Perdóname por cambiar de paisaje, pero es precisamente a causa de esa frase por lo que ese día del que te hablaba me detuve con el coche ante la pequeña iglesia de una aldea abandonada de la campiña que tan bien conocemos, y bajé. Y recorrí el perímetro de aquella especie de abadía campestre, casi como buscando allí algo que pudiera oponerse a aquellas palabras soberbias que me aterrorizaban. Ya sé que estoy haciendo un vuelo pindárico, y que todo esto no tiene lógica, pero ciertas cosas, lo sabes, no siguen lógica alguna, o por lo menos ninguna lógica que sea comprensible para quienes, como nosotros, vamos siempre en búsqueda de la misma lógica: causa efecto, causa efecto, causa efecto, sólo para dar sentido a lo que carece de sentido. Por eso, como diría mi amigo, escogen el silencio las personas que en la vida, en un momento u otro, escogen el silencio: porque intuyen que hablar, y sobre todo escribir, es siempre una manera de llegar a un compromiso con la falta de sentido de la vida.
Como te iba diciendo, ahora estamos de nuevo en el perímetro externo de la pequeña abadía abandonada entre los arbustos y las piedras. Y quizá con alguna culebra, que los poetas la exigen, aunque yo no vi ninguna. Pese a su modestia (ah, en verdad modesta, me recordó la joroba de un sastre que cosía los trajes de mi padre en mi infancia), la pequeña iglesia tenía un ábside con una puertecita angosta por la que en su momento, supongo, el cura entraba para celebrar la misa dominical a los campesinos, viniendo de sus aposentos de enfrente: ni una casa parroquial siquiera, apenas una casería. Y sobre esa puertecita devorada por la carcoma había un letrero escrito a máquina y pegado con celo. Un letrero insensato que decía: «Elección de Vida Futura. Entrada libre».
Pues claro que entré. ¿Tú qué habrías hecho, tú, que vives concentrada en el pasado?, objetivo hipócrita, por lo demás, para quien en realidad está pensando en lo que puede ser el mañana, dado que el pasado le ha dejado cierta amargura. ¡El futuro, el futuro! Es nuestra cultura, basada en lo que podremos ser, incluido el Evangelio (dicho sea con el debido respeto), porque de nosotros será el Reino de los Cielos, tiempo futuro, en resumen, el porvenir, dado que el pasado es un desastre y el presente no nos basta nunca. Y nada, sabes, nada en verdad basta, ni siquiera las retamas que florecen en mayo para quien sabe verlas y que yo miraba sin verlas, como por lo general hace todo el mundo, hasta caer en la nostalgia de lo irreversible, que es la tumba definitiva de todos aquellos como nosotros.
El recuerdo de tu coño (perdona la insistencia en el crudo detalle anatómico) se me abrió de improviso delante, si así puede decirse, tal vez de modo sacrílego, no lo niego, vista la condición sagrada del lugar, pese a estar abandonado. Y, al contrario de Kazantzakis, comprendí que no era libre. Es más, estaba prisionero de mí mismo. Y, sobre todo, ya no era joven, o por lo menos no tan joven como cuando te conocí. Pero me pareció comprender mejor, bastante mejor. Qué extrañas, ciertas asociaciones de ideas: por ejemplo, que esa hendidura tuya era no sólo una suerte de torbellino donde hubiera querido volver a entrar, porque había sido para mí un lugar de placer indescriptible (demasiado fácil), sino realmente una posible vía de regreso a lo inmemorable, al origen del mundo, como diría el agudo pintor, hacia arriba, hacia arriba, hacia arriba, hasta llegar a los orígenes de los orígenes, a la naturaleza mononuclear, mejor aún, a la bacteria, mejor aún, al aminoácido, mejor aún, al Verbo, que del aminoácido debe de ser la metáfora suprema. Qué gilipollas, ¿verdad?
