El único inconveniente era el picor en el glande, perdona el detalle poco elegante, que me obligó a varios lavados durante la noche y a medicarlo con unos polvos de talco ya algo viejos que encontré en la repisa del baño. Pero por suerte fue soportable y volví a quedarme dormido enseguida. En resumen, una bonita noche, llena de estrellas y de sueños, que si lo pienso me parecen ocho noches, u ochenta, como algunos ciclos lunares, hasta el nuevo equinoccio.
En los equinoccios suceden un montón de cosas extrañas, tienen razón los lunáticos. No sé cómo fue la cosa, lo cierto es que si tuviera que decírtelo, no sé a qué atribuir el cambio. Es como cuando la barca sigue la corriente. El caso es que oí a alguien que lloraba (¿o rezaba?) y debía de estar de rodillas a los pies de su cama, con la cabeza entre las manos, invocaba un nombre, ya sabes, invocaciones como las de las novelas de las hermanas Brontë, y debía de ser tan infeliz, ese alguien, pobrecillo, que me sentí responsable de su infelicidad. No sé si te ha pasado alguna vez, pero oyes llorar a alguien cerca de ti y te entran ganas de decir: Dios mío, es culpa mía. Y me parecía oír: ¡Leporello!, ¡Leporello! Como un llanto sofocado que circulaba por el aire, contaminándolo. La luna siempre ha tenido dos caras: y después se me vino a la cabeza esa oposición a Correos, cuando para aprobar había que saberse de memoria todos los ríos de una determinada región, incluso los riachuelos, una región cualquiera, incluso imaginaria, como la metafórica Cacania de ciertas películas musicales americanas que muchos de nuestros amigos adoraban y a que a mí me parecían odiosas. ¿Odiosas por qué? Porque eran una estupidez, pero una rematada estupidez, mi queridísima Querida, aunque nos tenían que gustar, y en lo posible había que calzar zapatos náuticos y comer aguacates con gambas de aperitivo. ¡Oh, que tiempos tan terribles!, ¿no estás de acuerdo? No era posible que no llegara alguna calamidad que arramblara con todo: una guerra, una matanza, una peste. Algo tenía que pasar y en efecto pasó, sólo que vosotros no os lo esperabais.
Y adelante de nuevo, anda que te anda. A la mañana siguiente salgo de aquella noche que había pasado en la terraza para continuar con mi viaje hacia tu casa y veo a aquella mujer allí parada, inmóvil como una estatua (nunca mejor dicho), tan inmóvil que yo le cuchicheo pssss, pssss y la miro. Y ella se da la vuelta y me mira, y así puedo verla bien, y es realmente hermosa, o por lo menos eso me parece a mí y creo que a ella también le gusto, y ella me dice: las puertas de mi casa están abiertas, las ventanas de par en par, y el amor fluye de ella en abundancia y amplitud, en una suerte de inmotivada confianza y abandono y desmemoria. En verdad la frase, literalmente como te la cito, no me la dijo hasta después de que me marchara, pero el concepto es ése. Sólo que ciertos conceptos se entienden con claridad después, cuando has vuelto a ponerte en marcha. En cualquier caso, allí me detuve, de eso estoy seguro. La casa era vieja, pero bastante bonita. De dos plantas, pintada de rojo pompeyano, con la pintura bastante desconchada, una escalera exterior y una pérgola de glicinas. Y no faltaba una mimosa, para celebrar la fiesta de la mujer. Los suelos eran de losanges blancos y negros como las mayólicas de principios de siglo, lo que iba bien para la estética de una persona como yo, así como para mi geometría, porque incluso podía colocarme bien sobre una baldosa negra, bien sobre una baldosa blanca y jugar al ajedrez conmigo mismo, hasta darme jaque mate. Naturalmente, yo era el peón, la única pieza de ese tablero, porque la reina era ella, y entre nosotros no había alfiles. Sólo que allí también había alguien que lloraba. Parecía un niño, o un chico que no era capaz de crecer, y eso les da mucha pena a las mujeres, y a todos nosotros, que en el fondo es una pena superflua, y haríamos bien en tenerlo en cuenta: los niños que no son capaces de crecer, por lo general se convierten en adultos perfectos. El problema, si acaso, son los niños felices como lo era yo, que se estropean envejeciendo, y efectúan el recorrido al revés, hasta el día en que, plop, estallan como el chicle del universo en expansión hacia la nada. En resumen, que