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El único testigo era un pelo, que quedó en el bidé.

He pasado a buscarte, pero no estabas

Querida, queridísima Querida:

Punto de arranque: había una vez un bosque. Y en medio del bosque había una villa. Y delante de la villa, un jardín. Y en el jardín, unos setos de boj plantados en forma de laberinto, a la italiana, y dos hermosas palmeras. Y bajo las palmeras, cuatro bancos de madera colocados respaldo contra respaldo, de forma que quien se sienta en uno no puede mirar a la persona que se sienta en el otro. ¿Qué?, ¿ya lo has entendido? Claro que lo has entendido, pero lo hacía sólo para darte el punto de arranque. Porque anteayer me llevaste tú a ese hermoso lugar para que permaneciera serenamente allí un rato, sólo un ratito, hasta el día siguiente, recuerdo que dijiste, o como mucho hasta el día siguiente del día siguiente, porque aquí descansarás, ya lo verás, se te pasarán los insomnios y también esa obsesión por ir de un lado a otro, no puedes seguir así, amor mío, vagando de un lado a otro, con esa obsesión por caminar sin sentido, algunos amigos tuyos te llaman el deambulante, tú no lo sabes pero te toman el pelo, me llaman por teléfono aunque sepan de antemano que no estás y me preguntan en tono irónico: ¿podría hablar con el deambulante? Si por lo menos hubieras aceptado la entrevista con el amigo de Sylvie, ¿qué más te daba ir a Zurich?, él estaba dispuesto a escucharte durante tardes enteras, y no por deber profesional sino realmente por amistad, él entiende bien a las personas como tú, hasta ha escrito un libro sobre casos como el tuyo.

Querida, queridísima Querida, lo hacía para darte el punto de arranque porque ayer, o quizá anteayer, partí de allí, precisamente de allí, de uno de esos dos estupendos bancos. Desayuné, te lo aseguro, puedes estar tranquila, aunque podría haberlo evitado, porque por lo general por la mañana sólo bebo café. Pero, palabra de honor, el buffet era irresistible. Sólo para que te hagas una idea: la mesa preparada bajo el mirador, con un mantel de lino bordado a mano con motivos populares en tono marrón, realmente bonito. Al principio de la mesa, para empezar, una ensaladera de yogur. El yogur es casero y lleva frutas del bosque frescas, recogidas el día anterior: fresitas, grosellas, frambuesas, que si además no te gustan en el yogur puedes degustarlas solas, porque hay yogur puro mientras que las frutas del bosque puedes degustarlas solas aderezadas con una cucharada de azúcar o de vino de Oporto, a tu gusto. Las copas son de cristal de Murano, no cabe duda, y no del montón, son objetos de época, me parece, cosas que hoy en día te costarían una fortuna, quizá incluso puede que en Viena te cuesten menos, sobre todo si las encuentras en la tienda de mi amigo Hans (los filamentos de colores en el interior del cristal son turquesa y dibujan delicadísimas ondas), pero mi amigo Hans tiene la tienda siempre cerrada en los últimos tiempos, quizá haya muerto, lo sentiría muchísimo. Junto al cuenco de frutas del bosque hay un cestillo de minúsculos bollos que una tela de cañamazo mantiene tibios. Es difícil resistirse a la tentación, te lo aseguro. Prefiero pasar por alto las mantequillas y mermeladas. Digo mantequillas porque hay de tres tipos, entre ellos una salada que hacen los campesinos en las montañas y que traen dentro de hojas de mimbre forradas de laurel, con un saborcillo que no te puedo describir. Las mermeladas son como las hacen por aquí, densas y de antiguas recetas, además de la de frutas del bosque, que obviamente es la especialidad, la que yo prefiero es la de limón, que en realidad está a medias entre la mermelada y la fruta escarchada, con una gelatina de azúcar en la que se adivina un sabor de kirsch, pero es sólo una sospecha.

