Cuando dejé Salónica por Alejandría, Ioanna quiso llevarme las maletas hasta el piróscafo. Yo había protestado, porque las mujeres no deben servir a los hombres, pero ella había llamado a un taxi, como una señora, y se había puesto un sombrerito con un velo. No sé si era el sombrero del día de su boda, pero eso no tiene importancia. Me dijo: Crisóstomo, te he amado a través de un velo y a través de un velo te despido. Y después dijo en nuestra lengua: va a la bon hora, el Dios que sé con ti. Aún la estoy viendo al fondo del puerto, diciéndome adiós con la mano, un adiós que después se transformó en dos brazos extendidos hacia delante, como quien se rinde a la evidencia de la vida a la que ambos nos habíamos rendido hacía tiempo. Crisóstomo me había hecho llamar cuando llegué a Grecia, y Crisóstomo seguí siendo en los carteles y en los programas de la orquesta de Alejandría. Que no era propiamente una orquesta, porque en principio fue solamente un cuarteto: un arpa, una flauta, un oboe y un violonchelo. Pero eso no ocurrió hasta más tarde. Inicialmente acudí yo solo, porque había leído en un anuncio de un periódico de Salónica que el Hotel Cecil buscaba un instrumentista para entretener a los huéspedes a la hora del aperitivo. Instrumento clásico y música clásica, especificaba. Yo había mandado un telegrama: arpista solista ejecución clásica. Incluso el contrato se había cerrado con un telegrama.
A finales de los años cincuenta Alejandría era ya la ciudad destartalada que es ahora, pero el llamado «gran mundo» seguía siendo asiduo de sus dos hoteles de lujo: el Windsor Palace y el Hôtel Cecil. Tras una prueba delante del director, un francesillo de Marsella que fingía entender de música, nos pusimos de acuerdo en un sueldo razonable, comidas incluidas. Me ofrecieron también, en la planta de la servidumbre, una habitación abuhardillada decorada como una casa de muñecas donde en los años cincuenta había vivido el chef, al parecer bastante célebre. Las vistas eran preciosas, y me enseñaron con orgullo las habitaciones de Somerset Maugham y de Winston Churchill, pero permanecí allí solamente una semana, el tiempo necesario para buscar una cuarto en una pensión de las que a mí me gustan, y desde donde te escribo. Algunos hoteles son extraños: te parece como si los personajes célebres que los visitaron hubieran dejado en ellos su infelicidad, y quien, como yo, ha decidido desaparecer prefiere una infelicidad anónima dejada por anónimos como él que fueron asiduos de ese mismo cuarto y se miraron el rostro anónimo en el mismo espejo manchado sobre el lavabo. Y, en resumidas cuentas, aunque La Corniche de Alejandría tenga su belleza, por muy decadente que sea, yo opté por mantenerme fuera de encuadre. Me busqué una pensioncilla en el barrio de Sharia-al-Nabi, justo detrás del Templo, que fue construido por los italianos, una de las escasas cosas buenas que los italianos han hecho por nosotros, aunque como arquitectura deje bastante que desear, con ese ostentoso mármol rosa.
En el Hôtel Cecil permanecí siete años tocando. Siete años son muchos, pero no fue una servidumbre, porque el Cecil no era Labán y yo no hacía de pastor, al contrario. Por la tarde me ponía un esmoquin (el frac era para las ocasiones realmente especiales) algo raído, propiedad del hotel, y entretenía a los huéspedes durante tres horas, de las diecisiete treinta hasta las veinte treinta, mientras tomaban el té o un aperitivo. Durante todas aquellas tardes interpreté sobre todo a compositores accesibles, adecuados al público y al sitio: una sonatina muy romántica de Hoffmann, la Grande étude a l’initiation de la mandoline de Parish-Alvars y el Allegro per arpa de Ravel, que será lo accesible que se quiera pero que en compensación es hermosísimo. Es verdad que faltaban los seis instrumentos previstos por Ravel, pero uno hace lo que puede, y el público se contentaba. Y, además, a menudo eran personas distraídas que estaban allí para charlar, para ver y para dejarse ver. De vez en cuando, hacia las ocho, cuando sobre Alejandría cae una luz anaranjada que se transforma de inmediato en añil, entre una pieza clásica y otra, tocaba los acordes de Voce ‘e notte, procurando extraer un sonido sustraído lo más posible a las funciones armónicas, y ello creaba una atmósfera extraña, como una magia indefinible, los clientes parecían embelesados, conmovidos tal vez, veía las copas de champán paradas, suspendidas en el aire, y los camareros depositaban sobre los aparadores las bandejas de bouri enfilado a trocitos en los palillos.
