– ¿Un hombre? -preguntó ella.
– Sí… parece un oficial. Por lo menos lleva el fajín de oficial. Se negó a decirme su nombre. Dice que su nombre no os diría nada. Insiste en veros personalmente y ahora mismo.
– ¿Un oficial? -se extrañó la señora.
– Un oficial -repitió Jacques-. Yo no le hubiera dejado entrar, pero él ordenó que le abriera la puerta en nombre del pueblo. Señora, a vos os toca decir qué haremos. Robert está conmigo. Si queréis… haremos lo que sea…
– ¡No, Jacques, por Dios! -dijo ella de lo más tranquila-. Si ese hombre quisiera hacernos algún mal, no vendría solo. Traedle aquí, y decidle a la señorita de Kercadiou que venga también.
Jacques se alejó, más calmado. La señora de Plougastel se sentó junto a la mesa donde estaba el candelabro. Maquinalmente se arregló el vestido. Le parecía que su miedo debía ser tan pasajero como fútiles habían sido sus esperanzas. Como había dicho, si aquel hombre no viniera en son de paz, hubiera venido acompañado.
La puerta volvió a abrirse y reapareció Jacques. Detrás de él, apresuradamente, entró un hombre delgado tocado con un sombrero de ala ancha donde estaba prendida la escarapela tricolor. Ciñendo su casaca verde oliva, llevaba una faja de tela también tricolor. De su cintura colgaba una espada.
Se quitó el sombrero, y a la luz de las velas destelló la hebilla de acero que lo adornaba. El recién llegado contempló en silencio a la señora de Plougastel. Más que mirarla desde un rostro enjuto y moreno, aquellos ojos negros la escudriñaban con singular intensidad.
La dama se inclinó, y su rostro se inundó de incredulidad. Entonces sus ojos se iluminaron y el color volvió a sus pálidas mejillas. Súbitamente se puso en pie. Estaba temblando.
– ¡André-Louis! -exclamó.
CAPÍTULO XVI La barrera
André-Louis parecía haber perdido el don de la risa. Por primera vez no había aquel brillo risueño en sus ojos mientras escudriñaba a la dama. Sin embargo, aunque su mirada era sombría, sus pensamientos no lo eran. Con su implacable lucidez capaz de traspasar las meras apariencias, con su ilimitada capacidad para la observación imparcial -que adecuadamente aplicada hubiera podido llevarle muy lejos- percibía lo grotesco, lo artificioso de la emoción que en ese momento experimentaba. Un sentimiento que no quería que lo poseyera. Miraba a la señora de Plougastel consciente de que era su madre, como si el hecho más o menos accidental de que ella lo hubiera traído al mundo pudiera establecer entre ellos algún lazo real en aquel momento. La maternidad que da a luz al hijo y luego lo abandona, es inferior a la de los animales. André-Louis había pensado en esto durante las turbulentas horas que necesitó para cruzar una conmocionada ciudad donde había que moverse lentamente si uno no quería perder la vida.
Tuvo tiempo, pues, para llegar a la conclusión de que ayudar a la señora de Plougastel en aquellos momentos era un quijotismo puramente sentimental. Sabía que las condiciones impuestas por el alcalde de Meudon antes de entregarle los salvoconductos, ponían en peligro no sólo su futuro, sino tal vez hasta su propia vida. Sin embargo, decidió dar aquel paso, no en atención a la realidad, sino por consideración, él, que toda su vida se había guardado del señuelo de los inútiles y vacíos sentimentalismos.
En esa especie de desafío pensaba André-Louis mientras miraba con atención a la dama, pues era extraordinariamente interesante contemplar conscientemente a su madre, por primera vez, a la edad de veintiocho años. Por fin dejó de mirarla fijamente y, volviéndose a Jacques, que seguía esperando en la puerta, preguntó:
– ¿Podríamos hablar a solas, señora?
Ella le hizo una seña al lacayo para que se retirara, y la puerta se cerró. En emocionado silencio, sin preguntar nada, ella esperó a que le explicara su presencia allí a aquella hora de la noche.
– Rougane no podía venir -dijo escuetamente-. Y, a petición del señor de Kercadiou, he venido en su lugar.
– ¡Vos! ¡Habéis venido para salvarnos! -la voz de la señora de Plougastel expresaba más sorpresa que alivio.
