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Salónica es una ciudad que se parece a Nápoles, no es muy hermosa y, como Nápoles, está llena de gente hermosa de alma. Que después es bonita también como ciudad, porque sus bellezas hay que descubrirlas. Por ejemplo, esa zona del puerto donde acaba el paseo marítimo y abandonas los barrios céntricos de los cafés y los restaurantes, allí donde Salónica se deshace en casitas de pescadores, en almacenes de cordaje, en los almacenes del aceite en el barrio de Ladadika, y donde ya te sientes a medio camino entre el Mediterráneo, los Balcanes y Oriente, en una mezcolanza de personas compuesta de pescadores y de recién llegados, de vagabundos y gente de paso donde parece que se confunden los moros y Fidias. Las mezcolanzas son hermosas por eso, porque puedes confundirte en su interior sin que nadie te busque, te pregunte quién eres y por qué estás allí. Y eso hice yo, cambiando mi nombre por el de Baruckos. Había dado a entender que era un italiano de Alessandria, y que no sabía griego, aunque estuviera aprendiéndolo poco a poco.

Fue en Salónica donde por primera vez me hicieron interpretar la sonata de Hindemith. El maestro se llamaba Stavros, era un viejo señor con una pierna de madera y sostenía la batuta como quien agarra un tenedor para los espaguetis, pero tal vez fingiera, porque su dirección fue magnífica; y, en cuanto a mí, aquella noche mis dedos se deslizaban por las cuerdas como si volaran, casi no me di cuenta de que estaba tocando, era el arpa la que tocaba y sola. Fue a su manera un éxito, y creo que la señora Ioanna conserva todavía los recortes de los periódicos de la época que publicaron artículos casi rayanos en la exaltación, acaso también porque se trataba de un compositor hostigado por el nazismo, que se había pasado la vida en el exilio. De modo que, a la semana siguiente, después del gran concierto de Beethoven, el maestro me pidió que interpretara el Concierto para arpa de Villa-Lobos. Y el entusiasmo fue tan enorme que las personas se pusieron en pie, los aplausos parecían no acabar, el público griego es así, se acalora, no dejaban que me fuera, el maestro me rogó que interpretara otra pieza a mi gusto, lo que yo quisiera, yo me había preparado la Sonata de Casella de 1943, es una pieza conmovedora, algo que parece evocar a los muertos, es una pena que Casella fuera tan fascista, su arte no se lo merece, el concierto tenía lugar en la rotonda de la iglesia de Agios Georgios, que es uno de los lugares más extraordinarios de este mundo, porque te da el sentido de lo sacro, aunque no creas en lo sacro. Pero aquel público sabía qué era lo sacro: no hacía mucho que su guerra había terminado, y demasiados eran los muertos. Y yo veía que las personas de las primeras filas, no sólo las mujeres, sino también los ancianos, estaban llorando, de la ciudad no llegaba el más mínimo ruido, el único sonido era el arpa, y parecía como si estuviera protegiendo a los supervivientes, y casi sin darme cuenta, desde los acordes de Casella, mis dedos se deslizaron a una vieja canción griega que se llama Zaxanaercis, que quiere decir «volverás», y el público empezó a murmurar la letra, y no parecían voces humanas, era como si la tierra y el mar y toda la naturaleza a nuestro alrededor respirara con nosotros y con la respiración cantara. Y después yo acabé de tocar y también el canto terminó, nos levantamos todos en silencio, las mujeres se santiguaron según el uso ortodoxo y salimos a la noche de Salónica, cada cual hacia su casa.

Mi casa, en Salónica, fue durante todos aquellos años la pensión Petros. Estaba en Ladadika, detrás de los almacenes del aceite y de cordaje que después se convirtieron en depósitos de pescado congelado y de combustible. Cuando llegué allí, durante mis primeros días en Grecia, vi a una mujer que estaba tapando con cal los orificios de las balas en la fachada. Tenía nuestro perfil, un hermoso pelo y el rostro marcado por la vida. Le hablé en francés y no me entendió. No quería hablar italiano y, como por una extraña intuición, le dije: Estó buscando un lugar por dormir, y ella me contestó en ladino, o sefardita, como aquí se le llama, y me preguntó de dónde venía. De la nada, contesté yo. Pues entonces aquí hay una habitación para ti, dijo ella, yo me llamo Ioanna, me hace falta alguien que me ayude a poner en orden esta casa que construyó mi Petros.

