Ya sé que estoy rompiendo un pacto. No nos veremos más, quedó escrito, y en cuanto a escribirnos, sólo en caso de extrema necesidad: contrato redactado por vos y firmado por ambos. Extrema necesidad es cierto que no tengo, porque la más extrema está ya aquí y vos no llegaríais a tiempo. Tengo sólo la extrema necesidad de escribiros esta carta. Os dejo adivinar entre tres porqués. Uno: porque no me gusta marcharme en silencio. Dos: porque no quiero escribir a aquella a quien tendría que escribir. Tres: porque he soñado con Natalino. ¿Tú cuál eliges?
Casta Diva
Arrebatados estaban mis sentidos, [10] oh, dama mía genticlass="underline"
Y su mano, como hoz de luna, te acariciaba el pelo. Hábil es su mano, acostumbrada a manejar la yugular de los corderos degollados, y con dedos enguantados, sutilísimos como el viento, sutura, sala o confía en el Eterno.
Estoy únicamente distribuyendo los papeles, oh, dama mía gentil, el inventor de este risible teatro esta noche me ha nombrado director. En esta ópera de cuatro cuartos, hecha de material de desecho, pobres fantasías, elucubraciones, nostalgias, rencores y zozobras, a mí me corresponde escoger música, escenografía, orquesta, coros e intérpretes. Te lo ruego, no pongas objeciones, como nadie puede objetar nada, sólo puedes resignarte, tú eres Norma, la Norma que yo quiero. Venga, no te pongas así, por favor, no protestes, te prometo que será un pastiche de esos que a ti te encantan. Tendremos sol raras veces y el resto es lluvia que nos moja, porque la lluvia moja, oh, dama mía gentil, empapa los huesos, y de los huesos llega hasta el alma, como esa humedad que poco a poco se infiltra e insinúa moho en las paredes y canicie en los hombres, pero mira, alégrate, ahora no llueve. Pero es invierno y nieva, y alrededor del refugio de montaña gira vertiginosamente la tormenta. ¿Consigues ver algo por el ventanuco de cristales empañados que da al valle? Yo no. El remolino nevoso crea una neblina espesa y gris, angustiosa. Oh, sí, naturalmente, te gustaría tener una visión clara, luminosa, que sin posibilidad de error te mostrara sobre la nieve las huellas de todos los pasos que has tenido que dar en tu vida para llegar hasta aquí. Imposible divisarlos, en cambio, pero, en el fondo, ¿qué importa, si aquí al calorcillo se está tan bien? Y al calorcillo de un refugio que la suerte nos ofrece, mientras ahí fuera gira vertiginosamente la tormenta de nieve, ¿qué hacemos? ¿Bebemos acaso un cuenco de caldo hirviendo? No, no te lo permito, no está bien. Son dos palabras horrendas, y este melodrama apenas esbozado no ha llegado todavía a sus partes más horrendas, si es que llega a haberlas. Procuremos por ahora mantener un mínimo de elegancia: al calorcillo de un refugio que la suerte te ha ofrecido, mientras ahí afuera revolotea la nieve, bebemos una «jícara de consomé». Así es como debe decirse. Detrás de ti, una figura está inmóvil en la sombra, apoyada contra una mesa. Las vestiduras blancas y el aire siniestro hacen pensar que se trata de un Sacerdote: ese Gran Sacerdote al mando de las tribus druídicas con sus mágicos poderes: láudano, agujas, morfina. Sí, es el hombre que realiza los sacrificios sobre las pulimentadas piedras de los dólmenes, saja las tripas de las cabras y esparce sus vísceras al viento. Él también, en la penumbra, ha levantado su cuenco de caldo en una suerte de enigmática libación. Pero ¡atención!, está surgiendo la luna, ¡mantengamos en el aire las jícaras! Más allá de ese ventanuco empañado por los alientos y por el tufo de las axilas, la Casta Diva vuelve hacia nosotros su hermoso semblante, sin nubes y sin velos. El Sacerdote, iba diciendo, es como si se hubiera bloqueado. Inmóvil en la sombra, el rostro sombreado por una barba azulada que ha descendido sobre las mejillas como un ala negra, de los labios finos gotean algunas gotas sobre las blancas vestiduras. En el sentido de que se está poniendo perdido. Si pudiera, oh, Norma, te haría cantar: «¡Ah, enjuga el consomé!» Pero sería demasiado hasta para una ópera como ésta. Por ahora no enjugues nada y tómate tu caldito en el refugio asediado por la tormenta. Yo, que he instruido esta especie de ópera como si instruyera un caso judicial demente, llegados a este punto no quisiera arriesgarme a enseñar el ábaco a las hormigas, como Pinocho, y prefiero encomendar el espectáculo a un auténtico director, a un profesional versado en todo tipo de experiencias, de esos que no miran a la boca a nadie, se trate de caldo o se trate de consomé. Paso, pues, el testigo y me retiro entre bastidores.
