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Se inclinó, y cogiendo la mano de la señora de Plougastel, dijo con un nudo en la garganta:

– Adiós, Thérése.

Se había acabado su férreo dominio sobre sí mismo. Sin avergonzarse ante los presentes, ella le abrazó. Las cenizas del muerto idilio habían sido profundamente removidas aquella noche y algunos rescoldos brillaron antes de apagarse por completo. Sin embargo, ella no hizo nada para detenerle. Comprendía que su hijo había señalado el único camino posible y prudente, y agradecía que el señor de La Tour d'Azyr lo hubiera aceptado.

– ¡Anda con Dios, Gervais! -murmuró-. No olvides llevar el salvoconducto y… hazme saber que estás a salvo en algún lugar.

Él sostuvo el rostro de Thérése un momento entre sus manos. Entonces lo besó muy tiernamente, y se separó de ella. Erguido, y en apariencia tranquilo, se volvió a André-Louis, que le tendía una hoja de papel.

– Es el salvoconducto. Tomadlo, señor. Es el primero y el último regalo que puedo ofreceros: el regalo de la vida. De este modo, en cierto sentido, estamos en paz. No es una ironía mía, señor, sino del destino. Tomadlo y que la paz de Dios os acompañe.

El señor de La Tour d'Azyr tomó el documento. Sus ojos miraban ansiosamente el delgado rostro que estaba frente a él, mirándolo severamente. Metió el papel en la pechera del gabán, y entonces, abruptamente, tendió la mano. Los ojos de su hijo le interrogaban.

– Haya paz entre nosotros, en nombre de Dios -dijo el marqués con voz apagada.

La piedad acabó imponiéndose en André-Louis. Algo de la austeridad de su rostro desapareció mientras suspiraba:

– ¡Adiós, caballero!

– Eres duro -repitió su padre entristecido-. Pero tal vez tengas derecho a serlo. En otras circunstancias, me hubiera sentido orgulloso de tener un hijo como tú. Sea como sea… -se interrumpió bruscamente, y agregó-: Adiós.

Soltó la mano de su hijo y dio un paso atrás. Los dos hombres se saludaron con una inclinación. Entonces el señor de La Tour d'Azyr hizo una reverencia ante Aline, en medio de un silencio que contenía algo así como una definitiva renuncia. Y luego salió del salón, y de sus vidas, para siempre. Unos meses después se supo que estaba al servicio del emperador de Austria.

CAPÍTULO XVIII Salida del sol

Al otro día por la mañana, André-Louis tomaba el fresco en la terraza de la residencia de Meudon. Era muy temprano y el sol acaba de salir transformando en diamantes las gotas de rocío que aún alfombraban el césped. Allá abajo, en el valle, a unas cinco millas de distancia, la neblina matinal se levantaba sobre París. A pesar de ser tan temprano, en la casa de la colina, ya todos estaban despiertos, atareados en los preparativos de un viaje inminente.

André-Louis había salido la noche anterior de París con su madre y con Aline, y ahora debían partir todos hacia Coblenza.

André-Louis se paseaba despacio de acá para allá. Nunca en su vida había tenido tanto en qué pensar. Así que caminaba con las manos cruzadas a la espalda y mirando al suelo cuando, de pronto, vio aparecer a Aline a través del cristal de la puerta de la biblioteca.

– ¡Qué temprano te has levantado! -le saludó la joven.

– Sí, ni siquiera he dormido. Pasé la noche sentado junto a la ventana, pensando.

– ¡Mi pobre André!

– En efecto. Realmente soy muy pobre porque no sé ni comprendo nada. No hay nada más calamitoso que no comprender una situación. Entonces… -dijo levantando las manos y dejándolas caer otra vez. Aline observó su rostro y vio que estaba ojeroso y trasnochado.

Aline paseó junto con él a lo largo de la balaustrada cubierta por el manto verde y rojo de los geranios.

– ¿Ya has decidido lo que vas a hacer? -le preguntó ella.