Cuando fui contratado por la orquesta sinfónica decidí hacer que me inscribieran en la lista de los intérpretes con el único nombre de Crisóstomo porque era el nombre que sentía más mío. Y mi debut fue triunfal, lo digo sin falsa modestia. Las primeras veces me habían correspondido solamente acordes sueltos, como sucede a menudo a los arpistas en la música sinfónica, pero aquella noche fue toda para mí, porque estaba en programa el Concierto para arpa, flauta y orquesta de Mozart, una de las cosas más hermosas que se han escrito para un arpista, y acaso para toda la música. La orquesta estuvo magnífica, la flauta era de buen nivel, pero la mejor parte Mozart se la había reservado al arpa, y Crisóstomo no dejó pasar la ocasión.
Y así fueron pasando los años. Las personas normales no se dan cuenta, pero a menudo para ellos también los años pasan así, sin que se den cuenta. De memorable por mi parte, por lo que puedo decirte, hay un viaje a Abu Simbel con la orquesta porque era, dijeron, una ocasión realmente excepcional, debíamos tocar para aquella gran organización mundial que había conseguido fondos para recuperar los antiguos templos. Y, en efecto, había muchos personajes importantes aquella noche, sentados entre las piedras milenarias. Era una noche hermosísima y había luna. Había recibido la facultad de interpretar las piezas que quisiera, así que empecé con la Danza sacra y la Danza profana de Debussy. Y después, tras un breve intervalo, interpreté mi Solo para arpa. Tal vez no sea una pieza sublime, pero para mí tiene un significado que quizá para los demás no tenga y por lo tanto fue sublime, para mí aquella noche, allá en el desierto. ¿Sabes?, en el desierto, de noche, cuando hay luna, la arena refulge como el mar y parece de plata. Y pensé en nuestra casa, y en ti, mientras tocaba. Y por primera vez desde que hube desaparecido dejé de pensar en esa idea obsesiva, en esa frase que había sido la causa de mi huida y que siempre estaba resonando en mi cabeza: ¿para qué sirve un arpa con una cuerda sola cuando todas las demás se han roto? No sé por qué dejé de pensarlo, no sé por qué ocurrió aquello. Cómo van las cosas, y lo que las guía: una nimiedad. Era de noche en el desierto, la arena refulgía bajo la luna, yo estaba tocando mi arpa y me parecía como si a su son comenzaran a responder los granos de arena que me rodeaban a mí, al público, los templos. Como si aquellos granos de arena, millones y millones, se despertaran de un largo sueño y me contestaran: acariciaba un acorde en do menor y me contestaban, sacudía un bemol y me contestaban, estaban vivas aquellas voces, aquella noche, es completamente absurdo pero era exactamente así, habían resucitado de los hornos crematorios en los que las habían aniquilado.
Después ya no hice más viajes, ya no. Me quedé aquí, en mi pensión, en este cuarto mío. Ya no toco en la orquesta, soy demasiado viejo, sólo a veces, excepcionalmente, si un arpista enferma o si no llega de la capital por algún motivo, porque hoy en día los arpistas se han vuelto tan difíciles como las vedettes. Es un cuarto desnudo, eso lo sabes por ti misma. A la derecha hay un espejo, y además una cama en la que se ha soñado mucho con amar. El periódico que te ha traído hasta mí dice que pronto serás invitada a este país, es un homenaje que dos comunidades hermanas y estúpidamente adversarias prestan a tu figura de mujer de paz. Es hermoso, porque corona el sueño de tu vida, que sin duda ha tenido mucho sentido. Yo no estaré entre el público, pero si estoy allí, sería como si no estuviera. Sin embargo, puede ocurrir que el sentido de la vida de alguien sea el, insensato, de buscar voces desaparecidas, y acaso un día creer encontrarlas, un día cuando ya no se lo esperaba, una noche en la que está cansado, y viejo, y toca bajo la luna, y recoge todas las voces que provienen de la arena. Y un milagro, piénsalo, no es, porque nosotros no tenemos necesidad de milagros, se los dejamos de buena gana a otros. Y entonces, piensas, tal vez no sea más que una ilusión, una miserable ilusión, que con todo, por un instante, mientras has tocado esa música, ha sido verdadera de verdad. Y sólo por ella has vivido tu vida y te parece que eso confiere un sentido a la insensatez, ¿no crees?