La batuta se movió con una sacudida repentina como si ordenara un andante con brío. Dos sacudidas, dos azotes, dos incisiones en el vacío: y en lugar de la litera que antes ocupaba la escena dibujó dos piedras verticales que sostenían una piedra horizontal y lisa, un dolmen. Las voces del coro aumentaban en intensidad. La batuta golpeó rápidamente en la esquina de abajo a la derecha de aquel paisaje de nada, y el Sacerdote, con su túnica blanca, apareció por el telón de foro. ¿Qué estaba buscando, en aquel desierto? Lo mostró la batuta desplazándose rápida sobre la enorme mesa de piedra iluminada por la renacida diva hacia el órgano que había aparecido sobre el dolmen. Eran sin duda vísceras privadas del envoltorio humano o animal que antes las había albergado. Un tubo de cartílago frágil y blancuzco que terminaba en una gran judía rojiza, de la que se distribuían otros conductos cargados de vasos sanguíneos y de vasos linfáticos. Y que no llevaban a ninguna parte, porque el cuerpo, como queda dicho, estaba ausente. El Sacerdote blandía una daga cuya hoja refulgió bajo un rayo plateado. Se detuvo un instante, levantó un brazo hacia el cielo y con sus profundas cuerdas vocales de bajo potente, cantó: «Cuando salga la Luna, cuando salga voy a verte, no te quiero ver a oscuras y sin luz para quererte.»
La batuta recorrió en un abrir y cerrar de ojos el paisaje y se desplazó hasta la esquina opuesta. Escribió su música en el aire y apareció Norma, con andares solemnes y un velo en la cabeza. Llevaba en la mano un cesto de higos chumbos, y alrededor de su rostro, rociado de miel, danzaban abejas benignas cantando: «¡Qué corazón traicionaste, qué corazón perdiste, en esta hora horrenda, se te manifestará, un numen, un hado con más poder que tú, unidos nos quiso en vida y en muerte!»
«Norma, para qué te adelantas, Norma, dónde vas, mi alma», cantó una voz aislada que se había separado del coro. La batuta se movió sobre la boca de Norma, y ella, obediente, cantó: «Al corro de la patata, comeremos ensalada, lo que comen los señores, naranjitas y limones, achupé, achupé, sentadita me quedé.» Movió los brazos como una marioneta, a saltos, una marioneta que obedece a los hilos que la guían; y después, tomando más impulso de su robusto seno, como si alguien le hubiera dado un empujón haciendo que su pecho se inclinara hacia delante, cantó: «¡Higos chumbos!, ¿quién quiere comprar higos chumbos dorados? ¡Tienen espinas, pero dorados son!»
La batuta se desplazó hacia el Sacerdote, fustigando el aire. Y él, que había permanecido oscuro en la sombra, abrió la boca (tenía una boquita rosa, casi de niño, que desentonaba sobre su barba azulada) y cantó con voz poderosa de bajo: «¡Qué coooooñooooo, yo, yo los quiero!»
La batuta se movió como una mano que hace gesto de avanzar con los dedos. Pues entonces ven, dijo muda como las batutas de los directores de orquesta, que hablan en silencio, ven, es tu turno, y haz que se adelante también la prónuba, pero que permanezca en la penumbra para oficiar el rito, es una montañesa gorda y pecosa, de piel lechosa, y con las gafas cuadradas, demasiado años sesenta, y ya estamos mucho más avanzados en el tiempo, resultaría terriblemente démodée en este escenario de sacrificios humanos y de lunas célticas, pero tú ¿de qué tribu druídica eres, tan vigoroso a pesar de la edad?
