Así pasan los años, y envejecemos, pegados a la máscara que nos ha sido impuesta, aunque la hayamos elegido nosotros mismos. Los artículos de los periódicos se van haciendo cada vez más raros, hasta que un día la prensa ya no te presta atención. El joven público entusiasta que un día se sentaba ante ti, ahora trae consigo a unos chicos: son sus hijos, quienes pueden ver ya en clave histórica cómo una compañía de vanguardia de los años sesenta supo interpretar a Shakespeare en los años sesenta, ahora que estamos a finales de siglo. Y de este modo incluso tu muerte es historiable, mi pequeña Ofelia, tu suicidio a causa de un príncipe lunático, tu inconsolable desesperación, tu fluctuar en un laguito de plástico con una minifalda de Mary Quant.
Sin darme cuenta, he llegado a Russell Square, después he entrado en el Covent Garden y he comprado una entrada para el Theatre Museum. Y así me he puesto a deambular por sus salas, finalmente como quien mira sin ser mirado. Y me he detenido en el recinto donde unas maquetas ilustran la evolución de las salas de espectáculos desde Shakespeare hasta hoy, y después en la sección donde están expuestos los carteles, los programas y el vestuario de las puestas en escena más célebres de lo que durante más de veinte años hemos representado. Y ha sido una sorpresa veteada de angustia ver cómo todo envejece en el teatro menos el espíritu mismo del teatro. La antigua, inmutable tragedia del excéntrico príncipe de Dinamarca y de su infeliz enamorada permanecía idéntica en cada época y, en cambio, qué feos y fuera del tiempo resultaban los rostros y los vestidos de los actores, y la escenografía. Todo era viejo y pasado de moda, porque incluso en su tentativa de copiar lo antiguo cada época quedaba indeleblemente impresa en los trajes y en los rostros de los actores; ella misma y el tiempo que traía consigo. Y he pensado que a no mucho tardar también nosotros estaríamos entre aquellos carteles y aquellos vestidos: yo, al estilo de los Beatles, con el pelo tapándome el cuello, aunque cada vez me quede menos, y tú, pobre Ofelia, a la que he obligado cada noche a suicidarse en minifalda. Y he sentido de verdad un escalofrío, y una suerte de locura: las salas estaban desiertas, he escogido una donde una célebre actriz de los años treinta me miraba con la mirada trágica y opaca de un cartel amarillento. Y entonces no sé que me ha entrado, me he arrodillado ante ella, le he dicho Pray, love, remember, y le he hablado de las flores trinitarias y le he dicho que la lengua habla con notas extrañas, es bífida como la de una serpiente, se desliza de través, y después le he dicho: ¡Vete a un convento! ¿Por qué habías de ser madre de pecadores? Yo soy medianamente bueno, y, con todo, de tales cosas podría acusarme que más valiera que mi madre no me hubiera echado al mundo. Soy muy soberbio, ambicioso, vengativo, con más pecados sobre mi cabeza que pensamientos para concebirlos. ¿Por qué han de existir individuos como yo para arrastrarse entre los cielos y la tierra? Y he abrazado el aire que tenía ante mí como si esa esencia de Ofelia a la que me dirigía fueras realmente tú, y me ha parecido que por vez primera en nuestra vida había sabido expresarte mi amor, mi eterno inconmensurable amor que sin embargo está enfermo, porque el Príncipe no está bien, querida y dulce Ofelia, lo roe un morbo desconocido que le seca el alma y al mismo tiempo le llena el cuerpo de humores biliosos y malignos, ah, pero ¿quién es a fin de cuentas ése que durante tantos años he sido yo y a quien todavía no conozco?, ¿quién es esa criatura atormentada por dudas e insomnios que aguarda a espectros y cree en el Eterno? ¿Y por qué ese ser necio y retorcido permitía que tú, gentil Ofelia, te ahogaras todas las noches en una piscina de plástico con una minifalda blanca de Mary Quant? ¿Es que acaso no podía decirte alguna palabra más? ¿Tan obligado e inmutable era el guión que debía seguir?
