Decirte que te he deseado desde el primer momento en que te vi es un lugar común, pero es así. Pero entonces, hace cien años, tú eras, como decía, una jovencísima mujer, una muchacha en flor, lista para abrirse para quien la cogiera, yo un austero señor de la edad de tu padre, y aquello un lugar de vacaciones para familias. Y con las familias seguimos viéndonos cada invierno, por lo general en febrero, que además para ti eran vacaciones de verdad, para mí siete días escasos, la llamada «semana blanca» que me consentía el periódico de provincias donde me ganaba la vida. Un sueldo no excelso, es verdad, pero mucha estima, el prestigio moral de quien luchó por la libertad de la parte justa, narrándolo en un memorial estimado por la crítica que me confería ante los ojos de todos vosotros, jóvenes de izquierdas con familias de izquierdas, una suerte de aureola de héroe romántico. Y, además, cómo admirabais mi manera de lanzarme a la pista, de afrontar las pendientes más intransitables, de salir incluso con un tiempo imposible. Yo, el cincuentón de aire elegante y misterioso, era más audaz que vosotros, veinteañeros pegados al fuego de la chimenea en cuanto caían cuatro copos de nieve. Sólo tú osabas estar a mi altura en aquellos descensos míos desenfrenados: esquiabas como una campeona y nada te daba miedo. Recuerdo una mañana cuando por puro desafío me seguiste por la pista, indiferente a la opinión contraria de tus amigas y de tu novio, que aterrorizados por la nevada se quedaron en el hotel jugando al póquer. Es verdad, el hotel, si bien aparentemente modesto, era de gran refinamiento: diez habitaciones, no más, maderas nobles, parquet que crujía, alfombras artesanales: el apelativo de pensión bajo el que se presentaba no era más que un esnobismo del que todos estábamos secretamente orgullosos. Recuerdo aquella mañana no tanto porque la pendiente fuera considerable (ya había hecho otras seguido por ti), sino porque cuando me alcanzaste jadeando, con las mejillas inflamadas, el chaquetón cubierto de nieve y el mono de esquí adherente que dibujaba tus largas piernas, y para detener la carrera te abrazaste al tronco del abeto donde me había detenido, estallamos en carcajadas como unos críos, en parte por el nerviosismo de la empresa realizada, pero también porque tú eras de verdad una cría. Y nos miramos como dos compañeros de colegio que han cometido una travesura, con complicidad. Y fue con aquella mirada con la que todo comenzó, y yo pensé: esta muchacha es mía. Porque no fui yo tanto el responsable de ese entendimiento, cuanto la manera en que me miraste tú. Un hombre de esa edad comprende cómo le mira una muchacha, y yo lo comprendí. Comprendí que en aquella mirada había deseo, una sombra de malicia y una tácita invitación, y una oferta. Y pensé que si lo hubiera querido, habría podido poseerte allí, de inmediato, entre la nieve harinosa, en el umbral del bosque.
Después empezaron a pasar los años. Te recuerdo tres años después, espléndida recién casada con el primer fruto en el vientre, y tu apuesto marido, un jovenzuelo educado y preocupado por tu maternidad, temeroso de que con tu talante deportivo te hicieras daño visto tu estado de buena esperanza: y así, nuestros paseos, los cuatro por el sendero de nieve dura, nuestras conversaciones en las que mi mujer de entonces (todavía era la primera, ¿te acuerdas?) te aconsejaba sobre la vida que debías llevar: descanso, pero no demasiado, seguir una dieta, ligera gimnasia matutina y otras bagatelas de esa clase. A las mujeres de cierta edad les gusta dar consejos a ese respecto, tú escuchabas con compunción y tu marido y yo hablábamos de otras cosas.
