¿Dónde se cogía el Orient-Express? ¡Pues en la Gare de Lyon, en la Gare de Lyon! Y en aquella maravillosa estación, ¿qué había? ¡Pues el Train Bleu, el restaurante más chic de París! ¿Te acuerdas? Claro que te acuerdas, no puedes dejar de recordarlo. El Train Bleu son tres enormes salas con frescos en las paredes, pequeños sofás de terciopelo rojo, arañas de Bohemia y camareros con chaquetilla y un tablier inmaculado que te dicen: «Bienvenus, Messieurs Dames» con el aire de que les importas un bledo. Para empezar, pedimos ostras y champán, porque dos que no parten hacia Samarcanda en el Orient-Express tendrán derecho al menos a empezar así, ¿no? Partir siempre es morir un poco, decíamos mirando a las personas que habían de permanecer en los andenes despidiéndose, mientras hablaban con las personas que se asomaban por las ventanillas iluminadas. ¿Adonde iría ese anciano señor calvo, con su pajarita, fumando en pipa asomado a la ventanilla con la misma desenvoltura que si se hallara en el salón de su casa? Y la señora que se sentaba en ese mismo vagón, con un sombrerito carmesí y un cuello de pieles, ¿sería su mujer o una desconocida cualquiera? Y, durante el viaje, ¿nacería una historia de amor entre ellos? Quién sabe, quién sabe, entretanto empecemos el viaje, decíamos; el tren, pues, sale del andén ele, o por lo menos eso sostenía el panel que anunciaba las salidas de los trenes, y la primera parada sería Venecia. Ah, Venecia, ¡cuántas veces habías soñado con ver Venecia!, el Gran Canal, San Marcos, la Ca ’ d’Oro… Sí, querida, de acuerdo, pero no creo que puedas ver mucho lo siento de veras, pero el tren hace una simple parada nocturna en la estación de Santa Lucía, como mucho, podrás ver la laguna sobre la que discurren las vías, la laguna a la izquierda y el mar abierto a la derecha, pero no quisiera que olvidaras que nuestro destino es Samarcanda, pues, en caso contrario, te entrarán ganas de parar en todas las ciudades por las que pasa el tren, primero Viena, después Estambul, ¿o es que quizá te molestaría ver Estambul?, piénsalo, el Bósforo, las mezquitas, los minaretes, el Gran Bazar.
En resumidas cuentas, que el verdadero viaje que no debíamos hacer era a Samarcanda. Yo conservo de él un recuerdo inolvidable, y tan nítido, tan detallado, como sólo pueden proporcionarlo las cosas vividas de verdad en la imaginación. Sabes, estaba leyendo a un filósofo francés que observó cómo lo imaginario obedece a leyes tan rigurosas como las de lo real. Y lo imaginario, amor mío, no es en absoluto lo ilusorio, que es una cosa bien distinta. Samuel Butler era realmente un tipo listo, no sólo por las fantásticas novelas que escribió, sino por su manera de ver la vida. Me viene a la cabeza una frase suya: «Puedo tolerar la mentira, pero no soporto la imprecisión.» Amor mío, mentiras nos hemos dicho muchas en nuestra vida, y todas nos las hemos aceptado recíprocamente, por lo verdaderas que de verdad eran en nuestro imaginario deseante. Pero ha habido una, o si lo prefieres una múltiple en torno al mismo hecho real, que provocó que nos perdiéramos para siempre, porque era una mentira falsa, porque era lo ilusorio, y lo ilusorio es necesariamente impreciso, existe sólo en las nieblas de la autoilusión. En nuestros sueños siempre habíamos hecho como don Quijote, que impulsa su imaginario hasta el final, un imaginario que presupone la locura, siempre que ésta sea exacta: exacta en la topografía del paisaje real que él atraviesa con su imaginación. ¿Se te ha ocurrido alguna vez que Don Quijote es una novela realista? Y en cambio, un día, resulta que de repente de don Quijote te conviertes en Madame Bovary, con su incapacidad de delinear los contornos de lo que deseaba, de descifrar el lugar en el que se hallaba, de contar el dinero que gastaba, de comprender las gilipolleces que hacía: eran cosas reales y le parecían aire, y no al contrario. Qué enorme diferencia: no se puede decir: «yo iba a una ciudad lejana», o bien «era un anciano y atento señor que me hacía compañía» o bien «no creo que fuera amor, más bien una forma de ternura». No se pueden decir cosas así, amor mío, o por lo menos no podías decírmelas a mí, porque ésa era tu ilusión, tu pobre patética ilusión: esa ciudad tenía un nombre concreto y en el fondo no estaba tan lejos, y él no era más que un hombre ya de cierta edad con el que te ibas a la cama. Era un amante tuyo que creías hecho de aire, pero que era de carne.
Por eso te recuerdo el viaje que no hicimos a Samarcanda, porque eso sí que fue verdadero y nuestro y pleno y vivido. Y por lo tanto sigo con nuestro juego. Como dice ese filósofo del que te hablaba, la memoria evoca lo vivido, es precisa, exacta, implacable, pero no produce nada nuevo: ése es su límite. La imaginación, en cambio, no puede evocar nada, porque no puede recordar, y ése es su límite: pero en compensación produce algo nuevo, una cosa que antes no existía, que nunca había existido. Por ello, utilizando estas dos facultades que pueden ayudarse mutuamente, estoy aquí para evocarte aquel viaje nuestro a Samarcanda que no hicimos pero que imaginamos hasta en sus más exactos detalles.
Nuestros compañeros de viaje fueron respectivamente una desilusión y un entusiasmo. Aquel señor elegantísimo que parecía tan fino acabó resultando un comerciante de baja estofa, tendente a lo venal, no conseguimos comprender a qué clase de exportación e importación con Turquía se dedicaba, pero no se trataba de nada claro. O por lo menos a ti te olía a chamusquina, me guiñaste el ojo un par de veces, ¿te acuerdas?, y cuando se apeó en Estambul, hasta dejaste escapar un suspiro de alivio, porque los cumplidos que te dirigía se estaban haciendo excesivamente galantes para un desconocido con el que uno se topa en el tren, y ya no sabías cómo apañártelas, mientas yo me hacía el socarrón. La señora, en cambio, resultó ser mucho mejor de lo que su aspecto prometía. Quiero decir: aspecto chejoviano apropiado al personaje, fue tu comentario, que me susurraste en el pasillo. Y, en efecto, nunca había visto una chejoviana como aquélla. Empezó con la edad de la muchacha de Ganas de dormir. ¿Hasta qué punto la necesidad fisiológica del sueño puede influir en un homicidio? Bueno, eso depende, elucidaba con competencia la fascinante señora: ustedes, señores, por ejemplo, ¿han estudiado alguna vez el sueño, biológicamente hablando, se entiende?, pues bien, el estado de vigilia tiene un límite de resistencia, algo así como el dolor, y varía con el variar de la edad, por ejemplo hay una edad en la que la necesidad de dormir es una necesidad insoslayable, dominadora de cualquier otra sensación y necesidad, sobre todo en una persona de sexo femenino, y ése es el momento de la primera pubertad, y he aquí uno de los motivos por los que la pequeña criada ahogó a la recién nacida a la que debía cuidar y que con su llanto no la dejaba dormir: porque aquella noche, o la anterior como mucho, había tenido su primera menstruación, y estaba exhausta.