– He decidido que no tengo elección. Así que tengo que emigrar también. Por suerte, eso es aún posible, del mismo modo que fue una suerte que ayer, en el caos de París, no encontrara a nadie a quien presentarme, como estúpidamente pensaba hacer, en cuyo caso no tendría esta arma poderosa -y sacó de su bolsillo el poderoso pasaporte de la Comisión de los Doce: un documento que ordenaba a todos los franceses que prestaran ayuda a su portador en lo que fuera necesario, advirtiendo, de paso, que los que le crearan dificultades, corrían el riesgo de perder la vida-. Con esto podré conduciros a todos y pasar la frontera con seguridad. Al otro lado de la frontera, la señora de Plougastel y el señor de Kercadiou tendrán que conducirme a mí, y así estaremos en paz.

– ¿En paz? -preguntó ella-. ¡Pero no podrás regresar!

– Por supuesto que no, de ahí mi impaciencia por partir cuanto antes. Dentro de dos o tres días empezarán las pesquisas. Empezarán a preguntarse qué ha sido de mí. Por fin se sabrá todo. Y entonces empezará la cacería. Pero entonces ya estaré tan lejos que no podrán perseguirme. ¿Crees que yo podría darle al gobierno una explicación satisfactoria de mi ausencia, suponiendo que haya algún gobierno al cual dar explicaciones? -¿Eso quiere decir que… que vas a sacrificar tu futuro, esa carrera que habías emprendido? -preguntó pasmada.

– Tal como están las cosas, no hay aquí ninguna carrera para mí, por lo menos no una carrera honrada. Y espero que no pienses que puedo convertirme en un hombre deshonesto. Ésta es la hora de los Danton, de los Marat, la hora de la chusma que tomará las riendas del gobierno, embriagada por la vanidad que los Marat y los Danton han infundido en ese populacho. Esto sólo puede conducir al caos y al despotismo más brutal. Pero no podrá durar, porque una nación gobernada por esos elementos se marchita y decae.

– Yo creía que eras republicano -dijo ella.

– Claro que lo soy, y hablo como republicano. Yo sueño con una sociedad que escoja a los mejores entre todas las clases, y que niegue a cualquier clase o corporación -ya sean los nobles, el clero, los burgueses o el populacho- el derecho exclusivo a detentar el poder. Cuando gobierna una sola clase, es fatal para todos. Hace dos años parecía que habíamos realizado nuestro ideal. El monopolio del poder le había sido arrebatado a la clase que durante tanto tiempo y tan injustamente lo había ejercido gracias al ya inútil derecho hereditario. Habíamos repartido el poder equitativamente en el Estado, y si los hombres se hubieran contentado con llegar hasta allí, todo hubiera ido bien. Pero nuestro ímpetu nos llevó demasiado lejos, mientras las clases privilegiadas nos provocaban con su oposición, y el resultado es el horror que vimos ayer, y eso es sólo el principio. ¡No, no! -concluyó-. Aquí sólo podrán hacer carrera en Francia los hombres venales, los oportunistas, pero nadie que se respete a sí mismo. Ha llegado la hora de partir. Y no hago ningún sacrificio al hacerlo.

– Pero ¿adonde irás? ¿A qué te dedicarás?

– Oh, haré cualquier cosa. Piensa que en sólo cuatro años he sido abogado, político, espadachín y bufón, especialmente esto último. Siempre habrá un lugar en el mundo para Scaramouche. Además, ¿no sabes que, a diferencia de Scaramouche, en esto he sido previsor? Soy propietario de una pequeña hacienda en Sajonia. Creo que la agricultura me vendrá bien.

Es una ocupación contemplativa, y digan lo que digan, yo no soy un hombre de acción. No tengo las cualidades para serlo.

Ella le contempló con sus risueños ojos azules.

– ¿Es que hay algo para lo que no tengas cualidades? Me asombraría.

– ¿Realmente piensas eso? Sin embargo, no puedes decir que haya tenido éxito en ninguno de los papeles que he interpretado. Porque al final siempre tengo que huir. Ahora huyo de la próspera academia de esgrima, que llegará a ser propiedad de Le Due. Eso me pasa por haberme metido en política, cosa de la cual también huyo ahora. Realmente en lo que siempre me he destacado es en el arte de la fuga. Y ése es también un atributo de Scaramouche.