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Anda que te anda, esperarás que te diga, dado que ya me conoces. Pues no, mi queridísima Querida. ¿No te había dicho que ese apartamento era algo extraño?, pues bien, salgo de la casa, cierro la puerta a mis espaldas y me hallo en una especie de desierto rocoso y ceniciento, con colinas peladas que no sabría cómo describirte, podría decir colinas como elefantes blancos, pero me temo que no te harías una idea, y además ya lo dijo alguien antes. Y un sol a pico, implacable, que habría hecho necesario un sombrero de ala ancha. Pensé: en este lugar inhóspito me desplomaré miserablemente por el suelo, exhausto, y los buitres roerán mis huesos y éstos permanecerán estúpidamente blanqueándose al sol como único testimonio de que un día alguien pasó por aquí. Pero la fortuna ayuda a los audaces: de repente a mi espalda oigo la voz de una niña, debía de ser minúscula, porque ni siquiera conseguía verla por mi espejo retrovisor, quiero decir mis gafas de cristales ahumados que inclinados con el debido arte me sirven para este propósito. Así pues, era una niña a ras de tierra, o quizá no fuera ni tan siquiera una niña, era sólo su voz, como el gato de Cheshire, y cantaba un estribillo a sus cabras. Tal vez fuera una pastorcilla invisible o del todo mental, como las de los trovadores, que aparecen y desaparecen mientras pasa el caballero, y eso me indujo a improvisarle una pastorela, probablemente algo ingenua, pero qué quieres que le haga, nunca he sido demasiado bueno en poesía, con las historias me las apaño mejor, pero porque no tienen rima, en las historias nada rima con nada y no hay metro que las escanda.

Me apetecería hablarte de mis historias, pero quizá no sea el momento, ya me entiendes, te estoy escribiendo a toda prisa desde tu casa y me he dado cuenta de que el arquitecto quiere marcharse y los obreros me miran con mala cara. Historias. O mejor dicho: mis historias. ¿Qué decir? A veces lo pienso y quisiera hablar de ello, pero después, en un instante, se me pasan las ganas, y de ese modo nunca te he hablado de ellas. Pero ahora, aunque de refilón, quisiera decirte no tanto lo que son, algo bastante difícil, sino más bien lo que no son. Qué se le va a hacer, pero, como sabes tú también, en negativo uno se explica mejor, o por lo menos yo siempre me he explicado mejor. Son historias sin lógica, lo primero. Entre nosotros, ya me gustaría vérmelas con el que ha inventado la lógica para cantarle las cuarenta. Y sin rima, sobre todo sin rima, donde una cosa nada tiene que ver con la otra, ni un trozo de historia con otro trozo de historia, y todo resulta así, igual que la vida, que no obedece a rimas, y cada vida tiene su propio acento, que es distinto del acento ajeno. Eventualmente alguna rima interna, pero ésas, vete a saber. En la villa de la que partí anteayer, mejor dicho, ayer, había un huésped con el que intimé un poco, mientras hablábamos en un banco bajo la palmera. Naturalmente, nos dábamos la espalda, con lo que acabé incluso con un poco de tortícolis. Era un joven astrofísico que había ido allí para descansar, porque es natural que el cosmos agote, piensa en lo que cansa levantarse por las mañanas, el universo ya ni digamos. Precisamente le pedí noticias sobre el universo, digo: ¿qué tal el universo infinito con el que usted se codea?, y él me sale: siento desilusionarle, mi querido señor, pero el universo no es infinito. Por un momento, te lo confieso, estuve a punto de indignarme. Pero ¿cómo?, pensé, ¿con todo lo que se ha leído y se ha pensado sobre el infinito por parte de poetas y filósofos y teólogos, y este jovenzuelo, con su aspecto de jugador de béisbol sentado en el banquillo con las piernas cruzadas y masticando chicle, viene a decirme que el universo es finito? Estaba a punto de replicar: pero ¿cómo se permite?, pero él continuó plácidamente: verá, mi querido señor, el universo empezó con una explosión primordial, digamos que nació así, es un conjunto de energía que todavía se está expandiendo bajo los efectos de la explosión primordial, y esa energía no es infinita, sino que está contenida en un perímetro, aunque obviamente se trate de un perímetro cuyas dimensiones no pueden ser medidas. Ah, ya, objeté yo procurando ocultar mi irritación, pero, perdone, mi querido estudioso, si tal universo es finito, y se expande, es decir, avanza en varias direcciones, ¿hacia