Porque hay una alambrada que rodea a esa gota de sangre.
Ha habido momentos en los que las circunstancias históricas, la liberalidad de la sociedad, la aparente felicidad del ser, nos han hecho creer que conocíamos esa plaqueta, esa inefable y minúscula criatura del ser gracias a la cual ha nacido en esta tierra la vida y la inteligencia de la vida. Fueron sin duda los momentos más hermosos y felices para los Conocedores, es decir, para aquellos a quienes la naturaleza había concedido el privilegio de comprender por todos los demás. Pero la ilusión siempre es efímera. Cuando no se evapora por su propia naturaleza, muere por efecto de las alambradas. Hay dos clases de alambradas fundamentales que actúan para acabar con la comprensión de nuestra alma: unas son las que levantan los demás, las otras son las que nos construimos nosotros mismos. De las primeras no hablaré: es tristemente conocida en este siglo nuestro que Primo Levi ha resumido con esta fórmula siniestramente química: Zyklon B, radiactividad y alambre de espino. En esta época de negación y revisionismo según la cual los cadáveres de las fosas comunes de los campos de concentración, las montañas de zapatos y de gafas todavía visibles hoy en Auschwitz no son más que humo salido de las chimeneas de la imaginación de los historiadores sectarios, hablar de alambradas parece sarcásticamente tautológico.
Así que no. Hablemos mejor de las alambradas mentales que han llevado a las alambradas de las que hablo yo: forman parte de mi espíritu, y forman parte de tu espíritu, oh, mi querida Amiga. Yo sé por qué lo sé. Y lo sé porque, habiendo llegado al año dos mil y a la modesta edad que he alcanzado, me he pinchado con esas alambradas hasta el extremo de hacer brotar esa gota de sangre en la que se halla por entero mi alma, y la tuya, aunque no lo quieras. Esa alambrada, contrariamente a cuanto piensas y que imaginas como una angosta prisión, puede ser también la máxima libertad que nos ha sido concedida. Por ejemplo, es una ventana. Esta noche, aquí, en casa de mis amigos, abro una ventana y me asomo. Hace mucho tiempo que quería volver a ver una tormenta de verano, y me pregunto si podrá repetirse de la misma manera y con las mismas sensaciones que provocó en mí en un pasado inmemorial. Estaba en la Toscana, ya era de noche y conducía mi automóvil. Estaba bajando por la carretera que desde Montalcino lleva a la zona de Amiata. En determinado momento, a pesar de la oscuridad, tuve ganas de volver a ver la abadía de San Ántimo. Es sin duda la más hermosa iglesia románica del mundo, no sólo por la pura belleza de su construcción, por su ábside que se asemeja a la piel de una naranja pegada a un barco infantil, y por los bordados que endulzan el frontón y la cornisa de todo el edificio, sino también porque se halla en un valle que puede divisarse apenas se pasa la primera revuelta, y entonces la carretera baja dulcemente, como las caricias que mi abuela me hacía en la espalda cuando era pequeño para que me quedara dormido. Y al lado de la construcción en piedra arenisca que amarillea cuando hace sol, hay dos cipreses en forma de pincel, y nada más. Después de la segunda curva hay una gran encina, una encina vieja, muy vieja, bajo la que me detuve. No había luna aquella noche, sino unas nubes negras que hacían el cielo más bajo y el aire irrespirable. Era pleno verano, hacía calor, calor como el que hace en la Toscana que he aprendido a amar desde que llegué desde mi norte natal, tanto calor que el día requiere alivio, un agua que aplaque el fuego, que lo apague aunque no sea más que por un rato. Detrás de la iglesia se dibujó un relámpago lívido que iluminó el ábside como en pleno día y, de angelical como era, se transformó en diabólica. Después apareció otro relámpago, al ponerse el sol, sobre los viñedos que descienden hasta la rectoral. Me asusté de ese anuncio de temporal, y pensé: será mejor volver a casa. En aquella época vivía en un lugar salvaje que no estaba lejos, en las colinas. Cuando llegué allí, el diluvio ya había comenzado, y el cielo estaba en llamas, como en una fiesta de pueblo en la que los santos se hubieran enfurecido. Subí a mi habitación y abrí la ventana. Era una ventana enorme, que daba a un paisaje de matorrales y rocas agujereadas por la intemperie. Allí vivían jabalíes y conejos silvestres que se hallaban ya en sus madrigueras. En mi habitación había una mujer que me dijo: ven a la cama. Si no la había, me la imaginé, porque cuando estalla una tormenta furibunda que te amenaza hasta hacer que te tiemblen las manos, es necesario oír la voz de una mujer que te conforte diciéndote: ven a la cama. Encendí un cigarrillo y me apoyé en el alféizar, y la brasa de mi cigarrillo era bien poca cosa frente a las llamas del cielo enloquecido. La electricidad del aire era tal que no sólo transportaba los pensamientos sino también las voces que corren por las ondas magnéticas estudiadas en su tiempo por Marconi. Y no había necesidad de marcar números para conectarse. Así fue como pensé en mis muertos, y como hablé con ellos. Las voces eran claras, nítidas y no tenían en cuenta en absoluto la explosión de los truenos. Me relataron sus vidas, que vidas no eran, y me dijeron que estaban tranquilos, porque de la vida que habían tenido no tenían nada de lo que rendir cuentas. Después se despidieron diciendo: vete a la cama a hacer el amor.
