Estoy seguro de que crees que a un lugar como éste sería necesario traer una tienda. Sí, pero ¿dónde se monta? ¿entre las piedras?, ¿entre los melones? Y además, ya lo sabes, nunca he sido un as en eso de montar tiendas, me quedaban siempre torcidas, las pobres, daban pena. En cambio, he encontrado sitio en la aldea. Increíble, llegas a un villorrio blanco que ni siquiera tiene nombre, lo llaman simplemente la aldea, y en el molino de viento en ruinas que sirve de centinela a las cuatro casas, después de una subida por unos escalones desvencijados, hay un cartel con una flecha: Hotel, 100 metros. Tiene dos habitaciones; la otra está deshabitada. El dueño del hotel es un hombre mayor y de pocas palabras. Ha sido marinero y sabe varios idiomas, por lo menos para entenderse, y en la isla lo es todo: cartero, farmacéutico, policía. Tiene el ojo derecho de un color distinto del izquierdo, pero no creo que sea de nacimiento, sino por un misterioso accidente que sufrió en uno de sus viajes y que ha intentado explicarme con avaras palabras y con el gesto inequívoco de quien al señalarse un ojo representa algo que lo golpea. La habitación es preciosa, la verdad es que nunca nos la habríamos imaginado así, ni tú ni yo. Es una enorme buhardilla que da al patio, con el techo inclinado hasta una terraza sostenida por las columnas de piedra del pórtico, en torno a las cuales se encarama una enredadera de hojas muy verdes y robustas, algo carnosas, cargada de capullos que por la noche se abren con un aroma intenso. Creo que las flores repelen los insectos, porque no he visto ninguno en las paredes, a menos que tal limpieza sea obra de las no pocas salamanquesas que pueblan el techo: carnosas ellas también, y muy simpáticas, porque siempre están inmóviles, por lo menos aparentemente.
El hosco dueño tiene una vieja criada que por la mañana me trae a la habitación un desayuno consistente en roscas de pan de anís, miel, queso fresco y una jarrita con una tisana que sabe a menta. Cuando bajo, él está siempre inclinado sobre una mesa haciendo cuentas. De qué, en realidad, vete a saber. Pese a su sobriedad verbal, es muy atento. Me pregunta siempre: ¿Cómo está su esposa? Quién sabe por qué habrá decidido hablarme en español, y la palabra esposa, que él pronuncia con el debido respeto y que ya de por sí es un poco ridícula, se merecería una buena carcajada como respuesta. ¡Pero de qué esposa me habla, hágame usted el favor!, y hala, un manotazo decidido en la espalda. Y en cambio contesto con la seriedad que la situación requiere: está muy bien, gracias, esta mañana se ha levantado muy temprano y ya ha bajado a la playa, ni siquiera ha tomado el desayuno. Pobre señora, contesta él, en español naturalmente, en la playa en ayunas, ¡eso no puede ser! Da una palmada con las manos y aparece la vieja. Le habla en su lengua y ella, muy diligente, prepara la habitual cestita para que tú no te quedes en ayunas. Y eso precisamente es lo que te he traído esta mañana también: una rosca de pan de anís, queso fresco, miel. Me siento casi como Caperucita Roja, pero tú no eres la abuelita y por suerte no hay ningún lobo feroz. No hay más que una cabrilla marroncita en medio del blanco de las rocas, el azul de fondo, el sendero que debo recorrer hasta la playa para tumbarme sobre la toalla al lado de la tuya.
Te había sacado un billete «abierto», como lo llaman en lenguaje técnico las agencias. Cuestan el doble, ya lo sé, pero te consienten regresar el día que tú quieras, y no lo digo tanto por el vaporcillo asmático que va y viene todos los días de la llamada civilización, sino sobre todo por el avión de la isla más cercana, donde hay una pista de aterrizaje. Y no era por derrochar el dinero, ya sabes que estoy muy atento a los gastos, ni para demostrarte lo generoso que soy, que quizá no lo sea en absoluto. Es que me doy cuenta de tus compromisos, de las cosas que uno tiene que hacer, y aquí y allí, y arriba y abajo. En resumen: la vida. Ayer por la noche me dijiste que hoy tenías que marcharte, que no te quedaba más remedio. Pues muy bien, mira, puedes irte, el billete abierto sirve precisamente para eso. No problem, como se dice hoy en día. Por lo demás, el momento es favorable, porque hay resaca en el agua y lleva mar adentro.
He cogido tu billete, he entrado en el mar (esta vez incluso con los pantalones, para mantener el decoro debido a una despedida) y lo he depositado sobre la superficie del agua. La ola lo ha envuelto y ha desaparecido de la vista. Dios mío, he pensado durante un instante con esa zozobra de cuando se asiste a una despedida (las despedidas provocan siempre un poco de ansia y ya sabes que en mí siempre es excesiva), se estrellará contra las rocas. Pero no. Ha tomado la dirección adecuada, flotando gallardamente sobre la corriente que refresca el pequeño golfo, y ha desaparecido tras un instante. He intentado agitar el pañuelo para decirte adiós, pero ya estabas demasiado lejos. Tal vez ni te hayas dado cuenta.
El río
Querida mía:
Ya sé que te ocupas del pasado: es tu profesión. Pero ésta es otra historia, créeme. El pasado es más fácil de leer: uno se vuelve hacia atrás y, si puede, echa una ojeada. Y además, sea como sea, siempre queda enredado en algún sitio, a retazos quizá. A veces, basta solamente el olfato y las papilas gustativas, es notorio: lo sabemos por ciertas novelas, hermosas incluso. O bien un recuerdo, cualquiera que sea: un objeto visto en la infancia, un botón hallado en un caja, qué sé yo, una persona que siendo otra te recuerda a otra, un viejo billete de tranvía. Y, de repente, ahí estás, justo en ese pequeño tranvía rechinante que iba de Porta Ticinese al Castillo Sforzesco, entras como si nada en el portal del edificio decimonónico, la escalinata tiene una barandilla de hierro fundido labrada con una cabeza de serpiente, subes dos tramos, la puerta se abre sin que tan siquiera toques el timbre y no te sorprendes en absoluto, entre otras cosas porque en el vestíbulo, encima de la cómoda rococó, detrás del viejo péndulo neoclásico, ves que el espejo antiguo salpicado de manchas pardas está cruzado por una raja que lo hiende de una esquina a otra, y recuerdas que aquel día me dijiste: una persona con una enfermedad como la suya no puede desafiar así al destino, es como convocar a la desgracia. Y en ese momento comprendes que la puerta se ha abierto sola simplemente porque a él, que quería desafiar al destino, le han jodido, como a todos aquellos que quieren desafiar al destino, quién sabe dónde estará enterrado, y en cambio el espejo herido sigue estando ahí, como aquel día en que comprendiste claramente lo que había de suceder.