Desde la habitación que ocupé siempre se ve el mar, y más allá, a la derecha, las montañas de Calcidica que dejan adivinar el Oriente. Pasé noches enteras ante aquella ventana, mirando los montes lejanos en los que se encienden fuegos y pensando en un prado delante de una casa al borde del bosque, en una noche, en la música que allí toqué. Mi cama tenía una cabecera de metal en la que estaba pintada una escena de la Arcadia, con un pastor con los tobillos vendados de tela blanca tocando un pífano para un grupo de cabras. En la pared, encima de la cama, había una reproducción de un Cristo bizantino que un pintor ingenuo copió el siglo pasado para los campesinos o pescadores de aquellos lugares. Delante de la cama había una cómoda donde guardaba mi ropa interior y a su lado un armario de color rojizo cereza, donde siempre colgaba mi frac, con un espejo salpicado de manchitas arenosas en el que siempre hice todo lo posible para evitar verme reflejado. No toqué solamente en Salónica: fuimos también a Alexandrópolis, a Atenas, a Patrás, a Belgrado, en una ocasión importante, me parece que incluso por Europa, o por lo menos eso dijeron los periódicos. El programa no era muy comprometido para mi instrumento: interpretábamos música obvia, de grandes músicos, o por lo menos obvia para mí. Sólo en algunas ocasiones me fueron reservadas composiciones menos conocidas, como la Sonate liuthée de Migot o el Impromptu de Fauré, porque fui yo quien le pedí al maestro que variara. Aquella noche, lo recuerdo bien, estábamos en el teatro de Dionisio, bajo el Partenón, como público teníamos a unos turistas franceses a los que habían descargado dos autobuses blancos y azules, buscaban lo helénico y se encontraron con música decadente, a mí se me ocurrió darles un poco de decadencia verdadera, no de esa artificial, fabricada para conmover a precio de saldo, sino de esa otra sublime, como supieron lograr Migot y Fauré. Ioanna venía a hacerme una visita tres veces al año: el día de su cumpleaños, el día de la Pascua ortodoxa y por el aniversario de su boda. Entornaba ligeramente la puerta, sin llamar. Petros, ¿estás durmiendo?, murmuraba en la oscuridad. No, contestaba yo, estoy aquí en la ventana, tengo un poco de insomnio. ¿Y en qué está pensando mi Petros?, me preguntaba metiéndose en la cama. En una alquería, respondía yo, en la música de una noche cuando estalló una tormenta de verano.

El sábado deambulaba por la ciudad vieja mirando los nombres sobre los timbres de las puertas, ya no quedaban nombres de nuestro pueblo, ni siquiera de aquellos que desde hacía siglos tenían nombres griegos. A veces, muy raramente, llamaba. ¿Para encontrar a quién?, me preguntarás. Ya, para encontrar a quién: ¿a una mujer sola, a unos viejos supervivientes, a extraños que se preguntaban qué buscaba o a quién buscaba? Y en efecto me pregunto: ¿qué buscaba?, ¿a quién buscaba?, es que me creía aquel David que recibió el encargo de elaborar el censo de sus tribus? ¿Y qué tipo de censo era el mío, si es que así puedo llamarlo? ¿Estaba acaso recopilando sombras? Pues sí, en el fondo me he pasado veinte años recopilando sombras, eso es lo que hice en Salónica. Me parecía casi como ir recogiendo en un cesto sin fondo las notas que interpretaba en las noches de concierto. ¿Es que acaso pueden recogerse las notas de la música? No se puede, se desvanecen por donde han venido, en el aire, porque están hechas de aire.