Y entretanto, yo seguía mirando a través de una ventana que da al cielo de París mientras en el fuego se cocinaba por sí mismo un plato italiano. La noche era estupenda, y unas cuantas nubes corrían leves por un cielo que tendía al cobalto. Después, las campanas de Saint-Germain tocaron un carillón festivo. Y la tormenta de verano de treinta años atrás regresó como por encanto, la volví a vivir porque las cosas pueden volver a vivirse incluso en un instante fugitivo, pequeño como una gota de lluvia que golpea en el cristal y dilata el universo de la visión.
Y desde esta ventana veía una enorme ciudad, veía los tejados de París, veía la vida de millones de personas, veía el mundo. Y quizá oyera las campanas de Saint-Germain. Y tenía la ilusión de que ese vasto horizonte era la libertad que las alambradas me han prohibido, o han prohibido a mis padres. Y sé que puedo escribir sobre esa libertad. Y sé que ella, a ti que me lees, mi querida Amiga, puede parecerte el privilegio de una verdadera libertad conquistada. Pero me guardo mis ilusiones, como tú, porque para encontrar realmente ese minúsculo glóbulo que viaja entre millones de glóbulos en mi sangre, donde se encuentra mi alma, y que podría pasar a través de las alambradas, debería atravesar de verdad esta ventana y tener el valor de que esa pequeña gota de sangre quedara impresa como una pincelada de un pintor en la acera de ahí abajo. Allí es donde sería de verdad, y donde tú podrías de verdad leerme. Pero ¿sabes por el contrario a quién correspondería leerme? A la policía científica, que, con sus instrumentos, acudiría a descifrar mi grupo sanguíneo. Por eso, en lugar de todo ello, te dejo unas cuantas palabras, y hay que contentarse, porque todo lo demás son palabras, palabras, palabras…
Buenas noticias de casa
Querida mía:
En este jubiloso día de fiesta familiar, anhelado por todos nosotros durante todo el año, te escribo, dulce y querida compañera de mi vida, para que sepas que, aunque no te sea materialmente posible estar presente, estás aquí entre nosotros más presente que el resto de los presentes. Presente hasta tal punto que Rosa, al poner la mesa, te ha reservado tu sitio de siempre (la idea ha sido suya, para ser sinceros), ha puesto el mantel de lino bordado, ese que compramos en aquel viaje a Málaga, y ha usado…, ¿a que no adivinas qué ha usado? Lo has adivinado: ha puesto precisamente la vajilla que el tío Enrico nos regaló por nuestra boda y que, por extraño que parezca, después de tantos años sigue intacta. O mejor dicho, ahora ya no. El bichillo de Tommaso, con el que hay que andar siempre con mil ojos porque no para un instante, ha roto una pieza, aunque la verdad es que se trata de bien poca cosa, ese cacharro minúsculo en forma de pétalo de rosa, cuya utilidad nunca llegamos a entender y que yo usaba como cenicero cuando teníamos invitados a cenar. Pero puesto que he dejado de fumar no me importa, y espero que no te importe a ti tampoco que Masino (he cogido la costumbre de llamarlo así, como llamábamos a nuestro Tommaso cuando era niño) haya roto ese estúpido cacharro cuyo uso nunca se entendió muy bien. ¿O te molesta? No, porque verás, si te molestara podría entenderte, es más, soy el primero en entenderlo, por mi parte sé muy bien lo mucho que te importan las cosas de familia, para ti representan la tradición, tus antepasados, y hasta el cacharro del tío Enrico puede simbolizar en cierto modo al tío Enrico, que en paz descanse. Es raro, en cambio, la poca importancia que siempre has dado a las joyas de la familia, aparte de la diadema, la que te obligué a llevarte contigo. Coge, por ejemplo, los pendientes de jade o el collar