Cuando acabaste de leer, miraste hacia el horizonte y tenías los ojos húmedos. Estaba cayendo la tarde y en la llanura, hacia el mar, se encendían las primeras luces. Por qué no lo llamas La gallina livornesa, te sugerí, y añadí después: debería buscarme un hotel, ya no tengo edad para conducir de noche y además el viaje es bastante largo. Quédate a dormir conmigo, dijiste, quizá no me despierte sobresaltada como me ocurre desde hace meses. Tengo setenta y cinco años, te dije. Tu sonreíste con malicia. Oh, no es lo que piensas, especifiqué, soy tan bueno como hace años, cuando empecé a desearte, verás, es que entonces… ¿Entonces qué? Lo que quiero decir es que una mujer de veinte años puede ir con un hombre de cincuenta, pero después…, después la cosa es distinta, es extraña, eso es, quizá sea sólo extraña, o un poco más extraña.
Ojos míos claros, mis cabellos de miel, los momentos de amor que en estos cinco años he vivido contigo han sido sublimes, aunque fueran raros, escandidos por intervalos que me parecían larguísimos y reservados a algún privilegiado fin de semana, a encuentros que procurábamos siempre que parecieran casuales, y en ellos he experimentado el gozo del amor físico más alto de toda mi vida. Y, sin embargo, incluso en los instantes de mayor pasión me parecía como si algo faltara para alcanzar ese éxtasis total que estaba ahí, al alcance de la mano, y que parecía no dejarse capturar en su plenitud: un petit rien que yo no sabía cuál era, y tú tampoco, acaso la conciencia de que nuestro amor era demasiado secreto, y por lo tanto, demasiado libre, y por lo tanto gratuito, lo que le privaba de esa puntita de malicia o de sentido del pecado que podía conferir a una historia insólita como la nuestra ese escalofrío subterráneo, esa especia que lo hace más raro y más febril. Por eso, después de nuestros primeros encuentros en Milán, empecé a invitarte a mi casa de campo, aprovechando las ausencias de mi mujer: porque era la verdadera casa familiar, porque era allí donde yo estaba felizmente casado (pero ¿qué quiere decir en realidad «felizmente casado»?), en esa casa yo vivía una perfecta vida conyugal, y en aquella cama, en aquella enorme cama antigua donde hacíamos el amor tú y yo, habían parido mi mujer y mi nuera, aquella enorme cama tenía una larga historia, había asistido a las vidas de muchas personas.
La cama. Qué estupidez pensar que sea una determinada cama la que dé más sabor al amor que se está cumpliendo. Y en cambio sólo me di cuenta ayer, mis cabellos de miel, y como ves siempre hay algo que aprender en la vida, incluso a mi edad. Porque esta noche pasada, esta sublime noche clara y sin viento que el calendario católico ha escogido para una de sus fiestas más hermosas, también para mí ha constituido una ascensión, en el sentido más terreno del término, porque he subido al séptimo cielo, allí donde el placer es más total y absoluto. La nuestra era una cita establecida desde hacía tiempo, y a las citas tú no acostumbras a faltar. Y, por lo demás, mi mujer iba a pasar su primer fin de semana en la montaña y no podíamos desaprovechar una ocasión así. Pero había algo que te alarmaba, lo comprendí por la llamada telefónica que me hiciste: tengo que decirte una cosa, una cosa importante y definitiva, voy sólo para eso, pero sólo para eso, ¿entiendes?, no para lo que tú crees.
