– Pero es que tú no sabes, André-Louis… -la señora de Plougastel le hablaba ahora con indescriptible angustia y se acercó a su hijo cogiéndolo por un brazo-. Por el amor de Dios, André-Louis, sé clemente con él. ¡Tienes que serlo!
– Pero, señora, eso es lo que estoy haciendo. Estoy siendo mucho más clemente de lo que él merece. Y él lo sabe. El destino ha entreverado de una forma curiosa nuestras vidas hasta hacernos coincidir aquí esta noche. Es como si el destino le obligara a recibir el castigo que merece. Pero por vuestra seguridad, no aprovecho esta ocasión única que el azar me ofrece, siempre y cuando él haga inmediatamente lo que le ordeno.
Desde el otro lado de la mesa, el marqués habló fríamente mientras su mano derecha se deslizaba bajo los faldones de su gabán.
– Me alegro, señor Moreau, de que adoptéis ese tono conmigo. Me ahorráis hasta el último escrúpulo. Acabáis de hablar del destino, y estoy de acuerdo con vos en que ha obrado de un modo extraño en nuestras vidas, aunque quizá no con el final que suponéis. Durante años os habéis cruzado en mi camino, siempre estorbando y frustrándolo todo, siempre sobre mi cabeza como una espada de Damocles. Incesantemente habéis amenazado mi vida, primero indirecta y luego directamente. Vuestro entremetimiento en mis asuntos ha arruinado mis más queridas esperanzas, quizá con más eficacia de la que suponéis. Sois peor que una pesadilla. Y sois uno de los culpables de la situación desesperada en que me encuentro esta noche.
– ¡Un momento! ¡Escuchad! -dijo ardientemente la señora de Plougastel, como movida por una corazonada de lo que iba a venir-. ¡Gervais! ¡Esto es horrible!
– Horrible tal vez, pero inevitable -dijo el señor de La Tour d'Azyr-. Así lo ha querido él. Soy un hombre desesperado, el fugitivo de una causa perdida. Este hombre tiene la llave de mi salvación. Además, entre él y yo hay una cuenta pendiente.
Entonces sacó la mano de debajo del faldón del gabán y empuñaba una pistola. La señora de Plougastel chilló precipitándose hacia el marqués. Arrodillándose ante él, le sujetó el brazo, aferrándolo tanto que en vano el marqués trataba de librarse de su mano.
– ¡Thérése! -gritó-. ¿Estáis loca? ¡Queréis poner en peligro mi vida y la vuestra! Ese monstruo tiene los salvoconductos que son nuestra salvación. Su vida no vale nada.
Desde el fondo del salón, Aline, que presenciaba horrorizada la escena, habló rápidamente indicándole a su amado la única forma de escapar de aquel callejón sin salida.
– ¡Quema esos salvoconductos, André! ¡Quémalos enseguida, ahí, en las velas del candelabro!
Pero André-Louis se había aprovechado del breve forcejeo del marqués con la señora de Plougastel para sacar también su pistola.
– Creo que lo mejor será que le queme la cabeza abriéndole un agujero -dijo-. Separaos de él, señora.
Lejos de obedecer aquella orden imperiosa, la señora de Plougastel se levantó y cubrió con su cuerpo al marqués, pero sin dejar de agarrarle la mano para que no pudiera usar su pistola.
– ¡André! ¡Por el amor de Dios, André! -le imploró con voz ronca.
– ¡Apartaos, señora! -ordenó André-Louis de nuevo, más enérgicamente-. Dejad que este asesino reciba su merecido. Él ha hecho peligrar todas nuestras vidas, y ha perdido el derecho a vivir la suya por lo que ha hecho en todos estos años. ¡Apartaos!
Entonces dio un salto tratando de disparar por encima del hombro de la dama, y Aline corrió hacia él, pero era demasiado tarde.
– ¡André! ¡André!
Con la voz empañada, demudada, anhelante, casi al borde de la histeria, la afligida condesa puso al fin una eficaz y terrible barrera entre aquellos dos hombres que se odiaban a muerte, decididos a quitarse la vida uno al otro:
– ¡Es tu padre, André! ¡Gervais, es tu hijo… nuestro hijo! Lee esa carta… ahí, sobre la mesa. ¡Oh, Dios mío!
