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«Se lo ruego.»

«No sé si usted se hace una idea, pero para mandar un mensaje a la nebulosa de Andrómeda, contando los años luz, hacen falta cien años de nuestro calendario, y otro siglo para obtener una eventual respuesta. Es absurdo, pensará usted que estoy loca.»

«No, no lo pienso, creo que todo puede suceder en el universo, por favor, continúe.»

«Los cristales de hielo se condensaban en el ventanal, era de noche, yo estaba delante del telescopio como quien ha cometido una absurda estupidez, y en aquel momento llegó la respuesta de Andrómeda, era un mensaje modulado, lo pasé por el descifrador y lo reconocí inmediatamente, la misma frecuencia, la misma intensidad: en términos matemáticos era un mensaje que había oído durante quince años de mi vida, el de mi Denis. ¿Le parece que estoy loca?»

«No, no lo creo, acaso el universo lo esté.»

«¿Usted qué habría hecho?»

«No lo sé, francamente, no sabría qué decirle.»

«Descubrí en un texto sagrado hindú que los puntos cardinales pueden ser infinitos o inexistentes como en un círculo, idea que me turbó, porque usted no puede arrebatar a un astrónomo los puntos cardinales. Por eso estoy aquí, porque no se puede creer en llegar a los confines del universo, porque el universo no tiene confines.»

Sabes, amor mío, no te habría escrito todo esto si no fuera tan tarde, es decir, si yo no estuviera en el revés del verano, en los días de sol de un diciembre. Pero las páginas de aquella novela que no escribí han despertado en mí aquel viaje que no hicimos, quizá porque hablan de estrellas, y tiene tantas estrellas el cielo que supone un mínimo daño que caiga una u otra, y nosotros intentamos comprender su topografía, aquel veinticuatro de septiembre de hace tantos años, porque una noche entera del viaje que no hicimos a Samarcanda nos la pasamos en el observatorio de Ulug Beg. Vaya estupidez estudiar las estrellas, ¿verdad? Al suelo es donde hay que mirar, al suelo, porque la vida nos obliga siempre a inclinar la cabeza.

En estos últimos tiempos me he puesto a estudiar un poco de uzbeko. Así, en broma, como se estudian algunos idiomas en los manuales del perfecto viajero, y además he leído que estudiar idiomas a una cierta edad previene el mal de Alzheimer. ¿Te acuerdas de lo divertido que nos parecía ese idioma cuando lo oíamos hablar? Por ejemplo, «Hasta pronto», que en realidad quiere decir adiós, es una palabra divertida porque hasta parece española, se dice alvido. Pero quizá la fórmula más divertida sea men olamdan ko’z yaemapman. Que con todo es una expresión literaria. La más sencilla, es decir, familiar, es men ko’z o’ljapman. ¿Sabes lo que quiere decir?

Es un verbo. Quiere decir «Ich sterbe», mi querido amor.

La máscara está cansada

Mi dulce Ofelia:

Llega siempre el momento en el que comprendes que la ilusión sucesiva de los días, o su música, ha llegado a su fin. Si era ilusión, es como cuando, en el instante del alba, los contornos de lo real, antes difusos, se ven invadidos por la luz creciente y se vuelven nítidos, cortantes como hojas, y sin remisión. Si era música, es como si las notas de una orquesta, después del movimiento allegro, scherzoso, adagio y allegro maestoso, se volvieran solemnes y se apagaran lentamente: las luces se amortiguan y el concierto ha terminado.

Hoy he salido de nuestro pequeño teatro y he visto que en el cielo de Londres, inesperadamente, se había encendido una insólita luz anaranjada que no pertenece a nuestras puestas de sol, aunque se adecúe a este cansado septiembre en que se prepara el equinoccio de otoño. Pero es una luz cuyo color se va transformando, del naranja se difumina en violeta y en añil, como en algunas ciudades del sur, ciudades de agua y de mármoles, que Turner fue a buscar a Venecia. Aquí hay piedra gris y no hay más agua que este lento Támesis que discurre, y he echado a andar siguiendo sus orillas. No he llegado muy lejos, me he detenido en los pretiles de los alrededores de la estación de Embankment, y mientras tanto pensaba, dejando fluir mis pensamientos en libertad, y mientras tanto también el Támesis, como mis pensamientos, discurría en mi dirección, y parecía contarme una vieja historia, tan vieja como la nuestra, esa que nos vemos obligados a recitar desde hace años. ¿Desde hace cuántos?, me he preguntado. Oh, demasiados, si lo pienso, realmente demasiados, veinte a principios de año y ya casi veintiuno, mi dulce príncipe, me contestarías con melancolía desde tu camerino. Mi dulce Ofelia, hace más de veinte años que flotas mecida por la corriente, desde hace veinte años veo cómo te ahogas, y sé que soy la causa de tu muerte.