Pero no, no habías venido sólo para decirme una cosa importante y definitiva. Habías venido para amarme otra vez, o una vez más, por lo menos. Lo comprendí mientras cenábamos en el mirador, había preparado las exquisiteces que te gustan tanto: foie gras sobre hojas de lechuga, pollo frío con mayonesa, el champán que prefieres. Y tú me mirabas en la penumbra como nunca me habías mirado en estos cinco años, tenías los ojos húmedos y en tus pupilas se agitaba la llama de la vela. Y yo comprendí que había una nota de desgarro en aquel tardío amor que sentías por mí y que había llegado a su fin, porque el otro es más grande y el nuestro imposible. Pero que, al mismo tiempo, el dolor que sentías al provocarme dolor hacía el amor que sientes por mí más precioso e intenso, y a él podías abandonarte como en un ímpetu de desmemoria y de rendición. Y así, ni siquiera fue necesario que me dijeras «la cosa importante» para la que aparentemente habías venido. Nos bastó con irnos a la cama, a aquella enorme cama donde nos hemos amado tantas veces, y me bastó, sin que tú dijeras nada, porque por mí mismo comprendí que él había vuelto. Porque, después de más de cinco años de amor, por vez primera, ayer por la noche, me besaste el miembro. Y yo, mientras tú me regalabas aquello que nunca antes me habías regalado, pensaba en una poesía de la que conservaba un vivo recuerdo, una poesía que dice que todo aquello que hasta entonces yo había sido y aquello que me había sido negado por fin me era ofrecido libremente, y el tuyo no era un obsequio de esclava acuclillada en la oscuridad, sino regalo de reina que se convertía en cosa mía, circulaba por mi sangre, y mi tiempo de muchacho y el tiempo que me quedaba por vivir reafloraban juntos y mezclados, porque tú me besabas el miembro. Y después tu pasión estalló con una intensidad que nunca había tenido, y cuando te penetré te bastó un instante, un minúsculo instante para aquel sonido de placer y de liberación y de desesperación grandiosa que jamás había oído salir tan alto de tu boca, y ah, por fin, tú también habías alcanzado tu «petit rien», que es el sucedáneo del absoluto.
Y ahora que él ha vuelto, mis ojos claros y mis cabellos de miel, ahora que es otra vez tuyo y que ya no llevas en el corazón la sombra que su abandono te había dejado, ahora que ya no hay en ti esa estúpida pena que con mi afecto y mi atención intenté en vano aliviar en estos años, sino al contrario, que eres tú quien sientes pena por él, porque sabes que lo has traicionado, y al mismo tiempo sientes pena por mí, pensando en la pena que me causarás al dejarme, ahora, por fin, nuestro amor podrá ser pleno y absoluto, a pesar de mi edad, lo que tiene a fin de cuentas una importancia relativa, porque a ti no te disgustan los hombres viejos si saben amar como sé amar yo. Y, además, ya he dejado de ser viejo: soy joven otra vez. De verdad, soy joven, como hace treinta años, cuando te deseaba en aquellas remotas vacaciones de invierno y me estaba prohibido hacerte mía.
Te voglio, te cerco, te chiamo, te veco, te sento, te sonno [25]
Querida:
Él llegaba aquella noche de lejos y estaba cansado. Cansado del sueño, porque había dormido mucho. Pero ¿cuánto exactamente? Ah, mucho, mucho. Se sentía el feo durmiente del bosque. Bosque en el sentido de selva, y en medio del camino había una piedra. Y no había sabido superarla y por eso se había quedado a hacer de feo durmiente del bosque. Y qué feo era, en efecto, y como tal se sentía, conduciendo su calesa arrastrada por dos caballos, mientras todos, por la carretera oscura, pasaban velozmente a su lado al adelantarlo. En varias ocasiones le habían entrado tentaciones de pararse en una fonda. Algunas luces lejanas, en las laderas de las colinas, prometían pueblecitos tranquilos, una cena sabrosa, una cama segura. Hacía ya calor, porque era mediados de mayo. Y él se decía: a mi edad, un viaje así, tengo casi la edad de Cicerón cuando escribió el De senectute, y mientras tanto procuraba manejar bien los dos caballos que en las cuestas lo acercaban en exceso al borde de la carretera, y además aquella ridícula faja que llevaba con la excusa del dolor de espalda pero con la que en realidad intentaba ocultar una tripita que se estaba haciendo demasiado visible. Pensó: me vuelvo. Y después pensó: la llamo por teléfono. Se había detenido en un área de servicio donde unos camioneros holandeses dormían sobre el volante, y había un bar con luces de neón, se podía llamar por teléfono con monedas y comer un bocadillo caliente.