Antonio Tabucchi
Se está haciendo cada vez más tarde
Novela en forma de cartas
Traducción de Carlos Gumpert
Título de la edición originaclass="underline" Si sta facendo sempre più tardi. Romanzo in forma di lettere
© Giangiacomo Feltrinelli Editore Milán, 2001
Este libro está dedicado a mi amigo Davide Benati, que mira, comprende y transforma en color
Avanti, ‘ndrè
avanti, ‘ndrè
che bel divertimento.
Avanti, ‘ndrè
avanti, ‘ndrè
la vita è tuna qua. [1]
(Estribillo de una canción popular)
Un mensaje en medio del mar
Querida mía:
Creo que el diámetro máximo de esta isla no supera los cincuenta kilómetros como mucho. Hay una carretera costera que la rodea en todo su perímetro, estrecha, a menudo al borde del acantilado, otras veces llaneando por costas yermas que desembocan en solitarias calitas de piedra bordeadas de tamariscos quemados por el salitre, en algunas de las cuales me detengo a veces. Precisamente desde una de ellas te estoy hablando, en voz baja, porque el mediodía y el mar y esta luz blanca te han hecho cerrar los párpados, tumbada aquí a mi lado, veo tu pecho que se alza al ritmo pausado de la respiración de quien está durmiendo y no quiero despertarte. Cómo les gustaría este lugar a ciertos poetas que conocemos, porque es tan parco, esencial, hecho de piedras, montañitas yermas, zarzas, cabras. Hasta se me ha ocurrido pensar que esta isla no existe, y que si la he encontrado es sólo porque me la estaba imaginando. No es un lugar, es un agujero: de la red, quiero decir. Hay una red en la que parece ya imposible no quedar atrapados, y es una red de arrastre. En esa red yo insisto en buscar agujeros. Ahora casi me había parecido oír tu risita irónica: «Hala, ya estamos otra vez.» Pero no, tienes los párpados cerrados y no te has movido. He debido de imaginármelo. ¿Qué hora será? No me he traído el reloj, que por lo demás aquí es totalmente superfluo.
Pero te estaba describiendo este lugar. Lo primero en lo que nos hace pensar es en lo excesivo que es el exceso que nuestro tiempo nos ofrece, al menos a nosotros que por suerte estamos en la parte mejor. En cambio, mira las cabras: sobreviven con casi nada, se comen incluso los espinos y lamen hasta la sal. Cuanto más las miro, más me gustan las cabras. En esta playita hay siete u ocho que deambulan entre las piedras, sin pastor, probablemente pertenezcan a los dueños de la casita donde me he detenido a mediodía. Hay una especie de café bajo un cañizal donde se pueden comer aceitunas, queso y melón. La viejecilla que me ha servido estaba sorda y he tenido que gritar para pedir esas pocas cosas, me ha dicho que su marido estaba a punto de llegar, pero a su marido no lo he visto, quizá sea una fantasía suya, o puede que yo no haya entendido bien. El queso lo hace ella con sus manos, me lo ha traído al patio de la casa, una explanada polvorienta rodeada por un muro de piedra repleto de cardos donde está el redil de las cabras. Le he hecho un gesto poniendo la mano en forma de hoz, como diciéndole que tendría que cortar los cardos, porque pinchan y uno tropieza con ellos. Ella me ha contestado con un gesto idéntico, pero más decidido. Quién sabe lo que habrá querido decir con esa mano que cortaba el aire como una hoja. Junto a los establos, la alquería se prolonga en una especie de cantina excavada en la piedra, donde ella fabrica su queso, que no es más que un requesón salado curado en la oscuridad, con una costra rojiza de guindilla. Su obrador es un cuarto excavado en la piedra, fresquito, gélido, diría yo. Hay un recipiente de granito donde pone la leche a cuajar y una tina donde trabaja el suero, en un tablero rugoso e inclinado sobre el que amasa el cuajo como si fuera ropa en el lavadero, estrujándolo para que salga toda el agua; y después lo introduce en dos moldes donde se deja para que se endurezca; son moldes también de madera, que se abren y se cierran con una especie de presilla, uno es redondo, y eso es lo normal, mientras que el otro tiene forma de as de picas, o por lo menos así me lo ha parecido a mí, porque recuerda el palo de nuestras barajas. He comprado un queso entero y hubiera querido el de forma de as de picas, pero la vieja me lo ha negado y he debido conformarme con el redondo. Le he pedido una explicación y no he obtenido más que gruñidos guturales y desagradables, estridentes casi, acompañados de gestos indescifrables: se acariciaba la circunferencia del vientre y se tocaba el corazón. Quién sabe, tal vez quisiera indicar que ese tipo de queso está reservado únicamente para ciertas ceremonias esenciales de la vida: el nacimiento, la muerte. Pero, como te iba diciendo, tal vez sea sólo una interpretación de mi fantasía, que a menudo se lanza al galope, como sabes. En cualquier caso, el queso es exquisito, entre estas dos rebanadas de pan oscuro que estoy comiéndome, tras haber vertido encima un chorrito de aceite de oliva, que aquí nunca falta, y un par de hojas de tomillo, que sirve de condimento a cualquier plato, desde el pescado al conejo silvestre. Hubiera querido preguntarte si tú también tenías apetito, mira, es exquisito, te he dicho, es algo irrepetible, dentro de poco también habrá desaparecido en la red que nos va envolviendo, para este queso no hay agujeros ni vías de escape, aprovecha. Pero no quería molestarte, era tan plácido tu sueño, y tan adecuado, y he preferido callar. He visto pasar un barco en la lejanía y he pensado en la palabra que te estaba escribiendo: barco. De La Habana ha llegado un barco cargado de…, a ver si lo adivinas.