Y así fue como avanzó el Sacerdote: silente, con sus instrumentos en las manos, y se acercó a la mesa de piedra del dolmen y… ¡ah, los milagros que pueden conseguirse con las luces, cuando el electricista sabe lo que se hace! El azul marino de aquel telón de foro que hacía de ventana a la nada, fuera ilusión o realidad, o conjugación de horizontes, ese azul marino se transformó en un azulito lechoso como el de las bombillas de los quirófanos, con una luz deslumbradora colocada justo sobre la piedra del dolmen. Y sobre aquella piedra de operaciones, mucho más de lo que hubiera pensado un conde maldito que escribía poemas horrendos, se encontraron un tubo digestivo, el instrumental quirúrgico y unos higos chumbos dorados. Higos que, entretanto, mientras el Sacerdote ejecutaba el sacrificio, Norma iba esparciendo a su alrededor, danzando garbosamente como las etéreas muchachas de los cuadros de los prerrafaelitas, vestida con una túnica transparente y celestina. Y cantaba: «Nunca el tremendo altar de víctimas estuvo falto»; y lo cantaba con la melodía de una cancioncilla que dice: Vente, vente, vente conmigo…
Oh, dama mía gentil, aquí debiera cerrarse esta opereta demente que el director quiso representar improvisando aquella noche. Pero, en realidad, continúa. Conozco su finaclass="underline" se evade de las bambalinas de ese risible teatro, cruza el paño de los telones de foro y los pobres cartones pintados para ilusión de los espectadores, atraviesa el espectáculo, la sala, el espacio, el tiempo, y toma la dirección que esa Proserpina de los Infiernos, disfrazada de Casta Diva, les había prometido. Y qué más da si el Sacerdote era un cirujano, un ingeniero de la seducción o un viejecillo alegre experto en triángulos escalenos: el orden de los factores no altera el producto. Y tú, en cualquier caso, eras tú.
Helos aquí, pues, montando sobre un monstruo de metal apoyado detrás del dolmen, un monstruo de acero reluciente que despide reflejos bajo los rayos de la luna. Él, con las manos todavía enrojecidas, acelera con el manillar haciendo tronar el motor. Ella, reclinada en el asiento posterior, le ciñe la cintura con un brazo. Y ¡adelante! El monstruo atronador enfila el paseo marítimo y después un túnel, donde la oscuridad de la noche es aún más oscura, y ella palpita, y canta: «Sí, hasta la hora extrema por compañera tuya me tendrás, mientras que junto al mío tu corazón sienta latir.» Y acerca el seno a la espalda del centauro, para que éste pueda sentir bien los latidos del corazón. [11] ¡Y qué temblor de carne da esa carne contra la carne! Porque ahora el tronco del centauro se ha convertido en un verdadero dorso de centauro, velloso como un animal salvaje, que más que pelo parece vello de jabalí. Y ella grita: ¡más deprisa!, ¡más deprisa!, ¡acelera, por favor! Y él acelera y ¡adelante!, atronando en la noche, mientras los túneles se suceden con raros desgarrones hacia lo abierto por los que se atisban fugazmente luces lejanas sobre el mar, y el rostro de Proserpina cada vez está más sonriente, cada vez más seductor.
Y entonces fue cuando el centauro, mientras la velocidad crecía, sintiéndose acariciar el vello de la espalda, abandonó con una mano el manillar, sujetándolo firmemente con la otra, y sus hábiles dedos, como hoz de luna, buscaron el vello de Norma y lo friccionaron. Fue el diapasón, ese mágico instante que tanto habían buscado. ¡Sí, sí, sí, te lo ruego, así, sigue, sigue! El túnel estaba acabando justo en ese momento y en el cielo abierto el rostro de Proserpina se abrió con una sonrisa de complicidad celestinesca, el monstruo de acero se separó de la tierra y voló derecho hacia el cielo subterráneo, para ellos que aullaban a horcajadas sobre aquel planeador que se había convertido definitivamente en la cama de la habitación nupcial, aquella cama inmensa como una plaza de toros donde tuvieron lugar partos y abortos, y menstruaciones solariegas y conyugales, y la libido rerum novarum. Un lugar hecho a propósito para ellos.