Ver la casa, ¿qué querrá decir?, he pensado para mí, ver una casa que conozco desde siempre y que dejé anteayer. Dentro de un rato, he contestado como para ganar tiempo, voy a dar una vuelta por la parte de atrás. En realidad me habían entrado ganas de hacer pis, quizá por el ansia que aquella situación insólita me estaba provocando. He bajado hasta el huerto, pero ya no había huerto. Ni matas de salvia ni de romero, ni judías que se encaramaban por el cañaveral, ni tiestos con albahaca y perejil. Había unos parterres de trinitarias, de pétalos algo marchitos, quizá debido a que estaban recién trasplantadas, y un pequeño seto de boj para simular que se estaba en un jardín a la italiana. He hecho pis contra esos horrores y me ha venido a la mente tu amigo Leporello, y por qué esos puntitos rojos me habían aparecido en el glande: porque ese mismo eczema lo tenía él, me acuerdo dado que una noche había aparecido por su casa una alegre muchacha a la que le hubiera gustado quedarse, pero él buscó una excusa para que se fuera y después, como para justificarse, se abrió los pantalones y me dijo: me ha salido esto de un día para otro, ¿te ha pasado alguna vez a ti?, ¿tienes la menor idea de lo que puede ser? Fíjate en lo que nos guía para comprender las cosas, a veces una nimiedad, sólo porque estaba haciendo pis contra las trinitarias, y en ese momento lo he comprendido todo, por eso yo también había cargado con ese asunto durante todo el viaje, por un motivo muy sencillo, permíteme que te lo diga en francés, parce que tu avais couché avec. Pero ¿por qué no me lo has dicho? Vaya pieza que estás hecha, sabes mejor que yo que no me habría enfadado, ciertas cosas pueden ocurrir en la vida, acaso por distracción. Más bien lo que no te perdono es que hayas arrancado la salvia y el romero para plantar esas terribles trinitarias.
He vuelto hacia el porche y el simpático señor ese va y me dice: entonces, ¿quiere verla o no quiere verla? Sentado sobre unos ladrillos había un obrero con gorro de pintor y con la camisa toda salpicada de cal, y él también me miraba de arriba abajo. No me hace falta verla, le he contestado, la conozco mejor que usted. Ah, sí, dice él, y ¿cómo es eso? Cené aquí anteayer con la Señora, le he dicho. Él se da una palmada en la pierna y exclama: ¡mira qué bien!, y ¿qué comieron? Le he descrito brevemente la cena, para que no se quedara con las ganas. Para su conocimiento, he especificado, la Señora es una cocinera excelente, y siente verdadera pasión por la gastronomía. Comimos una sopa de guisantes aterciopelada con una cucharadita de mantequilla y una hoja de salvia, pollo a la cazadora y un pastel de chocolate que la Señora preparó con sus propias manos. Una cena suculenta, ha comentado él, pero si cenó anteayer a estas horas ya habrá hecho la digestión. En efecto, he replicado, y se da el caso de que ahora tengo incluso bastante apetito, disculpe, la Señora, ¿dónde está? Él ha intercambiado una mirada con el pintor que me ha parecido de complicidad. ¿Tú qué opinas, Peter?, le ha preguntado al pintor. Umm, ha contestado él abriendo los brazos. Estaba empezando a inquietarme de verdad. ¿Ha salido?, he preguntado, ¿es que ha salido? Pues mucho me temo que sí, ha contestado el tipo ese que se definía como arquitecto, mucho me temo que haya salido. ¿Hace mucho?, he preguntado yo. Él no ha dicho nada. ¿Hace mucho que ha salido?, he insistido. El fulano se ha vuelto a dirigir al pintor. ¿Tú qué opinas, Peter? El pintor parecía a punto de estallar en carcajadas, pero se veía por sus muecas que estaba haciendo esfuerzos para contenerse, y al final ha liberado unas carcajadas sonoras y algo vulgares. En mi opinión, hace algunos años, ha farfullado entre sus estúpidas carcajadas, ¡por lo menos desde antes de la guerra, señor arquitecto! Y de nuevo a carcajearse como si hubiera dicho algo muy gracioso. Me he dado cuenta de que me estaba irritando de verdad y he intentado mantener la calma. ¿No habrá dejado un mensaje para mí?, he preguntado. Por lo que yo sé, no, ha contestado el arquitecto. ¿Cree usted que volverá tarde?, he preguntado. Me temo que sí, mucho me temo que sí, ha contestado él, no sé si le conviene esperarla, en todo caso, ahora nosotros tenemos que irnos, si no le importa, ahora cerramos la puerta y nos vamos. Yo espero a que vuelva, he dicho, esta noche no tengo nada que hacer, así que me pongo aquí y le escribo una carta.