He entrado en el mar muy muy despacio con una sensación pánica, como el lugar requería. Mientras entraba en el agua, con los sentidos dispuestos para lo que el sol del mediodía y el azul y la sal marina y la soledad suscitan en un hombre, he oído una risita irónica tuya a mis espaldas. He preferido no hacerle caso y he avanzado en el agua hasta que casi me cubría el ombligo, esa estúpida está fingiendo que duerme, he pensado, me está tomando el pelo. Como un desafío he seguido avanzando, y también por desafío, pero para hacerte burla además, me he dado la vuelta de repente, exhibiéndome en mi desnudez. ¡Ole!, he gritado. No te has movido ni un milímetro, pero tu voz me ha llegado con toda claridad y sobre todo tu tono, que era sardónico. ¡Muy bien, felicidades, parece que sigues estando en forma!, ¡pero la playa de la Miel era hace veinte años, ha pasado un montón de tiempo, ten cuidado, no sea que todo acabe en un gatillazo marino! La frase era bastante venenosa, debes admitirlo, dirigida a alguien que entraba en el agua jugando a ser un maduro fauno, me he mirado, he mirado el azul a mi alrededor y jamás metáfora me ha parecido tan apropiada, y la sensación del ridículo me ha invadido y con ella cierto estupor, como una desorientación y una especie de vergüenza, de modo que me he puesto las manos delante para taparme, insensatamente, visto que frente a mí no había nadie, sólo mar y cielo y nada más. Y tú estabas lejos, inmóvil en la playa, demasiado lejos para haberme susurrado esa frase. Estoy oyendo voces, he pensado, es una alucinación sonora. Y por un instante me he sentido paralizado, con un sudor gélido por el cuello, y el agua me ha parecido de cemento, como si hubiera quedado atrapado en ella y estuviera a punto de asfixiarme emparedado para siempre, como una libélula fósil atrapada en un bloque de cuarzo. Y con dificultad, paso a paso, sin darme la vuelta, he procurado librarme del pánico que ahora se había apoderado verdaderamente de mí, ese pánico que te hace perder los puntos cardinales, he retrocedido hasta la playa donde por lo menos sabía que en todo caso estabas tú como punto de referencia, ese seguro punto de referencia que siempre me has dado, tumbada sobre una toalla al lado de la mía.
Pero con todo esto me he ido por las ramas, como se suele decir, porque si no me equivoco te estaba hablando de la isla. Veamos: si a ojo de buen cubero tiene un diámetro de apenas cincuenta kilómetros, para mí no hay aquí más de un habitante cada diez kilómetros cuadrados. Así que muy pocos, la verdad. Tal vez sean más las cabras, mejor dicho, estoy seguro de ello. El único bien que la tierra produce, aparte de moras e higos, son melones, allí donde el terreno pedregoso se vuelve arenoso, de una arena amarillenta donde los habitantes cultivan melones, sólo melones, pequeños como pomelos y muy dulces. Los campos de melones están separados entre sí por arbustos de una vid que parece casi silvestre y que crece en cavidades excavadas en la arena para que no las queme el salitre y en la cavidad pueda recogerse el rocío nocturno, que debe de ser el único sustento para sus raíces. De la uva se obtiene un vino rosado oscuro, de alta graduación, creo que constituye la única bebida de la isla, aparte de las infusiones de hierbas silvestres que se beben en abundancia, incluso frías, y que son amargas pero muy aromáticas. Algunas son amarillas, porque hay una especie de azafrán espinoso que florece entre los guijarros y que parece una alcachofa plana; y esa bebida provoca una fuerte ebriedad, bastante mayor que la del vino, y está reservada a los enfermos y a los moribundos. Después de una sensación de insólito bienestar, te quedas dormido largo rato, y cuando despiertas no sabes cuánto tiempo ha pasado, tal vez un par de días, y no sueñas nada.