Con lo bueno que eres
Algunas cosas son de dominio nuestro, otras no. Pertenecen a nuestro dominio la opinión, el sentimiento, la aversión.
EPICTETO, Manual
Querida mía:
«… porque para mí así no se puede seguir, quizá tú no te hayas dado cuenta, pero yo tengo el deber de pensar en mí misma, y por lo tanto de ponerme a salvo. Ha habido noches en las que pensaba: pero yo ¿qué soy para él?, ¿un atracadero, un hogar, un consuelo? ¿Será posible que yo vaya detrás de todo, de absolutamente todo? Tú ya lo sabes, te quiero (o quizá te haya querido), pero ponte en mi lugar, tú, que tanto te afanas por ponerte en lugar de quienes sufren, intenta al menos por una vez ponerte en mi lugar. Claro que lo que haces es noble, no pretendo negarlo, y si hubiera un paraíso te lo merecerías, aunque quizá creas en él menos que yo. Y comprendo que sientas sobre tus hombros el sufrimiento del mundo, pero, la verdad, no serás tú quien lo resuelva, el mundo siempre ha sufrido y siempre sufrirá, pese a que existan personas como tú. Fíjate en tu último viaje a Abisinia, por ejemplo. Marcharte así, en veinticuatro horas, mientras yo estaba en Venecia en casa de mi madre, sólo porque vuestra Organización te había mandado un telegrama desde París pidiéndote que salieras urgentemente. Me llamaste desde el aeropuerto, en el último momento, mientras estabas a punto de embarcar, no sé si te das cuenta. ¿Tú crees que son modos? Me dijiste: mira las fotografías que me han mandado desde París y lo comprenderás todo, te las he dejado sobre la cómoda del vestíbulo. Y lo primero que hice en cuanto volví a casa desde Venecia (me obligaste a coger el tren de las 16.41, con cambio en Bolonia a las 18.48, que llega a casa a las 19.47 cuando sabes que Venecia es una ciudad lejana y que a mí me gusta pasar la noche allí, para no hacer esas locuras de viajes de ida y vuelta) fue precisamente mirar esas terribles fotografías vuestras. Se veía una llanura árida, una tierra resquebrajada por la sequía, un amasijo de gente bajo las telas, mujeres con niños en los brazos, criaturas con la tripa hinchada y los ojos fuera de las órbitas. Puedo imaginarme lo bien que te sientes al bajar del avión de vuestra Organización mundial, al descargar cajas de víveres, al montar el hospital de campaña, al ponerte la bata y los guantes esterilizados que te has traído de Europa, y bajo la luz de lámparas animadas por generadores ejercitar tus artes salvadoras en los pobres cuerpos de esos niños. Puedo entenderlo, te lo repito. Pero tú también tienes que entenderme. Tiré al cubo de la basura esas horrendas fotografías y cogí el primer tren de vuelta a casa de mi madre. Y es que no podía quedarme esperándote en casa como Penélope en las condiciones psicológicas en las que me hallaba. Gianni, como sabes, siempre ha sido muy amable, no sólo conmigo, sino incluso contigo, aunque no te conozca, porque te aprecia como persona, y estoy segura de que, con lo bueno que eres, serás capaz de entender todo lo que…»
Mira, hasta sería inútil que siguieras, de verdad, querida mía, porque, ya lo sabes, te comprendo como nadie puede comprenderte, pero quiero dejar que sigas, porque también es verdad que una explicación detallada hará que te sientas más ligera, menos culpable, que es precisamente lo que menos querría. De la amabilidad de Giannischicchio [14] nada hay que decir, y muchos menos de su sentido cívico: fue lo primero que comprendí. Y el hecho de que te hiciera una breve llamada telefónica por la mañana, y por la noche, venga, no te lo tomes así, venga, no te desanimes, y otras cosas que te consuelan y que hacen que te sientas una persona, es algo que me conmueve, porque quiere decir que había quien se ocupaba de ti, algo de lo que tenías extrema necesidad en aquel maldito periodo. Entendí perfectamente cuando me hablas de ese día en el que habías decidido pasar el fin de semana en nuestra vieja casa de la playa y, en determinado momento, te detuviste al borde de la carretera, apagaste el motor del coche