dónde avanza?, perdone la curiosidad. Hacia la nada, respondió el jovenzuelo con naturalidad. Y mientras tanto desplazaba con el pie las piedrecitas blancas del camino, y llevaba zapatillas de tenis. Queridísima Querida, comprenderás mi indignación y también mi perplejidad: para nosotros siempre ha sido más fácil comprender el concepto de infinito que el de finito, referido al universo, pero también a otras cosas, imagínate si un día tú me hubieras dicho: te quiero finitamente, o te lo hubiera dicho yo. Y, ahora, que éste también viniera a hablarme de la nada me pareció francamente excesivo. Veamos una cosa, amable científico, le pregunté con una punta de irritación que realmente no conseguía ocultar, eso de la nada, ¿qué es, según su opinión? El jovenzuelo me miró con suficiencia y me contestó cansinamente: la nada es solamente falta de energía, mi querido señor, donde no hay energía, ahí está la nada. Y mientras decía eso, hizo con la boca una bola de chicle que hinchó hasta hacer que explotara, como si fuera una representación del universo en expansión hacia la nada para un pobre de espíritu como yo. ¿Te das cuenta, mi queridísima Querida? Pero te estaba hablando de mi pastorela en aquel curioso desierto, realmente curioso, porque cuatro pasos más allá desembocaba en el mar. Pensarás que era una playa algo ancha que había confundido con el desierto, pero no era así, porque en cuatro pasos el paisaje cambió como del dicho al hecho, en el sentido de que me di cuenta de que estaba entrando en otro decorado, como cuando en el teatro empieza el segundo acto, y vi acantilados de roca sobre el mar, y sobre las rocas había una casa grande y hermosa, abierta a los vientos y al chapoteo de las olas, en resumen, que parecía hecha aposta para mí, y además estaba deshabitada, o por lo menos eso parecía, de modo que me detuve allí. Una noche a lo grande, te lo aseguro, la definiría como principesca. En la planta de abajo salones, vestíbulos, una cocina amplia como la de un convento con cacharros de cobre colgados de las paredes y un chorro de agua que brotaba de una suerte de lavabo en forma de pez excavado en la piedra del pavimento y recorría el perímetro de toda la cocina a lo largo de la pared como un arroyo con orillas de mármol. En verdad era la oportunidad de prepararme una buena cena, después del viaje que había hecho, y fue una cena suculenta, visto que la despensa estaba repleta de manjares. Sólo para que te hagas una idea: como aperitivo un jamoncito curado de montaña con su buen envoltorio de paprika de los que ya no se encuentran, que decidí empezar para la ocasión, acompañado por una raja de sandía, que, entre nosotros, era en realidad una pastèque porque tenía el mismo sabor que la que me tomé una noche de verano (ahora no recuerdo dónde) delante de un chiringuito en un paseo de los Tilos con mi amigo Daniel. Podrías objetar que todas las sandías tienen el mismo sabor, si son dulces y maduras, pero no, ésa tenía exactamente el mismo sabor que la sandía que tomé con Daniel y que él llamaba pastèque, bajo el cañizal de aquella heladería del paseo, cuando me hablaba de Molière y de su compañía ambulante, así que la sandía que me comí con el jamón era precisamente la pastèque que comí aquella noche con Daniel, y si no te importa, no la llamo sandía, la llamo pastèque. Mira, Daniel podría confirmártelo, pero por desgracia murió de repente, y me lo dijiste tú por teléfono, no puedes no acordarte. Después me abrí una lata de foie gras que me lo estaba pidiendo casi a gritos, pobre y polvorienta lata de foie gras de Alsacia abandonada en aquella cocina que daba al mar y que con Alsacia nada tenía que ver. Y por último una naranja cortada en rodajas con unas gotas de vino dulce por encima, y subí al primer piso. Las casas bonitas tienen una geometría fácil, en ellas te orientas de inmediato. Tomé por el pasillo que la recorre en toda su longitud, examiné las distintas habitaciones y elegí la más espaciosa, donde había una cama con dosel y un ventanal que daba a una terraza que se asomaba al mar y allí, splaf, splaf, oías las olas que dulcemente acariciaban los acantilados. Lo has adivinado: dormí en la terraza, fue imposible resistirse al enlosado todavía tibio por el sol vespertino y a la brisa fresca, mientras sobre mi cabeza refulgía de manera extraordinaria el universo en expansión hacia la nada. Buenas noches, señor físico.