el problema es el desfase horario que todos nosotros tenemos, mi queridísima Querida, ¿no te parece? Quiero decir, tú estás ahí, has crecido lo necesario, y hay un niño que llora o un viejo mucho más viejo que tú que entran en tu calendario. Y eso crea un notable desfase en la vida de las personas. Lo ideal sería que todos, pero todos absolutamente digo, tuvieran la edad adecuada en el momento adecuado en el punto adecuado en el que nos encontramos en este pedacito del universo que se expande hacia la nada, porque eso facilitaría bastante las cosas. Pero quizá los biólogos no estén de acuerdo con esta eventualidad y los demógrafos tampoco, porque en su opinión la raza humana se acabaría en un santiamén. De acuerdo, a lo mejor se acababa, pero si total estamos yendo hacia la nada, que llegue un poco antes o un poco después ¿qué más da? En la medición de todo este asunto, los señores como ese con el que charlaba anteayer en el banco de la villa utilizan unidades excesivamente abstrusas que no son ni días ni horas ni años ni milenios ni kilómetros ni leguas, lo he leído en un librito que llevaba consigo y que me regaló para que me fuera haciendo una idea: Pequeño manual del astrofísico aficionado. Pero vayamos al grano: decidí dejar esa preciosa casa con las ventanas abiertas sobre las glicinas y las puertas abiertas al amor porque necesitaba realmente un sitio donde nadie llorara. En caso contrario, ahora no estaría aquí en tu casa, adonde por fin he llegado.
Así pues, llego, y lo primero que advierto, en el sendero que lleva al jardín, pero que es un camino que recorren todos, es un triángulo amarillo con una figurita de un hombre con una pala en la mano. Lo rodeo y, en vez del sendero de tierra bordeado de matojos de lavanda, hallo un sendero enlosado de pórfido con una barandilla blanca llena de bucles. La cosa no sólo me ha sorprendido sino que, estéticamente hablando, me ha dejado de piedra, sobre todo pensando en ciertas publicaciones a las que tú tomabas el pelo, del tipo Las casas más elegantes de la Riviera y cosas así. Sea como sea, sigo adelante. Y en lugar del jardín escalonado donde hasta anteayer nos sentábamos a ver caer la tarde sobre el mar, había un césped con una hierbecita de un verde excesivo que no sé cómo ha podido brotar tan rápidamente, a menos que lo hayan instalado desplegando alfombrillas ya cultivadas, como ahora al parecer se hace.
Y sobre la hierbecita, en forma de huellas de pies, unas pequeñas baldosas de mármol sobre las que caminar para llegar hasta la entrada principal, es decir, el mirador con el emparrado. Emparrado que por lo demás ya no estaba. Había sido arrancado y sus raíces colgaban del volquete de una camioneta aparcada junto a la entrada. En lugar del emparrado había un pórtico de tejas rojas, pero de un rojo rojo de verdad, pintadas de acrílico, sostenido por dos columnillas de mármol con dos capiteles de tipo jónico. He mirado hacia arriba, por si acaso estabas en la terraza donde por lo general me esperas. El muro de piedra basta que rodeaba la terraza en la que, ocultos de miradas indiscretas, tomábamos el sol desnudos, ya no estaba. En su lugar había una verja de hierro forjado llena de rizos, igual a la del sendero. Y las persianas verdes del ventanal habían sido sustituidas por una puerta corredera, como en algunas casas de las películas americanas. Me he parado espeluznado y he dejado mi fardo en el suelo. Bajo el porche había un señor sentado en un taburete que consultaba enormes rollos de papel. Estaba muy concentrado y no me ha prestado atención. Buenas tardes, he dicho, ¿hay alguien aquí? Estoy yo, me ha contestado, como puede ver, estoy yo. Ah, sí, he dicho, claro, está usted, es evidente, pero ¿usted quién es, disculpe? Cómo que quién soy, ha replicado él, soy el arquitecto, quién quiere que sea. Me ha mirado con cierto aire de desconfianza y creo saber el porqué: la chaqueta polvorienta, mi viejo sombrero de fieltro, el saco de yuta de viaje que he usado siempre. ¿De dónde viene?, me ha preguntado mirándome de arriba abajo. De Villa Serena, le he contestado. Él ha debido de pensar que es alguno de los chalés de las colinas cercanas y ha cambiado de inmediato de tono. ¿Es que quiere ver la casa?, ha preguntado solícitamente.