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Debéis comprender que os planteo el problema no sólo porque en este momento he adoptado una posición fetal que me parecía más confortable y, si así puede decirse, más protectora, además de extremadamente adecuada para regresar al vientre terrestre del que salimos; y no por nada en la civilización minoica se hacían enterrar así: rodillas contra la barbilla y brazos que aferran las piernas dobladas, como un muelle listo para saltar al menor atisbo de eternidad, que es necesario arrostrar con la debida energía, porque no es asunto baladí. Os digo esto sobre todo porque antes de mi cuidadosa preparación fui a buscar a la biblioteca el De motu cordis que William Harvey escribió en 1628, y cuyo título completo suena así: Exercitatio anatomica de motu cordis et sanguinis in animalibus. A vos, queridísima Hemoglobina, el asunto no os parecerá tan pasmoso, pero yo me quedé de una pieza al aprehender que hubo que esperar hasta 1628 para que el hombre pudiera conocer con exactitud a través de qué exactos mecanismos su músculo cardiaco bombeaba ese extraño líquido rojo que circula en su interior y que constituye el alimento indispensable de su vida.

Vos sois una hematóloga de clara fama, amadísima Hemoglobina mía (perdonadme por seguir llamándoos así, como cuando éramos estudiantes), pero sospecho que en vuestro inmaculado laboratorio, bajo vuestro infalible microscopio, en los esterilizados portaobjetos que reposan a la adecuada temperatura en vuestras ascéticas vitrinas, la figura de William Harvey nunca ha obtenido su justa consideración. De modo que os lo presento yo, en esta carta mía, que os llegará mañana, ahora que el color de una estación que estuvo inflamada en otros tiempos, ha alcanzado probablemente el color de las hojas de la enredadera que rodea las ventanas de vuestro hermosísimo despacho: pasadas las llamas del otoño sobre las copas de los árboles, las hojas son ahora amarillas y caen como piedras. Piedras, piedras, pretty, pretty, nos susurrábamos escondidos bajo las sábanas, penumbra y colchón, ¡dejémonos de sol y de acero! ¿Y quién era yo? Pues el partisano Johnny, el hermoso partisano. Qué miras, mi hermoso partisano, qué miras, mi hermoso partisano; a tu hija estoy mirando, a lo más alto del monte me la lleeeevaré. [6] Y venga, a la carrera, pero también los partisanos envejecen, si no mueren jóvenes como el partisano Johnny. O como Marilyn. Pensadlo, si Marilyn no hubiera muerto tan joven y hermosa, ahora sería vieja y fea, y ¿quién se ocuparía de ella? ¿Que estoy cayendo en juegos de palabras? Pues sí, estoy cayendo en juegos de palabras. ¿Que me gustan los juegos de palabras? Pues sí, me gustan los juegos de palabras, llamados también calambures. Calma, calma, querido mío, calma, calma que aquí todo colma, cada palabra, al colmarse, cae sobre el suelo y se fractura, salpica, se convierte en una extraña estrella circular, pero qué curioso perímetro tiene esta palabra salpicada sobre el suelo, parece un fractal, porque está fragmentada, pobrecilla, es una fracción de nosotros que se fractura como se fracturan las olas en la playa que del vasto mar son francamente una fracción modestísima. Y monótona, sobre todo, monótona, ¿estáis de acuerdo? Así como es monótona esta lluvia incesante de gotas, clap, clap, ahora se hace así, como cuando aplaude el pato Donald. ¿Y qué hace una gota?, ¿qué hace una gota? Cavat lapidem, eso es lo que hace, para eso se han inventado los canalones, de lo que se trata es de no mojarse, en caso contrario no te queda más remedio que sacudirte el agua de encima como hacen los perros. Pregunta: ¿La vida también puede uno sacudírsela de encima? Por ejemplo, ayer vi a Natalino, que habría debido ser hombre de ufanas empresas y a quien en cambio todos llamaban Talino. Y él sabía que era un Talino incapaz de ufanas empresas, era una brizna de hierba al viento, una pajilla que temblaba ante la primera brisa de la vida. ¡Pobre Talino!, decíamos. Y, en cambio, si vieras en lo que se ha convertido: está verdaderamente irreconocible. Pero antes debo decirte dónde lo encontré, es decir, dónde me encontraba. Estaba tumbado bajo un árbol, un árbol inmenso. Y estaba en una estancia, probablemente un lugar ibérico, aunque allí no se puedan llamar estancias. Y, entonces, ¿cómo debo decir?, ¿una «propiedad»? Digámoslo así, quizá la palabra os guste más. En todo caso, era un lugar precioso, hasta el punto de que lo definiría como idílico. Mejor dicho, arcádico. Porque era un verano (no os debe parecer extraño, pero ayer era verano), mejor dicho, a finales de verano, ya que los racimos de uva de esas vides enredaderas empezaban a estar madurillos. Y con esos racimillos se hace un vinillo que no te cuento. ¿Tinto?, ¿verde?, ¿verdicchio? [7] Veredicto. Bien dicho, señora, veredicto, si me permitís el juego de palabras, veredicto, la sentencia es justa, señor juez auxiliar. El jurado popular da su aprobación, vaya pues por «propiedad», mejor dicho, ¿sabéis lo que os digo?, campiña. Sí, estaba en una «campiña», aunque no puedo decir en «mi» campiña, porque por lo general es más justo así, cuando hay un adjetivo posesivo, entonces de la mencionada campiña quiere decirse que es una propiedad. Como Titiro recubaba, [8] y me sentía feliz, porque al fondo del prado discurría un arroyuelo y percibía su chapoteo entre los cañizales. Un poco más allá había una era redonda de una preciosa piedra ruda y lisa de cuánto la habían alisado durante siglos los pies descalzos de los campesinos y las varas escardadoras de las mazorcas. Y junto a la era, un bonito granero con el tejado de paja, como se ven en Cantabria. Y en aquella paz campestre, mientras las ranas croaban y las cigarras cantaban, que es lo que tienen que hacer las ranas y las cigarras, bajo aquella encina majestuosa mi cuerpo sintió cómo le invadía una paz inusual, apenas tuve tiempo de decirme a mí mismo: ah, qué paz, cuando abrí y volví a abrir los ojos y me di cuenta de que aquel árbol poderoso era Natalino. ¡Natalino!, ¡Natalino!, exclamé, estás aquí hecho un árbol, así que te convertiste en planta sin decírselo a nadie, ni siquiera Ovidio se lo imaginaría, querido Natalino mío, qué feliz soy de saberte árbol, y ¡qué árbol! Natalino me sonrió con complicidad, como sabía hacerlo él cuando jugábamos a las cartas, que ponía una sonrisilla que no entendía nadie, sólo yo, porque a la brisca formábamos siempre pareja. Pero quizá debiera haberme imaginado que te habrías convertido en encina, le dije, debiera haberlo comprendido en su momento, no por nada exigiste un ataúd de madera de encina, y qué bien te sentaba, aquel día en el que te acompañamos, mientras la banda ejecutaba el coro de Nabucco, alguien intentó taparte con un paraguas porque había empezado a llover y yo le dije: déjalo correr, bobillo, ¿es que no ves que Natalino es de encina? ¿Y sabéis, querida mía, lo que hizo entonces Natalino? Algo indescriptible. Se puso a mover todas sus hojas, vibraban una por una como instrumentos tocados por una música ignota, y qué adecuado me parecía mirarlo de abajo arriba cuando todos lo habían mirado siempre de arriba abajo, y ver cómo temblaba de amistad y del gusto de tenerme allí, bajo su sombra protectora y ancha. Me es difícil describiros la música del concierto que Natalino me ofreció con sus hojas, se parecía vagamente a un día que fuimos a aquella playa, en septiembre, y ya no había nadie, había quedado un mistral ligero que hacía temblar el cañizo de la cabaña donde comimos y donde hicimos el amor.