No, no lo era. Me he arrojado a tus pies y por fin delante de la fotografía amarillenta de aquella vieja actriz te he dicho las palabras que jamás he podido decirte en todos estos años. Son palabras pobres, porque yo no soy aquel gran dramaturgo que nos ha aprisionado para ser lo que somos, tengo una infancia pobre que sabe a miseria y a periferia, no soy más que un pobre actor, y mis acentos están contados. Pero te he dicho: dulce Ofelia, sabes, yo no quería hacerte todo el daño que te he hecho, hubiera querido ser contigo honesto y normal y tributario, como lo son los hombres que vuelven por la noche a casa y pagan impuestos, y que saben que la jubilación se les debe porque han cumplido con un honesto trabajo durante toda su vida, han archivado las carpetas de los impuestos ajenos, han sellado papeles en cualquier oficina del Estado, han agujereado los billetes de los pasajeros en los trenes que recorren nuestro país. Y te he hecho una poesía, perdona por sus pobres versos, están extrapolados como quien recuerda a ráfagas y a tumbos:
¡Oh, cosméticos del cielo,
curad a mi enamorada!
Ella tiene los ojos glaucos,
y llora por mi negrura.
Llevo una negra capa,
y negro es mi ánimo, dicen, pero yo te amo,
[dulce Ofelia,
tengo un ánimo cándido,
más blanco que tu minifalda.
Y como los hombres de los que te hablaba, la gente honrada que llega a su merecida jubilación, oh, mi dulce Ofelia, que has soportado mi aburrida presencia durante toda la vida, quisiera que tú me dijeras: Richard, ha llegado nuestro nietecito, está en su habitación, voy a llamarlo enseguida para que puedas jugar con él. Y aunque no tenemos nietecitos porque nunca tuvimos hijos y te suicidaste antes de que ello pudiera suceder, irás donosamente a la habitación de invitados con una recatada bata y unas chinelas forradas de falso raso, no con una minifalda de Mary Quant, y volverás al salón con un niño de la mano diciendo: Francis, da las buenas noches al abuelo, que ha vuelto del trabajo y ahora jugará contigo. Ah, pero yo ya sabía que el pequeño Francis iba a ser nuestro huésped este fin de semana, no soy tan ingenuo como tú crees, mi pequeña Ofelia, y, de hecho, ¡mirad la sorpresa que ha traído el abuelo! Y de esta forma abro el paquete que llevaba bajo el brazo con gesto indiferente y extraigo un trencito en miniatura que hará las delicias del pequeño Francis. Tiene las montañas adecuadas y los túneles que debe atravesar la locomotora, un laguito hecho de papel de aluminio, dos pasos a nivel y un pueblecito casi igual a este donde vivimos, porque es hermoso vivir en el campo a nuestra edad, ¿verdad, Ofelia?, sabes, cuando me pediste que abandonáramos Londres me resistí un poco, pensaba que me iba a entrar melancolía viviendo entre prados de hierba, rebaños de ovejas y, como única distracción, el pub del centro. Y qué felicidad para el pequeño Francis, que desde el año pasado deseaba un juguete como éste. Demasiado caro, me dijiste las Navidades pasadas, pero ahora, perdóname, he hecho una verdadera locura, pero, sabes, la liquidación al jubilarme me consiente un pequeño exceso económico que haga feliz a un nieto tan delicioso como el nuestro, y cómo me gusta ver que por fin tú también estás de acuerdo, es más, que eres feliz, y cómo te alegra ponerte a jugar de inmediato con tu nietecito. Lo deseabas hace tiempo, ¿verdad?, pero tu sentido de la economía no te lo había permitido, y así nos quedamos los tres fascinados, incluso nosotros como dos niños, mirando el tren eléctrico que da vueltas atravesando montes, valles y pueblos, mientras con sólo apretar un pequeño botón el paso a nivel se cierra dejando que avance en su carrera triunfal.