De la dificultad de librarse de las alambradas
Ya: un mal se ha insinuado en estos versos. Lo llamaré mal de las alambradas, si bien no es el caso de recurrir a un término que vaya o venga más allá o de más allá del alambre de espino.
VlTTORIO SERENI, Cuaderno de Argelia, 1944
Mi querida Amiga:
A veces sucede que uno pasa una velada con unos amigos y, por pura casualidad, la conversación recae sobre un argumento cualquiera. La otra noche, por ejemplo, estaba invitado a cenar en casa de unos amigos que viven justo detrás de la iglesia de Saint-Germain y, charlando, se aludió a un libro titulado Histoire politique du barbelé de Olivier Razac. Me apresuro a decirte que a ese autor no lo conozco y que todavía no he terminado su libro. Pero la idea de las alambradas me afectó tan profundamente que no pude evitar dejarme arrastrar a ciertas reflexiones, como si esta carta que te envío fuera una sesión psicoanalítica y yo estuviera tumbado en un sofá. Los sofás de los psicoanalistas no me gustan, porque están llenos de las pulgas de los pacientes que han estado tumbados en éclass="underline" pulgas que muerden, que pican, ya saciadas de la sangre ajena. Cada uno habla con su propia sangre, que pertenece aparentemente a grupos genéricos: para la Cruz Roja, ser del grupo cero significa ser donante universal, es decir, significa que poseemos la sangre igual a muchos otros. Pero no es verdad. La sangre es tan personal que no es transferible. Porque no está hecha sólo de glóbulos blancos y rojos, sino que está compuesta sobre todo de recuerdos. No hace mucho tiempo, leí en una revista especializada que algunos científicos de indiscutible fama han intentado establecer el lugar en el que se halla el punto central y más íntimo del conocimiento, al que han llamado «alma». La han situado en cierta parte del cerebro. No estoy de acuerdo con ellos: el alma reside en la sangre. No en toda la sangre, naturalmente, sino en un solo glóbulo que está mezclado con miles de millones de otros glóbulos y, por lo tanto, nunca será posible dar con él, con ese pequeño glóbulo que contiene el alma, ni siquiera con el más perfecto de los ordenadores, con el que se acerque a Dios (porque a eso tendemos). Los que, en la historia de la humanidad, han comprendido y demostrado cuál es ese glóbulo que transporta el alma son los artistas y los místicos. Un artista sabe que en una de los miles de páginas de sus libros, por ejemplo la Recherche de Proust o la Divina Commedia de Dante, hay una sola palabra que es ese glóbulo que transporta su alma: y todo lo demás podría tirarse. Debussy sabe que en su Après-midi d’un faune, o en su Danza sagrada y profana sólo hay una nota que encierra su alma. Leonardo da Vinci sabe que en su Virgen de las rocas, o en la Gioconda sólo hay una pincelada donde en verdad se contiene su alma. Lo sabe, pero sin saber dónde se encuentra. Y ningún crítico y ningún exégeta podrá descubrirlo jamás. ¿Por qué?