– He venido a eso, y a conoceros, señora.
– ¿A conocerme? Pero ¿qué queréis decir, André-Louis?
– Esta carta del señor de Kercadiou os lo aclarará.
Intrigada por sus palabras y por la extraña conducta del joven, ella cogió la carta. Rompió el sello. Y con manos temblorosas, acercó la misiva al candelabro. A medida que leía, en su rostro se reflejaba el disgusto y sus manos temblaban cada vez más. Al llegar a la mitad de la carta, se le escapó un gemido. Ella le lanzó una mirada casi de terror a André-Louis. Pero él permaneció increíblemente impasible al borde del halo de luz que arrojaba el candelabro, y le indicó que siguiera leyendo. La letra del señor de Kercadiou, de suyo indescifrable, se distorsionaba ahora más ante los ojos de la dama. No podía seguir leyendo. Además, ¿qué podía importar lo que dijera el resto de la carta? Con lo que había leído era suficiente. La hoja de papel cayó de sus manos sobre la mesa, y un rostro pálido como la cera se levantó melancólicamente para mirar a André-Louis con indescriptible tristeza.
– Entonces, ¿lo sabes todo, hijo mío? -susurró.
– Sé que la señora es mi madre.
La severidad, la sutil mezcla de despiadada burla y reproche con que pronunció esa frase no hizo mella en la señora de Plougastel. Volvió a pronunciar el nombre de su hijo. Para ella, en aquel momento, el tiempo y el mundo se habían detenido. El peligro que corría en París, como esposa de un intrigante instalado en Coblenza, había desaparecido junto con todas las demás consideraciones. Sólo pensaba en el hecho de que su único hijo ya la conocía, aquel hijo del adulterio, nacido furtiva y vergonzosamente en un remoto pueblo de Bretaña, hacía veintiocho años. Nada pudo distraerla en aquel instante supremo, ni tan siquiera la conciencia de que su inviolable secreto había sido traicionado o las consecuencias que eso pudiera acarrear.
Dio un par de pasos vacilantes hacia André-Louis. Abrió los brazos, y se le anudó la voz al decir:
– ¿No me das un abrazo, André-Louis?
Por un momento, él titubeó, sorprendido por aquel gesto maternal, casi irritado por la respuesta de su corazón, donde los sentimientos luchaban a brazo partido con la razón. Su razón le decía que aquello era irreal, pero la emoción que ella demostraba y que él experimentaba era fantástica. Y se dejó llevar. Ella lo abrazó y su húmeda mejilla oprimió fuertemente la de André-Louis, que sentía cómo aquel cuerpo, que conservaba su gracia a pesar de los años, se estremecía en una tormenta de pasión.
– ¡Oh, André-Louis, hijo mío, no sabes cuánto he anhelado este abrazo! ¡Si supieras cuánto he sufrido negándomelo a mí misma! Kercadiou no debió decírtelo nunca, ni siquiera ahora. Era un mal para nosotros dos, quizá más para ti. Hubiera sido mejor dejarme abandonada a mi destino, cualquiera que fuera. Y, a pesar de todo, cualesquiera que sean las consecuencias, poderte abrazar, saber que ya me conoces, oírte llamarme madre, ¡oh, André-Louis!, eso es algo de lo que no puedo arrepentirme. No podía… no podía ser de otra manera, aunque ya no sea un secreto.
– ¿Y por qué tiene que dejar de ser un secreto? -preguntó él, despojándose de su estoicismo-. Nadie tiene que saberlo. Esto es sólo por esta noche. Esta noche somos madre e hijo. Mañana cada uno volverá a ocupar su lugar y, al menos en apariencia, olvidaremos lo sucedido.
– ¿Olvidar? ¿No tienes corazón, André-Louis?
Esta pregunta volvió a recordarle su actitud ante la vida, esa actitud histriónica que para él era la verdadera filosofía. También recordó la situación en que se encontraba, y comprendió que no sólo él debía sobreponerse, sino también ella, ya que dejarse llevar por las emociones, en aquellas circunstancias, podía ser desastroso para todos.
– Eso me lo han preguntado tantas veces que estoy por creer que es verdad -dijo-. Mi pasado tiene la culpa.