«Amabilísima señora, como usted sabrá, me ha sido encargado por el director del teatro dirigir esta ópera de la que es usted la intérprete principal. Espero que no me guarde rencor si decido desarrollar la trama a mi gusto, en una representación improvisada determinada por la situación, por el asedio de las circunstancias y por la presa del tiempo. Una representación improvisada, como usted sabe, se basa en la intuición como forma de conocimiento, en la rapidez de comprensión, en la suposición y en el cortocircuito. De usted exijo obediencia total, ejecución inmediata de cualquier orden mía, esfuerzo de cuerdas vocales que a usted no le faltan, velocidad de movimientos corporales, inmovilidad absoluta cuando la inmovilidad sea necesaria, que usted sabrá respetar con el auxilio de las técnicas orientales que conoce. ¿Podemos conservar la juventud abrazados durante el resto de nuestros días a una litera con olor a abeto? Esta seductora teoría ha sido propuesta por Stella Cometa, prestigiosa revista esotérica según la cual el bisturí debe hincarse en el muerto para poder despertarlo, pero es arriesgado hincar instrumentos en los cadáveres: el muerto es convocado por el metal, se despierta, emite gritos desgarradores en la noche. Así debe ser su forma de cantar en este espectáculo, amabilísima señora: como el grito estremecedor de un muerto que ha sido despertado por el bisturí. Usted posee todas las posibilidades vocales para ello, y es lo que le pido.»
El hombre que estaba escribiendo estas palabras cogió la batuta apoyada en el atril e hizo un gesto leve en el aire, como si convocara una música lejana, un piano secreto para interpretar un nocturno. Y como por arte de magia se oyó el fluir de un teclado en la lejanía, las luces se amortiguaron y en el telón de foro empezó a bajar una escenografía distinta del sucio ventanuco empañado por el que se divisaba la Casta Diva. Era una tela de color azulado, pero con un marco, una especie de enorme ventana que cubría todo el escenario, gracias a la cual, como en algunos cuadros de Magritte, lo de fuera parecía entrar en lo de dentro y anularlo. Y, en efecto, lo de dentro se disolvió en un instante, la materia se desvaneció en aquel azul como el humo de un cigarrillo y solamente quedó el aire, un amplio espacio de horizonte circular, el vacío que puede albergar cualquier cuerpo, cualquier situación, cualquier acción y movimiento ejecutado por aglomeraciones de átomos y de células. Con la punta de la batuta, el hombre ensartó un faldón de la luna y la levantó, hasta el centro de aquel azul, ventana inmensa que definitivamente había engullido en su interior todos los demás cuerpos materiales que obstaculizaban el espacio. ¡Qué extraña aquella batuta de director de orquesta que el hombre movía en el aire como una pluma que se mueve sobre una mesa mágica y traza visiblemente sus notas en el espacio! No era un Maestro quien movía la batuta, tal vez fuera un ilusionista, un saltimbanqui de paso o alguien que con un extraño truco era capaz de transformar las notas en signos visibles en el aire, y de dotarlos de color a su gusto. Tocó de nuevo a la Casta Diva, que, de amarillento patacón como luna apenas aparecida, se volvió lívida como cuando anuncia terremotos, maremotos y otras calamidades para los hombres. Tierno era su rostro, de luctuosa Proserpina que vive sólo en los Infiernos, y con su palidez enjalbegó de cal el alegre azul de la inmensa ventana, predispuso el vacío a su alrededor para algo lúgubre e inesperado, y cómo había cambiado la música, entretanto: se oyó el llanto de un oboe en la lejanía que dio paso al lamento monótono y obsesivo de un violonchelo con un intervalo de cuarta. Lora, llora, como llora el viento en el cañaveral, llora como la cigarra, cantó un coro que parecía provenir de las tripas de Proserpina, que ahora estaba hinchada como si estuviera preñada. ¿De quién eran aquellas voces dolientes, llenas de pena y de temor, que provocaban escalofríos y murmuraban: bravíos cual trigo por la guadaña segado?