En resumen, ese desayuno lo disfruté a base de bien, de principio a fin, acabando con un zumo de naranja y un café bien cargado. Después, dos caladas de pipa en el banco que te decía y ¡adelante! El pacto era éste, si no me equivoco, que tú pasabas a recogerme al día siguiente, o como mucho al día siguiente del día siguiente, lo que, echando cuentas, son tres días. Pues bien, yo respeté nuestros acuerdos, y me pareció incluso el doble. Hasta que ayer me dije la antigua frase: si la montaña no va a Mahoma, Mahoma irá a la montaña. Preparé mi fardo, que por lo demás como ya sabes es bien ligero, ahora más que nunca, y me marché tranquilamente. De la villa se puede salir con total libertad, porque la hermosa verja de hierro forjado se cierra solamente de noche. Y así comenzó mi viaje, que aquí te describo aunque lo conozcas bien, porque en sentido contrario es el mismo que recorrimos juntos cuando me acompañaste hasta aquí. Anda que te anda, anda que te anda, como se dice en los cuentos, porque naturalmente lo hice todo a pie, y debo decirte, mi queridísima Querida, que ir a pie me sentó estupendamente, porque hacía demasiados días que me limitaba apenas a unos cuantos pasos por ese estúpido jardín. Tú quizá te preguntes: pero ¿cómo has podido recorrer todo ese camino en un solo día? Pues bien, así es. Podría mentirte y jugártela con el tiempo, porque el recorrido es largo de verdad, largo largo, te lo aseguro, mi queridísima Querida, pero yo conseguí completarlo en sólo veinticuatro horas. Y desafiaría a un viejo amigo tuyo, que se empecinaba en que andaba más que yo, a hacer lo que he hecho, aunque ese Leporello, lo que es ahora, ya no podría hacerlo, porque tiene tierra en la boca. Pero no hay que excluir nunca nada, porque a veces hay quien se levanta y anda, no sería la primera vez.

En resumen, anda que te anda, escogí como primera etapa una pequeña ciudad costera. Fea, feísima, más bien horenda (lo escribo con una sola r porque no se merece dos). Allí, para que descansara un poco, me dieron un cuartito con una red de pescador en la pared, decorada con dos estrellas de mar. Para los habitantes de ese lugar debía de ser pintoresco, porque probablemente allí van siempre en verano alemanes y nórdicos amantes del mar. Pero las estrellas marinas no debían de estar secas del todo y apestaban a pescado podrido. La única ventaja es que ese terrible olor mantenía alejados a los mosquitos y por lo tanto no tuve problemas de zumbidos ni de picores, como nos ocurrió una noche (espero que te acuerdes) en una pensioncita de mala muerte donde nos detuvimos. Una pensioncita de chimeneas, no en el sentido de que tuviera chimeneas la pensioncita, sino el pueblucho en el que se hallaba, feúcho también, por cierto. En todo caso, si no te acuerdas da igual, porque se trataba de otro recorrido. Sea como sea, en el cuartito de las estrellas marinas pude descansar. Y después seguí mi camino. El único problema serio es que durante esa inefable parada me había entrado una fastidiosísima irritación en el glande. Perdona por los detalles poco elegantes: se trataba de minúsculos puntitos violetas que me aparecieron en la piel de repente, produciéndome ardor y picazón, aunque el glande no lo use y esté el pobre encapuchado tranquilo, como un fraile en procesión. Pero da igual.

La segunda parada la hice en un pequeño apartamentito cualquiera, de precio bastante ventajoso, la verdad, aunque con el dinero que llevaba en el bolsillo, ya sabes, más de un par de horas no pude quedarme. Pero por lo menos me hice un pediluvio relajante, era un apartamento vacío, sin tan siquiera un mueble, ¿no te parece extraño?, había sólo una guitarra apoyada contra la pared, y la estuve tocando durante algunos minutos, aunque no sepa tocar la guitarra, pero conozco los acordes, de modo que rasgué unos acordes, porque de la habitación de al lado llegaban unos vagidos y con unos acordes tal vez el pequeñín se quedara dormido. Canturreé: como antes, más que antes, te amaré, y mi vida, toda la vida, te daré. Y el vagido cesó. Se ve que al pequeño le hacía falta realmente una cancioncilla, y más yo no podía hacer. Oh, sí, ya sé que por los pequeños puede hacerse mucho más, pero yo supe solamente darle una cancioncilla: ¿crees que no sería suficiente? Y llegó el momento de marcharse.