Te volví a ver como joven madre, con un churumbel de la mano y ya embarazada por segunda vez. Eras especialmente excitante, ¿sabes? Aquel invierno no podías esquiar, obviamente, dabas algunos paseos hasta el pueblo y el resto del tiempo lo pasabas al lado de la chimenea, jugando con tu niño, que estaba aprendiendo a mantenerse en pie. Recuerdo que lo sostenías con una especie de correa que llevaba atada al pecho y que le animabas a no tener miedo, le llamabas «chiquitín» con voz dulce. Aquella semana soñé más de una vez con poseerte, te tomaba por la espalda y con los brazos te abrazaba el vientre grávido.
Y mientras tanto los inviernos pasaban, tus niños se iban haciendo mayores, nuestras familias (quiero decir tus padres y yo) adquiríamos una amistad cada vez más confidencial, yo envejecía y mi mujer también, pero por mi parte con la misma agilidad en los descensos. Tengo la impresión de que el año que llegué con mi nueva mujer, que todavía mujer no era, sino solo «novia», como se decía entonces en los ambientes elegantes, tú me miraste con renovado interés. Tal vez el nuevo amor me hubiera rejuvenecido, quién sabe, me había cortado el pelo casi a cepillo, dejándome un mechón sobre la frente, había publicado una nueva novela que había obtenido un premio y críticas elogiosas en algunos periódicos de izquierdas. Por la noche, a la hora de la cena, se hablaba de ello. Recuerdo bien tus observaciones: entonces no eras aún la literata en la que te habrías de convertir, revoloteabas tú también en eso del periodismo, en un semanario de cultura relatabas viajes no realizados y reseñabas libros no leídos. De Francesca yo estaba enamoradísimo, ça va sans dire, y lo veíais todos. Tú tampoco podías dejar de notarlo. Y, sin embargo, hubo un episodio que sucedió no obstante eso y más allá de eso, un hecho fugaz, que ocurrió porque debía ocurrir, de modo natural, al igual que sale la luna o que nieva. El hotel estaba desierto, ¿te acuerdas?, todos se habían ido a la exposición de aquel bobalicón milanés que con la mano izquierda era pintor y con la mano derecha jugaba en la bolsa. Yo acababa de volver de un descenso demasiado fatigoso, me había derrumbado sobre la cama y me había despertado casi a la hora de cenar, cuando todos se habían marchado ya. Tú, en cambio, no, te habías quedado a causa de los niños. Bajé de la habitación y te encontré delante del ventanal con vistas al valle, me dabas la espalda, estabas como absorta observando las luces lejanas del pueblo. Fue más fuerte que yo, me acerqué de puntillas, te rocé los cabellos, los cabellos color miel, y te dije: mujer soñadora. Y entonces tú te diste la vuelta y me besaste en la boca. Y después con el índice en los labios que me habían besado susurraste: chissst. No digas ni una palabra, John, te lo ruego, no es el momento, no digas nada. Y yo no dije nada.
Cuando Él llegó a tu vida, comprendí de inmediato que había llegado el hombre que siempre habías estado esperando, un hombre de quien te habías enamorado como nunca te había ocurrido, ni de tu marido, eso es seguro, ni de esos tres o cuatro amantes ocasionales que se habían cruzado por casualidad en tu existencia. Te preguntarás cómo lo comprendí. Podría contestarte que conozco a las mujeres y eso lo sabes, y que soy capaz de comprender cierta luz que hay en sus ojos cuando están enamoradas, y que sé captar una mirada ensoñadora, y una sonrisa fuera de lugar, no dirigida a nadie, sino a la persona que se tiene en la cabeza; y algunas otras cosas, que en realidad son detalles, y los detalles siempre resultan fundamentales. Y además conozco bien el Milán de aquellos años y los ambientes que frecuentabas: los salones intelectuales, las feministas, aquellos otros que soñaban con la Revolución, las consignas coreadas por las calles, y después las noches en casa, escuchando confortablemente buena música. Él no, no pertenecía a esa tipología. Y, sobre todo, no escribía. Parece ser que decía que escribir era algo que vulgarizaba el pensamiento, y que con las personas siempre era mejor hablar, y que los libros, si acaso, debían ser escritos sólo mentalmente.