Apoyándose en el sillón, la señora de Plougastel se humedeció los labios resecos.
– ¿Y… y ahora? -le preguntó.
– Sólo me queda escapar en cuanto pueda, si es que eso es posible. Aquí, en Francia, ya no hay lugar para nosotros, como no sea bajo tierra. Hoy ha quedado demostrado -dijo levantando los ojos para mirarla, a su lado, tan pálida como apocada, y le sonrió. Entonces acarició la fina mano que descansaba en el brazo de su sillón-: Mi querida Thérése, a menos que por caridad me deis algo de beber, me moriré de sed aquí mismo antes de que esa canalla pueda acabar conmigo.
La dama se sobresaltó:
– ¡Cómo no lo pensé antes! -exclamó y, mirando al fondo del salón, pidió-: Aline, dile a Jacques que traiga…
– ¡Aline! -dijo él, como un eco, interrumpiendo la orden y volviéndose. Entonces, al verla levantándose del diván, y a pesar de su cansancio, se puso en pie de un salto y la saludó-: Señorita, no sabía que estuvierais aquí -dijo molesto, inquieto, como si le hubieran sorprendido in fraganti.
– Ya me he dado cuenta, señor -dijo ella mientras se disponía a cumplir el encargo de la señora de Plougastel, y añadió-: Sinceramente, me apena que otra vez tengamos que encontrarnos en circunstancias tan dolorosas.
Desde el día del duelo con André-Louis -cuando el marqués vio morir su última esperanza de reconquistar su amor-, no habían vuelto a verse frente a frente.
Pareció que iba a decirle algo a Aline, pero se calló. Dirigió una mirada extraviada a la señora de Plougastel y, con singular reticencia en alguien que tenía tanta labia, guardó silencio.
– Pero sentaos, por favor. Estáis muy fatigado -dijo ella.
– Gracias por ser tan clemente conmigo. Con vuestro permiso -y volvió a sentarse mientras Aline se alejaba hacia la puerta que conducía a la cocina.
Cuando Aline volvió a entrar en el salón, observó que la condesa y su visitante habían cambiado de posición. Ahora la señora de Plougastel estaba sentada en el sillón de brocado y oro, mientras que el señor de La Tour d'Azyr, a pesar de su fatiga, permanecía inclinado sobre el respaldo hablando seriamente con ella, como si le suplicara algo. Cuando vio entrar a la joven, él se calló en el acto apartándose de la señora de Plougastel, de modo que Aline tuvo la impresión de haber sido indiscreta, pues la condesa estaba llorando.
Detrás de Aline entró el diligente Jacques llevando una bandeja con vino y algo de comer. La señora de Plougastel escanció el vino a su huésped, quien, tras beber un trago de Borgoña, le enseñó sus manos sucias preguntándole si podía asearse un poco antes de empezar a comer.
Jacques se ocupó de llevarlo a otra habitación y, al volver, había desaparecido hasta el último vestigio de los malos tratos que el marqués había recibido. Ahora estaba como de costumbre: correctamente vestido. Se le veía sereno, solemne y elegante, aunque su cara estaba pálida y marchita como si súbitamente hubiera envejecido revelando su verdadera edad.
Mientras comía con gran apetito, pues no había comido nada en todo aquel día, contó en detalles los espantosos sucesos que vivió, incluyendo su fuga de las Tullerías, cuando vio que todo estaba perdido y los suizos, tras quemar sus últimos cartuchos, fueron destrozados por la furiosa multitud.
– ¡Oh, no pudimos hacerlo peor! -concluyó-. Fuimos débiles cuando teníamos que ser enérgicos, y enérgicos cuando ya era demasiado tarde. Eso resume nuestra historia desde el principio de esta maldita lucha. Nos faltó un líder, y ahora, como ya he dicho, ha llegado nuestro fin. Sólo nos queda escapar si es que encontramos la forma de hacerlo.
