Ese libro lo sabía todo, de verdad, incluso que la mía sería una caída libre hacia la nada de la nada. Pero no sabía que no iba a haber un viaje de ida, que iba a ser un viaje de regreso. O mar, mar azul, canta la vendedora de naranjas, piquinino mar, y así bajé a la calle, amor mío, ya completamente de día con un sol de invierno que reconstruía un verano lejano, y yo debía rememorar a quien ayer gustaste como si aún tuvieras que gustarle, y me pregunté el porqué de este viaje mío que ese libro misterioso escondido en un cajón de mi cuarto describía solamente en un sentido. Y por qué, por lo tanto, debías gustar al fantasma de Don Juan, o a James Stewart, como se quiera decir, y por qué dejaste que te gustara aquel estúpido viejo con olor a colonia, y por qué debías gustar al fuego fatuo de aquel perverso de Leporello, y por qué dejaste que aquel perverso te gustara, y compré naranjas y me las comí yendo hacia el mar, o mar, o mar azul, mar piquinino, recorrí las callejuelas de la Ribeira, escogiendo la casualidad de las calles, porque las calles son un lugar ideal para la casualidad que ofrece la vida, mirando las barcas que discurrían por la lenta corriente del río.
Por fin llegué a la desembocadura, hasta encontrarme en la playa. Me puse a mear contra el mar, aprovechando el viento que soplaba a mis espaldas. Pasó un señor vestido de académico, con un sombrero de tres picos, por un momento me pareció Marinetti, me lanzó una mirada que me pareció de desaprobación, y le dije: no se escandalice, señor académico, estoy añadiendo al océano una gota de agua, mee usted también contra el mar, verá lo bien que le sienta, y tenga cuidado de no mearse en los zapatos, porque a los académicos les pueden pasar esas cosas. Mar grande, el mar es en verdad inmenso, amor mío, mar azul, pero aún no había luna cheia, había una franja violeta en el horizonte que tendía al anaranjado, quizá se estuviera preparando una borrasca, comprendí de verdad que estaba recorriendo al revés la trayectoria que el libro misterioso había trazado para mí, había algunas velas en el mar, y eso lo hacía realmente pequeñito, volví hacia la ciudad, caminando lentamente. Atravesé de regreso aquella callecita de periferia, buscaba la rua Ferreira Borges, pero nadie parecía conocerla, en determinado momento tuve la impresión de que mi tío Federico Mayol cruzaba una plaza bajo una lluvia fina que había empezado a caer. Busqué una oficina de correos y mandé el telegrama que era necesario mandar a tu Comendador y a tu Leporello: mi más sincero pésame, les escribí, estoy seguro de que la echaréis mucho de menos. Y en ese momento comprendí que por fin podía volver a casa, podía incluso dejar mi equipaje en la pensión, no había nada dentro, aparte de cuatro camisas y dos libros leídos y releídos: uno son los fantasmas que un escritor mexicano se encontró en una noche de sueño, los fantasmas del señor Páramo, el otro es el Evangelio de ese optimista de Juan, a quien tanto amé y que tanto creyó en la palabra, porque en principio era el verbo y ello era la vida y la vida era la luz de los hombres. Y me encaminé a pie hacia casa, hacia mi casa. Cataluña no está lejos, en el fondo, se puede recorrer el camino a pie. Pero tú, amor mío, ¿estarás de nuevo? ¿Habrás hecho, como yo, tu viaje de regreso y todo estará de nuevo a punto de empezar, recomenzando desde el principio?
Vigilia dela Ascensión
Mi dulce muchacha doliente:
Doliente te he dejado yo al abandonarte. Pero no fue culpa mía, ya lo sabes, aunque no tenga sentido hablar de culpas, y además tú jamás has podido soportar la palabra «culpa». Es verdad, es una palabra insoportable. Digamos que fue a causa de las gallinas livornesas, seguimos llamándolas así en nuestro viejo código, porque un trasplante no es una broma, lo sabemos, con todo lo demás que giraba alrededor de aquel bonito asunto. Pero no hablemos más de ello, ¿de acuerdo?
Escucha, también ayer por la noche, que es la noche más hermosa que he pasado en estos años, la más dulce, la más clara, la más larga, mientras te tenía de nuevo entre mis brazos, pensé: no debo pensar más en ello, no debemos pensar más en ello, así es como ha ido todo, son cosas que pasan.
Y entretanto oía sonar las campanas de aquella aldea inmersa entre los olivos que se entrevé desde la ventana del hotel adonde fuimos a parar después de haber estado dando vueltas por los campos toda la tarde. Primero la posada de Pepito Grillo. Nos dijimos, ni soñando, pepitos grillos ya hemos tenido bastantes en nuestra vida. ¿Te acuerdas de Rino, por ejemplo? ¿Sabes que me vino a la cabeza Rino ayer por la noche? Figúrate, Rino, un Clelio el Filipino surgido de las profundidades del tiempo. [21] Pero ¿en qué año era, te acuerdas? ¿En el sesenta y siete, en el sesenta y ocho? Por ahí, más o menos: Rino, el escupefrases, aquel que decía que si el mundo es paradójico, nada hay más paradójico que la vida que se casa con la muerte. Si no recuerdo mal, a ti no te disgustaba, te parecía un hombre interesante, escribía ensayos complicadísimos en una revista parauniversitaria que no leía nadie. «La visión hace el éxtasis más sereno», le gustaba decir citando fuera de lugar a Edgar Allan Poe. Yo creo que se pinchaba, en aquellos tiempos se pinchaban todos, y quien no se pinchaba, pinchaba a otros con la pistola, pinchar a uno para educar a cien, si así puede decirse. Después se descubrió que la revista no era parauniversitaria ni nada parecido, servía sólo de tapadera para un grupúsculo de agitadores cuya financiación parece ser que provenía de Imelda Marcos, figúrate, esa que coleccionaba zapatos para ella y nudos corredizos para sus conciudadanos. Vaya, que con aquel escupefrases de Rino sí que tuviste un pequeño flirt, aunque no fuera más que intelectual, dado que cuando lo encarcelaron preventivamente, como es costumbre entre nosotros, intercambiasteis una nutrida correspondencia aderezada con Nietzsche y Shakespeare, un asunto serio. Pero quién sabe por qué estoy hablándote de esto, es porque ayer por la noche, de verdad, pensé en la cantidad de Pepitos Grillos que hemos tenido que aguantar hasta nuestra edad. Pero ahora, por fin, ya basta.