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– ¡Le habéis matado! -gritó André-Louis.

– Por supuesto.

El marqués limpió la hoja del acero con su pañuelo de encajes. Cuando concluyó tan delicada tarea, manifestó:

– Ya le dije que tenía el peligroso don de la elocuencia.

Y se volvió para irse, dejando a André-Louis en libertad de interpretar su frase como quisiera. Sin soltar el cuerpo de su amigo que se desangraba, André-Louis llamó al aristócrata:

– ¡Vuelve, cobarde asesino, y remata tu obra asesinándome a mí también!

El marqués volvió el rostro, lleno de ira. Pero el señor de Chabrillanne le detuvo cogiéndolo por el brazo. Aunque había tomado parte activa en los hechos, ahora estaba un poco pálido. No tenía el valor del señor de La Tour d'Azyr y era mucho más joven.

– Vamonos -dijo-, su furia es natural. Eran amigos.

– ¿Has oído lo que me ha dicho? -preguntó el marqués.

– Nadie podrá negarlo, ni vos ni ningún otro hombre -replicó André-Louis-. Vos mismo acabáis de confesarlo al explicarme el motivo por el cual lo habéis matado. Porque le teníais miedo.

– Y si así fuera, ¿qué? -contestó el caballero.

– ¿Y lo preguntáis? Nada sabéis de la vida ni de la humanidad como no sea el modo de llevar elegantemente una casaca y de peinar vuestro cabello. ¡Oh, sí, y también blandir vuestras armas contra niños y sacerdotes! ¿Es que no tenéis sensibilidad, ni alma? ¿No comprendéis que es una cobardía matar a quien se teme, y doble cobardía matar de esta forma? Si le hubierais clavado un puñal por la espalda, por lo menos estaría a salvo el valor de vuestra vileza. Hubiera sido una vileza sin disfraz. Pero temiendo las consecuencias de un acto como éste, escondisteis vuestra cobardía bajo el pretexto de un duelo.

El marqués se libró de la mano de su primo y dio un paso hacia André-Louis, alzando ahora su espada como un látigo. Pero otra vez el caballero le detuvo.

– ¡No, no, Gervais! ¡Déjalo, por el amor de Dios!

– ¡Dejadle que venga, caballero! -gritó André-Louis con voz ronca-. Dejadle que remate en mí su cobardía.

El caballero de Chabrillanne soltó a su primo. El marqués avanzó con los labios lívidos y los ojos febriles hasta el jovenzuelo que tan abiertamente le insultaba. Y entonces se contuvo. Quizá de pronto se acordó del parentesco que el pueblo atribuía al señor de Gavrillac con aquel joven, así como del afecto que el noble le profesaba. Probablemente pensó que no le convenía tener problemas con el señor de Gavrillac, sobre todo ahora que la amistad de este caballero era para él tan importante. Sin embargo, le dolía retirarse después de haber sido ofendido en su dignidad.

Fuese lo que fuere, lo cierto es que el caballero se detuvo en seco, lanzó una incoherente interjección que era mezcla de ira y de desprecio, dio media vuelta y se alejó apretando el paso con su primo.

Cuando el posadero y su gente acudieron, encontraron a André-Louis abrazado al cuerpo de su amigo, murmurando apasionadamente al sordo oído del que yacía en sus brazos:

– ¡Philippe! ¡Háblame, Philippe! ¿No me oyes? ¡Oh, Dios mío! ¡Philippe!

Una mirada bastó para que todos comprendieran que ya no eran necesarios ni un médico ni un sacerdote. La mejilla que descansaba contra la de André-Louis tenía un color plomizo, los ojos aparecían vidriosos y un poco de espuma sanguinolenta asomaba en los labios entreabiertos.

Medio cegado por las lágrimas, André-Louis siguió, dando traspiés, el cuerpo de su amigo, que los otros llevaron a la posada. Ya arriba, en la habitación donde lo acostaron, se arrodilló junto al lecho y con la mano del muerto entre las suyas, juró con rabia impotente que el señor de La Tour d'Azyr pagaría muy caro lo que había hecho.