y te quedaste, como tú dices, «bloqueada». ¿Sabes lo que ocurrió? Yo te lo explico. En términos psiquiátricos se llama «pánico». Simplemente, fuiste presa del pánico. No es que en ciertos casos de pánico haya que descuidar las causas psicológicas, como es naturaclass="underline" en el tuyo, precisamente, el hecho de que fueras víctima de una enorme turbación. Porque, como me dices, el saber que habrías encontrado la casa desierta, que yo estaba lejos, como disuelto en el aire, te daba una profunda sensación de abandono, mejor dicho de abatimiento. Y para qué sirve hacer una cosa así, se pregunta uno sin preguntárselo, quiero decir, ¿con qué objeto voy a pasar el fin de semana a una casa donde he sido feliz con una persona si esa persona ya no está, y todo, los muebles, los objetos, hasta los platos, me hablan de él? No es necesario poseer la bondad que me atribuyes para comprender una cosa así: hasta las piedras lo entenderían. Al igual que soy el primero en entender que Giannischicchio estuviera a tu lado. En el fondo se lo agradezco, ¿sabes?, y comprendo que pudiera constituir un punto de referencia para ti. Así pues, aquel día, me decías, fuiste presa del pánico, aunque en realidad la expresión sea mía. Por suerte, estaba aquel café, al otro lado de la carretera, que funciona también como tienda de ultramarinos, a cargo de aquel viejecillo con una pierna de madera que es en cierto modo una institución en nuestro pueblecillo costero. Dejaste el coche bajo la vieja casa con la lápida donde nació el poeta trompetero, conseguiste entrar, llamaste a Giannischicchio. ¿Crees acaso que no entiendo por qué llamaste a Giannischicchio? ¿Y a quién ibas a llamar, a mí tal vez, que en aquel momento estaba en Abisinia? Porque ese día yo estaba precisamente en Abisinia.
Gianni es hombre de sentido común, y de experiencia, y, sobre todo, te quiere mucho (nos quiere mucho). Te dijo lo que te hubiera dicho una persona que te quiere, y que tú me refieres en tu carta: palabras amigas, tranquilizadoras, afectuosas. Las que tenías necesidad de que te dijeran. Porque uno, en la vida, siempre tiene necesidad de que le digan las palabras que quiere que le digan, y Gianni, gracias a Dios, comprendió perfectamente las palabras que tenías necesidad de que te dijeran. Y gracias a sus palabras conseguiste volver a coger el coche y llegar hasta nuestra casa, que del pueblo no dista más que un kilómetro, cruzaste el olivar (a propósito, ¿ya lo han arrancado y transformado en viña los afanosos de los nuevos propietarios?) y por fin entraste en casa. Abriste de par en par puertas y ventanas y, como dices en la carta, la casa ya no te pareció habitada por fantasmas, el sentimiento de mi ausencia ya no te pareció tan angustioso, te preparaste un té, te pusiste un jersey, y comprendiste que no era todo tan espantoso como te había parecido, y que, pese a todo, la vida sigue.
Y el resto, además de la frase que me dices, me lo imagino por mí mismo. Aprecio, en cualquier caso, que me digas, con gran altruismo, que a un hombre debe de causarle cierta impresión volver a casa después de una ausencia, aunque haya sido un poco larga, y no encontrar a su mujer, sino una carta sobre la cómoda en su lugar. Y no niego que me causó cierta impresión, porque, en el fondo de mi corazón (ya ves lo bobo que soy), aquel día, mientras volvía con un vuelo agotador, pensaba en invitarte a cenar a Hesíodo, ya sabes, la vieja fonda donde se come potaje de pan y bistec a la plancha, y estaba seguro de que, mientras cenábamos, me preguntarías: ¿qué tal te ha ido?, ¿qué tal estás?, ¿has sufrido? Y, en cambio, uno encuentra una carta donde se le dice que sin duda comprenderá la situación, con lo bueno que es. Y yo, como te decía, lo comprendí, aunque debes permitirme que te diga que sobre mi bondad estás exagerando, porque en el fondo no soy tan bueno como afirmas, y además, si no me equivoco, en esa definición tuya siempre ha habido un toque de superioridad, no me atrevo a decir de desprecio.