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Decidió llamarla. Pensó: un hombre de mi edad no puede presentarse en casa de una señora sin anunciarse, a estas horas de la noche, después de haber dormido durante tanto tiempo en el bosque. Y así metió algunas monedas en el teléfono público de aquel bar, mientras otros camioneros holandeses reían en voz alta de ciertos chistes suyos, y constató con alivio que el teléfono de ella comunicaba. Y por lo tanto, si comunicaba, quería decirse que estaba en casa y que no se había acostado. Así que preguntó a la cajera: ¿cuántos kilómetros faltan para Alepo? La ciudad más cercana no era Alepo, desde luego, pero para él estaba perfumada como en su recuerdo de las Mil y una noches perfumaba la mítica ciudad de Alepo; sólo que se lo preguntó en su idioma, que para la cajera era absolutamente incomprensible, y así ella entendió sólo la palabra kilómetros y respondió con los cinco dedos abiertos de una mano. Por lo tanto, cinco kilómetros más. Pensó: casi he llegado, vale la pena intentarlo. Volvió a montar en su calesa, que ahora le parecía un trineo, porque se deslizaba más deprisa cuesta abajo por aquellas colinas, y su única preocupación era la de ser el feo durmiente del bosque con un poco de tripa, porque pese a que ella ya no fuera tan joven (aunque bastante más joven que él), probablemente se había buscado un amigo sin un gramo de tripa, de esos que no se quedan dormidos en el bosque porque juegan al tenis. Y eso le ocasionó un pinchazo en el hígado, que no estaba en óptimas condiciones. Se preguntó: cuando Ivan Ilich empieza a sentir pinchazos en un costado, ¿es en el izquierdo o en el derecho? Fuera el que fuera, cómo había cambiado respecto a antes de su largo sueño en el bosque, no tanto físicamente cuanto en su modo de ser. Lo comprendía por el vocabulario que estaba usando mentalmente mientras conducía su trineo cuesta abajo viendo cómo le adelantaban conductores imprudentes que conducían sus propios vehículos despreocupados del peligro y del prójimo. Antes, jamás habría murmurado dirigiéndose hacia ellos aquellas vulgares palabras, quizá aún más graves que las que usaban en holandés los dos camioneros holandeses. Y si pensaba en ella, en tiempos, o si pensaba en el amor con ella, o en el sexo de ella, su pensamiento, aunque animado por una furibunda pasión como lo había estado, jamás habría osado formular expresiones con un vocabulario tan crudo como el que ahora estaba empleando mentalmente. Porque la elegancia del corazón estaba para superar los excesos del cuerpo, y ese ser tan animal que en ocasiones pertenece a los hombres había de ser domesticado por un romanticismo sutil que vela, corrige y dona gentileza. Por ejemplo, viéndola pasearse en camisón por la casa, como ahora se imaginaba que estaría paseándose, le habría dicho como el poeta francés: con el camisón verde me recuerdas a Melusina, caminas a pasitos, como si danzaras. Así le habría hablado en sus tiempos. Y ahora en cambio le diría (así pensaba que le diría): qué maravilla tu culo, es todo una sonrisa, nunca es trágico.

Si ésa era forma de presentarse. ¿Y si ella tenía un hombre en casa? Podía tener perfectamente un hombre en casa, su hombre. Y si, por ejemplo, en la puerta le dijera: por favor, habla en voz más baja, dentro hay una persona que duerme. O todavía peor: le quedaría muy agradecida si no hablara tan alto, Alfredo está durmiendo dentro. Porque podía perfectamente hablarle de usted después de tantos años de sueño, y dentro podía haber un Alfredo, en la vida a veces hay hombres que se llaman Alfredo y que duermen en la otra habitación, y que están ahí aposta para amar, ámame, Alfredo.