A veces nos vienen ráfagas de ideas que no pertenecen a nuestra lengua, y ello no debe parecerte extraño. O palabras, que a veces el mundo parece hecho de palabras iguales entre sí aunque distinto sea el modo de entenderlas en su sustancia. Por ejemplo, la palabra antrophos. Esta palabra en la que pienso, y que a cada uno de nosotros nos parece la misma, para cada uno quiere decir una cosa. Una palabra que ni siquiera Linneo, Querida mía, habría sido capaz, con toda su paciencia, de clasificar en sus infinitos valores. En mi caso, un hombre solo, un caso de una trivialidad casi ridícula, dado que periódicos y censos, municipios y autoridades hoy lo llaman single. Pero en mi caso la singularidad coincidía realmente con la vieja soledad. La más absoluta soledad, como la del paisaje que me rodeaba, hecho de zarzas y de retama y cipreses en las colinas. Y por eso llamé a la puertecita y giré el picaporte. Por lo general, en casos como éstos, debería abrir una señora de cierta edad, preferiblemente inglesa, con el pelo gris y acaso vestida con un sari, porque ha vivido en la India, una persona que ha meditado largo tiempo sobre las filosofías del Oriente y que sabe cómo manejarse con las vidas futuras.
Y en cambio me abrió una viejecilla de aspecto zafio con un pañuelo negro en la cabeza y pelusa sobre el labio superior, con esa mirada opaca y el rostro aparentemente obtuso que tienen algunos deficientes que sin embargo, a su manera, son listos, y solamente me dijo: entre y acomódese, hay una silla que le está esperando. Me dijo exactamente eso: que había una silla que me estaba esperando. De modo que entré en un cuartucho angosto que antes había sido sacristía, con un ventanuco enrejado, donde había una especie de pequeño atril y una sola silla, exactamente igual a la silla de Van Gogh. No te estoy tomando el pelo, llegué a pensar incluso que había sido copiada del cuadro, pero era tan vieja y destartalada que no era posible que la hubieran copiado, y naturalmente no era posible que Van Gogh hubiera llegado hasta allí, la suya era una silla de la habitación de un pobre loco de Provenza, en aquel café que le servía de pensioncilla, donde los habitantes de Arlès jugaban al billar, y los que se equivocaban de agujero acababan en el manicomio dando vueltas con los chaquetones de rayas tal como él los pintó. Pero me senté, como podía hacerlo un condenado. Ante mí no tenía nada más que aquella especie de atril que servía también de mesita. Había un teléfono absolutamente incongruente que sonó un par de veces, pero a la vieja no le pareció oportuno contestar. A mi espalda, por el ventanuco enrejado que daba a la explanada repleta de hierbajos, entraba un rayo de sol que caía sobre la pared de enfrente, donde había un mapa del Universo. ¿Existe algún mapa del Universo? Naturalmente que no. No ha faltado, de todas formas, quien haya intentado dibujar el nuestro: está en expansión, se dice, al menos por el momento, después, ya se verá. Bajo el mapa del Universo estaba escrito un endecasílabo que me era familiar, pero para seguir virtud y conocimiento, [3] y me pareció casi extraño que no estuviera escrito en inglés: a veces la modernidad nos gasta bromas pesadas. Pensé en cuáles podían ser mis virtudes. Mirando hacia atrás, ninguna. Ni conocimiento tan siquiera, no obstante todo aquello que creía haber conocido. Estaba en la oscuridad más absoluta, al menos por lo que se refiere al pasado. Se me había ido así, como arena entre los dedos, perdona la metáfora trillada, pero de verdad que lo entendí en aquel momento: porque el pasado, él también, está hecho de momentos, y cada momento es como un minúsculo grano que se nos escapa, retenerlo, en sí y de por sí, sería fácil, pero es reunido con los demás lo que resulta imposible. En resumen: lógica, ninguna, Querida mía. La idea de un futuro, aunque no sea más que como hipótesis, me pareció aún más nebulosa. En verdad un gran banco de niebla, como los de ciertos dibujos que aparecen en los programas televisivos nocturnos donde una persona educada lanza profecías meteorológicas.