– Le temía a tu elocuencia, Philippe -dijo-. Si no obtengo la justicia que exijo por este asesinato, juro que me tomaré la justicia por mi mano, y lo que él temía de ti, tendrá que temerlo de mí. Temía que arrastraras a los hombres con tu verbo y que destruyeran el orden que a él le sostiene. Pues los hombres serán arrastrados, y tu elocuencia, y tus argumentos, y tus ideas serán la herencia que yo recibiré de ti. Haré míos todos tus pensamientos. Poco importa que yo crea o no en tu evangelio de la libertad. Lo conozco, palabra por palabra, y esto es lo que importa para nuestro propósito, el tuyo y el mío. Y si todo fallara, tus ideas hallarán expresión en mi lengua. Así al menos habremos frustrado su vil intento de acallar la voz que temía. No sacará ningún provecho de la sangre que mancha su alma. Mi voz le perseguirá más implacablemente de lo que hubiera hecho la tuya.

Este pensamiento le regocijó, calmándolo y atenuando su dolor, lo que le permitió orar muy bajito. Después su corazón tembló al pensar cómo Philippe, un hombre de paz, casi un sacerdote, un apóstol del cristianismo, iba a presentarse ante su Creador con el pecado de la ira en su alma. ¡Era horrible! Pero Dios vería lo justo de su cólera. En cualquier caso, aquel pecado no podía ensombrecer el amor que Philippe siempre había practicado, ni la noble pureza de su gran corazón. Después de todo, pensaba André-Louis, Dios no era un aristócrata.

CAPÍTULO V El señor de Gavrillac

Por segunda vez en aquel día, André-Louis fue al castillo, con presteza y sin preocuparse por los curiosos que le veían atravesar el pueblo ni por los murmullos de las gentes excitadas por el suceso del que había formado parte activa.

Bénoit -el viejo criado a quien grandilocuentemente llamaban «senescal»- lo condujo a la habitación de la planta baja que, también con grandilocuencia, recibía el nombre de biblioteca. Ciertamente la sala tenía algunos estantes donde dormían el sueño eterno algunos volúmenes maltratados, pero los útiles de caza -escopetas, reclamos, cuernos y cuchillos-aparecían allí más profusamente que los libros. Los muebles eran macizos, de roble intrincadamente tallado, y eran muy antiguos. Grandes vigas de madera cruzaban el alto techo pintado de blanco.

Allí estaba el robusto señor de Gavrillac paseándose inquieto cuando entró André-Louis. Ya estaba enterado de todo lo ocurrido en la posada El Bretón Armado. El señor de Chabrillanne acababa de salir de allí después de informarle debidamente, y el señor de Kercadiou confesó estar profundamente afligido y perplejo.

– ¡Qué pena me da! -exclamó-. ¡Qué pena! -repitió bajando la enorme cabeza-. ¡Un joven tan estimable y con un futuro tan prometedor! ¡Ah, ese La Tour d'Azyr es un hombre muy resentido en estas cuestiones! Quizá tenga razón. No lo sé. Jamás he matado a un hombre por una discrepancia de opinión. De hecho, nunca he matado a nadie. No está en mi naturaleza. Si lo hiciera, ya nunca más podría dormir tranquilo. Pero no todos los hombres somos iguales.

– La cuestión, querido padrino, consiste en qué debemos hacer ahora -comentó André-Louis con aplomo, pero intensamente pálido.

El señor de Kercadiou le miró de hito en hito:

– ¿Qué diablos quieres que hagamos? Según he oído, Vilmorin abofeteó al marqués.

– Después de haber sido groseramente provocado por él.

– Igual que tu amigo lo provocó con su lenguaje revolucionario. El pobre tenía la cabeza llena de esas tonterías de los enciclopedistas. Eso les pasa a los que leen demasiado. Yo nunca me he preocupado mucho por los libros, André, ni he visto que del estudio salga otra cosa que problemas. Inquieta a los hombres, les complica la existencia, y destruye la sencillez, que es la única fuente posible de la paz y la felicidad. ¡Ojalá este desdichado asunto te sirva de aviso, querido André! También tú te has ido aficionando a esas especulaciones filosóficas que quieren trastornar el orden social. Ya ves lo que sale de ahí. Un joven fino, estimable, hijo único, y además de una viuda, se olvida de sí mismo, de su posición, de su deber para con su madre. Se olvida de todo, y se deja matar de esa manera. Es muy triste. Te juro por mi alma que es muy triste.