Entró por una alameda repleta de luces. Alepo, mi soñada Alepo. Pensó: me recibes resplandeciente de luces, como si fuera un César triunfador. Bajó la ventanilla y dejó que entrara el aire fresco de la noche. Había un aroma a tilo, y quizá a vainilla, como debía de ser el aroma de Alepo. Quizá fuera esa pequeña fábrica de galletas que se veía a la izquierda con un gran letrero iluminado: Biscou-Biscuit. Muy bonito, qué bonito nombre Biscou-Biscuit. Por ejemplo, habría podido hacer lo siguiente: llamar con los nudillos en vez de con el timbre, era más fino, un timbrazo a aquellas horas haría sobresaltarse a cualquiera, ella abría y él le decía: hola, Biscou-Biscuit. El semáforo del fondo de la alameda empezó a parpadear sólo con el ámbar, por lo general los semáforos hacen eso después de medianoche, así que ya era medianoche. ¿Tú qué le harías a alguien que se ha quedado dormido en el bosque quién sabe por cuánto tiempo y se presenta en tu casa después de medianoche llamándote Biscou-Biscuit?, se preguntó. Le cerraría la puerta en las narices, se contestó, acaso en compañía de una palabreja que sé yo, pero dicha en voz baja, con educación. Biscou-Biscuit, ¡pues no faltaba más que eso! De repente, al final de aquella alameda que atravesaba manzanas anónimas, divisó unos plátanos. Y de repente, como en una fotografía, revivió la geografía exacta de aquella ciudad costera que conocía tan bien y que creía haber olvidado. Eso es, la alameda desembocaba en un paseo marítimo donde tamariscos antiguos limitaban con una playa de guijarros; más delante estaba el pequeño puerto a partir del cual empezaba el casco antiguo, una maraña de callejuelas empedradas, en tiempos una aldea de pescadores. Y en medio de aquel enredo de callejones se abría una placita con una iglesia blanca y dos palmeras al lado, la iglesia de las dos palmeras, y en el lateral de la iglesia había un pórtico bajo el que antiguamente los pescadores remendaban sus redes sentados en minúsculas sillitas azules que parecían de niños; y sobre el pórtico había unas casas viejas, y en la de la izquierda, la del balconcillo de hierro forjado, estaba ella. Y ya se habría acostado, estaba convencido, seguro que se habría acostado. Hace veinte minutos el teléfono comunicaba, así que estaba despierta, pero a las doce y cuarto ¿qué puede hacer despierta una señora que está sola?, se acuesta. Y si hay algún Alfredo, con más razón.

El casco antiguo estaba cerrado al tráfico, pero a esas horas sin duda no se tropezaría con ningún guardia, todavía no era época de vacaciones. Aparcó debajo de una de las palmeras, en un sitio reservado para los minusválidos, porque era lógico que para ellos el casco viejo no estuviera prohibido. Es un sitio perfecto para mí, pensó, me viene al pelo. Qué remota expresión, venir al pelo, ¿de dónde emergía?, quizá de su adolescencia, cuando los chicos hablaban así: es una cosa que me ha venido al pelo, te lo juro por Arturo. La ventana del balconcillo estaba a oscuras. Leches con la ventana, leches con la ventana, ¿por qué estás a oscuras? Ventana cabrona, ventana cabrona, ¿por qué estás a oscuras? Venga, ventanita bonita, venga, simpática, enciéndete otra vez, ella sólo se ha ido a la habitación un momento y ha apagado la luz, pero ahora vuelve, enciéndete otra vez, se ha olvidado las gafas en el salón, ella siempre lee un rato antes de quedarse dormida, pero sin sus gafas de cerca no ve nada, siempre ha tenido presbicie, incluso cuando era joven, además si no lee sus dos o tres páginas no se queda dormida, lo sé mejor que tú, enciéndete otra vez, no seas tonta.

Se sentó en el banco de piedra, delante de la iglesia. Llamar o no llamar, he aquí el problema. O mejor dicho: subir o no subir, porque el portal estaba abierto, como por lo demás lo estaba siempre, porque a través de él se accedía a tres viviendas y nadie se preocupaba por cerrarlo. Pensó en encenderse un cigarrillo, simplemente para reflexionar. Pero si te enciendes un cigarrillo estás fresco, querido mío, porque es la última oportunidad, porque se va a quedar dormida de verdad. Al final, las gafas las tenía en la mesilla y ¿cuántas páginas hacen falta para fumarse un cigarrillo?, no más de dos o tres, y ella después de dos o tres páginas se queda dormida con el libro sobre el pecho, que a veces se lo quitabas tú cuando te acostabas a su lado con mucho cuidado para no despertarla. Así que adelante, por favor, ten valor y adelante. Eso, ¿y si después te abre Alfredo? Piénsalo un momento, perdona, un Alfredo tal vez en calzoncillos, con aspecto de estar dormido e irritado, que te dice: perdone, pero ¿usted quién es?, ¿qué es lo que quiere a estas horas? ¿Qué le dices, Biscou-Biscuit? Alfredo te pega un puñetazo que te manda escaleras abajo.