de amatistas de tu tía abuela Fenèl, siempre has dicho que eran joyas demasiado árabes, o egipcias, o turcas, en suma, que tenían demasiado aire oriental, así como tenían demasiado aire oriental tus tías abuelas, y acababas siempre por dejarlas en el joyero, aunque tuviéramos una velada importante, con la excusa de que las amatistas no te favorecían. Falso. Mira: nuestra nuera, tal vez pensando en que me haría ilusión, me ha pedido hoy permiso para ponerse precisamente el collar de amatistas, entre otras cosas tiene un color de ojos parecido al tuyo y le sentaban divinamente. Nuestra nuera, dicho sea de paso, es estupenda, creo que Tommaso no habría podido encontrar una mujer mejor. Hoy ha querido cocinar ella el plato principal (lo que no le ha sentado muy bien a Rosa, pero nuestra nuera, que es inteligente y lo coge todo al vuelo, le ha dejado preparar el segundo diciendo: Rosa, no entro más que cinco minutos en su reino), una receta desconocida para mí, y creo que para ti también (tengo la sospecha de que se trata de nouvelle cuisine, aunque ella haya jurado que es un plato tradicional de Campania), tagliatelle alla Positano. Ya sé que el mero nombre te molesta, porque te imaginas un grupito de pequeños esnobs, de esos que conocimos en algunos veraneos, del tipo pomelo por la mañana como desayuno, que además era ya mediodía, y después otra vez a la playa a dormir. Nada de eso. La salsa se hace con un huevo por cabeza (no hemos tenido en cuenta a Masino) batiendo claras y yemas, mezclándolas con parmesano rayado, rodajas de calabacín apenas fritas en aceite, una pizca de pimienta y una cucharadita de mantequilla. Parece ser que el truco consiste en no dejar que cueza el huevo cuando se vierte todo sobre la pasta hirviendo, hay que darle bien al cucharón y si quienes lo giran son dos, mejor. El día era espléndido, realmente un lunes de Pascua como es debido. La primera noticia del telediario, como es natural, ha sido la de los viajeros que debido a este puente de abril (como sabes, el martes tampoco se trabaja) se han desplazado en masa aprovechando estos días festivos, como siguen llamándolos en la televisión, como si no supieran que la palabra festivo viene de fiesta, regocijo, diversión, mientras que esos pobres desgraciados que se chupan kilómetros de atascos en las autopistas para freírse al sol durante un día en cualquier otra parte, más que invitados a una fiesta, me parecen galeotes. Pero el colmo del programa televisivo ha sido cuando la señora que presenta el telediario, una rubia llamativa de voz aguda, escote vertiginoso y procaces labios carmín, con la expresión de quien está rodando una escena de una película algo subida de tono, ha anunciado a los telespectadores: en un accidente en la autopista tal y tal se han visto envueltos ocho vehículos, tres de ellos se han incendiado y los pasajeros, siete personas en total, entre ellos un niño, han perecido carbonizados; por el momento no es posible conocer la identidad de las víctimas, entre otras cosas porque las matrículas se han derretido con el calor de las llamas, la policía está haciendo todo lo posible para poder llegar hasta sus familiares a través de la numeración de los chasis, que con todo no resultan fáciles de extraer del amasijo de chatarra. Y ahora, ha añadido, para continuar con nuestro telediario, les ofrecemos las espectaculares imágenes de las pruebas de un gran premio automovilístico que tuvieron lugar ayer en los Estados Unidos, donde también se registró un accidente asombroso, como pueden observar, pero por fortuna sin víctimas, el piloto salió ileso del vehículo, haciendo incluso la señal de la victoria con los dedos.