La señora se refirió a Rougane y a la cada vez más frágil esperanza que tenía de salir de París. Y esto disipó el pesimismo del señor de La Tour d'Azyr.
– Pues no debéis abandonar esa esperanza -aseguró-. Si ese alcalde está dispuesto, seguramente su hijo podrá hacer lo que os prometió. Pero anoche era demasiado tarde para que él regresara, y hoy, suponiendo que haya llegado a París, le habrá sido casi imposible llegar hasta aquí a través de las calles tomadas por el otro bando. Probablemente esté al llegar. Ruego a Dios para que así sea, pues desde ahora me tranquiliza saber que tanto vos como la señorita de Kercadiou estaréis a salvo.
– ¿Queréis venir con nosotras? -dijo la señora de Plougastel.
– ¡Ah! Pero ¿cómo?
– El joven Rougane dijo que traería tres salvoconductos: el de Aline, el de mi lacayo, Jacques, y el mío. Vos ocuparíais el lugar de Jacques.
– Os juro que con tal de salir de París, no hay hombre en el mundo cuyo lugar no ocuparía -dijo echándose a reír.
Esto los reanimó y la esperanza renacía, pero al caer la noche sin que llegara la ansiada liberación, sus ilusiones se evaporaron. El señor de La Tour d'Azyr, alegando cansancio, pidió permiso para retirarse, pues quería descansar un poco y estar en forma para lo que tuviera que afrontar en un futuro inmediato. Cuando el marqués salió del salón, la señora de Plougastel convenció a Aline para que también fuera a acostarse.
– Querida, te avisaré tan pronto llegue Rougane -dijo con entereza, sin dejar de fingir un optimismo que ya se había desvanecido por completo.
Aline la besó cariñosamente y salió aparentando la misma serenidad de la condesa, pero preguntándose si ésta se daría cuenta del peligro que se cernía sobre ellas, un peligro acrecentado hasta el infinito con la presencia en la casa de un hombre tan conocido y odiado como el señor de La Tour d'Azyr, a quien probablemente sus enemigos buscaban en aquel preciso instante.
Cuando se quedó sola, la señora de Plougastel se dejó caer en un sofá del salón, de donde no quiso moverse, pues quería estar preparada para cualquier contingencia. Era una calurosa noche de verano, y las vidrieras de las puertaventanas que daban al exuberante jardín estaban abiertas para que entrara el aire. El viento traía intermitentemente ruidos lejanos que demostraban a las claras que el populacho seguía activo, como si fuera la horrible resaca de aquel día sangriento.
Por espacio de una hora, la señora de Plougastel escuchó aquellas resonancias agradeciendo al Cielo que, al menos de momento, los disturbios tuvieran lugar tan lejos, pero sin dejar de temer que en cualquier momento se acercaran a su barrio, y convirtieran su casa en escenario de horrores semejantes a aquellos cuyo eco llegaba hasta sus oídos desde los distritos del sur y del oeste.
La condesa estaba a obscuras en el sofá, pues todas las luces del gran salón estaban apagadas, a excepción de las velas de un candelabro de plata maciza que estaba sobre una mesa redonda de marquetería situada en el centro de la estancia: una isla de luz en medio de la obscuridad.
El reloj que estaba en la repisa de la chimenea dio melodiosamente las diez, y entonces, de pronto, alarmante en su brusquedad, rompiendo el silencio, otro sonido vibró en toda la casa, haciendo que la dama se sobrecogiera con sentimientos encontrados de miedo y esperanza. Alguien aporreaba brutalmente la puerta de abajo. Tras unos minutos de angustiosa expectación, Jacques irrumpió en el salón. Miró a su alrededor sin ver al principio a su ama.
– ¡Señora, señora! -llamó jadeando.
– ¿Qué sucede, Jacques?
Ahora que era imperioso dominarse, la voz de la señora de Plougastel sonaba firme. Resueltamente salió de la sombra avanzando hasta la isla de luz alrededor de la mesa.
– Abajo hay un hombre. Pregunta por… quiere veros enseguida.