorosa mano que la señora de Plougastel le tendía en señal de bienvenida.
– Habéis hecho bien en venir aquí, Gervais -dijo ella-. Sí, esto es ahora un santuario. Estaréis completamente a salvo, por lo menos mientras lo estemos nosotras. Mis criados son de toda confianza. Sentaos y contádmelo todo.
El marqués obedeció, y casi se desplomó en el sillón que ella le señaló. Estaba exhausto, no tanto físicamente como por el nerviosismo, o por ambas cosas a la vez. Sacó un pañuelo y enjugó algo de la mugre sanguinolenta que cubría su cara.
– No hay mucho que contar -dijo angustiado-. Es nuestro fin, querida amiga. ¡Qué suerte tiene Plougastel estando a estas horas al otro lado de la frontera! Pero Plougastel siempre tuvo buena suerte. Si yo no hubiera sido tan necio como para confiar en los que hoy se han mostrado tan poco dignos de confianza, también estaría más allá de la frontera. Haberme quedado en París ha sido la mayor estupidez y la peor insensatez de una vida llena de locuras y errores. Quizás el colmo haya sido acudir a vos en esta hora de tanta necesidad -dijo sonriendo con amargura.