Miraba la lenta corriente del río y pensaba en los años transcurridos, en las llamas de los entusiasmos, en el acomodarse en una suerte de costumbre que se convierte en cubil, después de que la lenta ilusión de los días se convierta en lenta ilusión de que el mañana pueda ser distinto de hoy. No, el mañana no puede ser distinto, pequeña Ofelia, mañana te seguiré diciendo cosas inconexas, que ahora te amo y que ya no te amo, que estoy cazando las ratas de mi palacio, me mofaré de tu hermano y atravesaré el pecho a tu padre, ese estúpido de York estará inmóvil ante mí con el brazo extendido enseñándome una calabaza y tú con el corazón roto te abandonarás mientras te mece la corriente. Y en ese momento, mientras las luces se amortiguan en el azul, los actores quedan inmóviles sobre el escenario para crear esa pausa de espera que debe atrapar al público, la música de los altavoces cantará Yesterday, all my troubles seemed so far away. Y como siempre nos encomendaremos a la voz de los Beatles para renovar una tragedia con muchos siglos de historia.

Pero en aquellos años nuestra banda sonora provocaba cierto efecto, ¿verdad, pequeña Ofelia? Qué nuevo era, cómo le gustaba al público, a los periódicos, a la gente, que en un teatrillo del Soho una compañía de jóvenes estudiantes renovara la tragedia de siempre vistiendo pantalones de campana y difundiendo música de los Beatles. Yo llegaba con mi Mini Morris y, bajando delante de nuestros admiradores, dando la vuelta al coche y abriéndote la portezuela, como si tú fueras una gentilhembra digna en verdad del príncipe Hamlet, te invitaba a bajar con una reverencia majestuosa, al sombrero le había añadido una pluma y acompañaba con él mi saludo. Oh, lejana Ofelia, eran los últimos años sesenta, nosotros nos sentíamos tan jóvenes como lo que éramos, Londres parecía una fiesta, y la vida también. Quizá la ocurrencia más genial fuera utilizar aquellas dos grandes marionetas neoclásicas para hacer de Rosencrantz y Guildenstern. Dos muñecos mecánicos de madera y metal construidos por los antiguos artesanos que en aquella época confiaban en construir un autómata, semejantes en todo y para todo a la criatura humana, que movían sus rostros tristes sobre los que habíamos puesto dos lágrimas de Pierrot, mientras dos voces entre bambalinas recitaban sus papeles, producían un efecto de extraordinaria turbación. Observen, estimados espectadores, los verdaderos actores son éstos, son marionetas mecánicas con una grabadora dentro de su tripa de madera, no tienen vísceras, no tienen corazón, no tienen alma, sólo tienen virutas y una cinta magnética que finge sus emociones. Hacedme vuestro teatro, les digo, Rosencrantz se arrodilla y sus articulaciones mecánicas rechinan de forma siniestra en la sala. Guildenstern ha adoptado una pose penosa, como si le doliera la tripa. Sostiene en su mano una carta, y se la tiende a Rosencrantz, quien sostiene en su mano una carta que tiende al rey de un lejano país. Señor, dice Rosencrantz, con esta carta debemos traicionar al príncipe de Dinamarca, le ruego que la acepte porque así lo quiere mi compadre Guildenstern. Señor, dice Guildenstern, con esta carta debemos traicionar al príncipe de Dinamarca, le ruego que la acepte porque así lo quiere mi compadre Rosencrantz. Señor, dicen al unísono Rosencrantz y Guildenstern, como prenda de nuestra traición permítanos ofreceros nuestras lágrimas de Pierrot. Me levanto de golpe, todo ello me parece intolerable, esos dos estúpidos maniquíes de madera están atacando mis sentimientos, intentan impresionarme, llegar hasta mi lado más débil y cobarde, me chantajean, ¿es que creen quizá que pueden capturarme en su trampa? ¡Ah!, no es empresa fácil con el animoso príncipe de Dinamarca. Él desenvaina su espadín, apunta hacia ellos, los desafía, los amenaza. Bellacos, bufones de tres al cuarto, que ni siquiera bufones sois, sino criaturas mecánicas, ¿creíais poder emocionar el vasto ánimo de un valeroso príncipe? La cabeza de uno de ellos, movida por el mecanismo interno que hace que gire, se ha colocado de perfil, con el fin de que el público pueda ver bien la lágrima de Pierrot que le surca la mejilla, y el foco del electricista, como una punta de cuchillo, atraviesa esa lágrima, un cristal de bisutería que en tiempos sirvió de pendiente a una dama de bajo rango y que hemos comprado en un rastrillo para pegarla en una mejilla de este fingido actor. Y cómo brilla esa lágrima, más falsa que cualquier otra cosa falsa, con el fin de que el público pueda llorar lágrimas verdaderas, por la ilusión que a cambio del precio de una entrada le vendemos cada noche. Pero el príncipe de Dinamarca no permite que el público llore por un actor que no sea éclass="underline" acerca el espadín al cuello del compañero de ese simulador que finge llorar, y le pregunta: ¿llora?, ¿quién es Hécuba para él? Turbado, realmente turbado, está ese joven príncipe a quien los espectros no dejan descansar, y atormentadas son sus noches, porque sabe que la nefanda reina yace con su amante mofándose de la memoria de su padre. Se coge la cabeza entre las manos, se dirige a la Luna, está asediado por la más tétrica melancolía, tiene el ánimo negro de hollín. Pobre pequeña Ofelia, ¿crees de verdad poder aliviar sus penas con tus ingenuas palabras de amor?