Y después abrí los ojos, y vi que estaba aquí, y que quizá fuera sábado, un típico sábado de pueblo, aunque fuera se agite la ciudad, una ciudad inmensa y mañana ni tristeza ni hastío nos traerán las horas, [9] porque pensé en la circulación de la sangre, en cómo pulsa dentro de nosotros, regular, paciente, durante años y años, y cuán necesario es interrumpir de una vez por todas esta respiración que nos hermana a todos en un aliento cósmico, adelante, atrás, adelante, atrás, con su eterna monotonía que escande la insensatez. Y he resuelto tomar las medidas necesarias contra el metrónomo que marca el ritmo de este sempiterno ballet. Basta. Porque, como ya ha sido dicho, el hombre que somos no ha sido hecho para vivir con un cerebro y sus órganos colaterales: médula, corazón, pulmones, vesícula biliar, sexo y estómago, no ha sido hecho para vivir con una circulación sanguínea.

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[6] Estribillo de una canción cantada por los partisanos italianos durante la invasión nazi de Italia, precedido de una alusión a la famosa novela de Beppe Fenoglio El partisano Johnny. (N. del T.)

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[7] Vino blanco típico de la región italiana de las Marcas. (N. del T.)

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[8] Latinismo (de recubo: estar recostado o tendido de espaldas), tomado del verso inicial de las Bucólicas de Virgilio: «Tityre, tu patulae recubans sub tegmine fagi» (Tú, Titiro, recostado a la sombra de un haya anchurosa). (TV. del T.)

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[9] Alusión deformada a unos versos del poema de Leopardi «El sábado en la aldea»: Diman tristezza e noia / Recheran l’ore (Mañana tristeza y hastío / Nos traerán las horas). (N. del T.)