Y, enervada, cayó al suelo, y allí se quedó acurrucada, sollozando a los pies del señor de La Tour d'Azyr.
CAPÍTULO XVII Salvoconducto
Por encima del cuerpo de aquella mujer que lloraba -madre de uno y amante del otro- las miradas asombradas de los dos mortales enemigos se encontraron en medio de una curiosidad horrorizada que no admitía palabras. Aline permanecía al otro lado de la mesa, petrificada de espanto por aquella última revelación.
El señor de La Tour d'Azyr fue el primero en moverse. A pesar del desconcierto, recordó que la señora de Plougastel le había dicho algo acerca de una carta que estaba sobre la mesa. Lo que acababa de decir la condesa, hizo que avanzara resueltamente, sin miedo. Pasó tambaleándose por delante del hijo recién descubierto y cogió la hoja de papel que estaba junto al candelabro. Durante un instante que duró una eternidad, leyó sin que nadie le hiciera caso. Estupefacta y llena de conmiseración, Aline contemplaba a André-Louis mientras éste miraba, perplejo y fascinado, a su madre.
El señor de La Tour d'Azyr terminó de leer la carta y, en silencio, volvió a dejarla donde estaba. Reaccionando de forma natural en un hijo de aquel siglo artificioso, severamente educado en la supresión de las emociones, lo primero que hizo fue serenarse. Después volvió al lado de la señora de Plougastel, y se agachó para levantarla. -¡Thérése! -dijo.
Obedeciendo instintivamente, la dama hizo un esfuerzo para levantarse, dominándose a su vez. El marqués la condujo hasta el sillón que estaba junto a la mesa.
André-Louis los miraba enmudecido, aturdido, sin dar ni un paso para ayudar a levantar a su madre. Como en un sueño, vio al marqués inclinarse sobre la señora de Plougastel. Y como en un sueño, le oyó preguntar:
– ¿Cuánto hace que lo sabes, Thérése?
– Yo… siempre lo he sabido… siempre. Se lo confié a Kercadiou. Y una vez fui a verle, cuando era un niño. Pero eso ya no importa.
– ¿Por qué nunca me lo dijiste? ¿Por qué me engañaste diciendo que el niño había muerto pocos días después de nacer? ¿Por qué, Thérése? ¿Por qué?
– Tenía miedo. Pensé… pensé que así sería mejor… que sería mejor que nadie, ¡nadie!, ni siquiera tú, lo supiera. Y nadie, excepto Quintín, lo ha sabido hasta anoche cuando para inducirle a venir aquí y salvarme se vio obligado a decírselo a él.
– Pero ¿y yo, Thérése? -insistió el marqués-. Yo tenía derecho a saberlo.
– ¡Tenías derecho! ¿Y qué hubieras podido hacer? ¿Reconocerle acaso? ¿Y después, qué? ¡Ah! -la dama sonrió desesperada-. Había que pensar en mi esposo, yo tenía mi familia. Tú mismo habías dejado de quererme, pues el miedo a que se descubriera todo había apagado en ti el amor. ¿Por qué no te lo dije entonces? ¿Por qué? Tampoco te lo hubiera dicho ahora de haber encontrado otra manera de… de salvaros a los dos. Ya en cierta ocasión sufrí el mismo pánico, cuando os enfrentasteis en el Bois de Boulogne. A mi manera, iba a tratar de evitar aquel duelo cuando nuestros coches se encontraron. Con tal de evitar aquel horror, en última instancia, estaba dispuesta a revelar la verdad. Pero Dios, en su infinita misericordia, hizo que no fuera necesario.
Por increíble que pareciera aquella declaración, a ninguno de los presentes se le había ocurrido ponerla en duda. Incluso si así hubiera sido, estas últimas palabras disipaban cualquier duda, pues explicaban lo que hasta ese momento había permanecido oculto.
Vencido, el señor de La Tour d'Azyr se dejó caer en un sillón. Perdiendo por un momento el absoluto dominio de sí mismo, se llevó las manos al rostro. Por las abiertas puertaventanas del jardín llegaba el lejano redoble de un tambor recordándoles lo que ocurría afuera, en la ciudad. Pero aquel ruido pasó inadvertido para todos. Era como si cada uno de ellos estuviera enfrentado a un horror mucho mayor que el que atormenta- iba a París. Al fin, André-Louis habló en voz baja, con inexorable apatía: