Un pope ha salido al atrio. Sudaba con su ropa negra y recitaba una letanía bizantina en la que el kyrie tenía un sabor a ti. Hay un barco en el horizonte que deja en el azul una estela de espuma blanca. ¿Serás tú también? Tal vez. Podría metérmela en el bolsillo. Pero mientras tanto una prematura turista extranjera, prematura para la temporada, porque su edad es casi venerable, telefonea desde el aparato abierto al viento y a los paseantes, delante del mar, y dice: Here the spring is wonderful. I will remain very well. Y ésa es una frase tuya, la reconozco incluso dicha en otro idioma, pero en este caso es sólo la traducción aproximada en inglés de lo que tú ya has dicho, lo sabemos bien. La primavera ha pasado para nosotros, mi querido amigo, mi querido amor. Y ya ha llegado el otoño, con el amarillo actual de sus hojas. Mejor dicho, hay un pleno invierno en este precoz verano refrescado por la brisa que esta noche sopla sobre la terraza asomada al puerto de Naxos.
Ventanas: eso es lo que nos hace falta, me dijo una vez un viejo sabio en un país lejano, la vastedad de lo real es incomprensible, para comprenderlo es necesario encerrarlo en un rectángulo, la geometría se opone al caos, por eso los hombres han inventado las ventanas, que son geométricas y toda geometría presupone los ángulos rectos. ¿Será que nuestra vida está subordinada también a los ángulos rectos? Ya sabes, esos difíciles itinerarios, hechos de segmentos, que todos nosotros debemos recorrer para llegar hasta nuestro fin. Tal vez, pero si una mujer como yo piensa en ello desde una terraza abierta sobre el Mar Egeo, en una noche como ésta, comprende que todo lo que pensamos, lo que vivimos, lo que hemos vivido, lo que imaginamos, lo que deseamos no puede estar gobernado por las geometrías. Y que las ventanas son sólo una pávida forma de geometría de los hombres que temen la mirada circular, donde todo entra sin sentido y sin remedio, como cuando Tales miraba las estrellas, que no entran en el recuadro de la ventana.
Todo lo he recogido de ti: migajas, fragmentos, polvo, huellas, suposiciones, acentos que han quedado en voces ajenas, algunos granos de arena, una concha, tu pasado imaginado por mí, nuestro supuesto futuro, lo que hubiera querido de ti, lo que me habías prometido, mis sueños infantiles, el enamoramiento que de niña sentí por mi padre, algunas absurdas rimas de mi juventud, una amapola al borde de una carretera polvorienta. Incluso eso me lo he metido en el bolsillo, ¿lo sabes?, la corola de una amapola como esas amapolas que iba a coger en las colinas en mayo con mi Volkswagen, mientras tú te quedabas en casa grávido de tus proyectos, atendiendo a las complicadas recetas que tu madre te había dejado en un librito negro escrito en francés, y yo te cogía amapolas que tú no sabías comprender. No sé si tú has depositado tu semen en mí o viceversa. Pero no, ningún semen de los nuestros ha florecido jamás. Cada uno es sólo él mismo, sin la transmisión de la carne futura, y yo sobre todo sin nadie que recoja mi angustia. Todas estas islas he recorrido, todas buscándote. Y ésta es la última, como yo soy última. Después de mí, basta. ¿Quién podría seguir buscándote, sino yo?
Nadie puede traicionar así, cortando el hilo. Sin saber siquiera dónde descansa tu cuerpo. Te entregaste a tu Minos, de quien creías haberte burlado pero que al final te engulló. Y de este modo he descifrado epígrafes en todos los cementerios posibles, en busca de tu nombre amado, donde poder por lo menos llorarte. Dos veces me has traicionado, y la segunda escondiéndome tu cuerpo. Y ahora estoy aquí, sentada ante una mesita de esta terraza, mirando inútilmente el mar y comiendo conejo con sabor a canela. Un viejo griego indolente canta una canción antigua a cambio de una limosna. Hay gatos, niños, dos ingleses de mi edad que hablan de Virginia Woolf y un faro en la lejanía del que no se han percatado. Yo te saqué del laberinto, y tú me hiciste entrar sin que para mí haya salida que valga, ni aunque sea la postrera. Porque mi vida ha pasado, y todo se me escapa sin posibilidad de nexo alguno que me devuelva a mí misma o al cosmos. Estoy aquí, la brisa acaricia mis cabellos y yo voy a tientas en la noche, porque he perdido mi hilo, ese que te di a ti, Teseo.
Mucho me temo que el tiempo a nuestra disposición se está acabando. Cloto y Láquesis han terminado su tarea, y ahora me toca a mí. Los Señores sabrán disculparme, pero en este instante, que estoy midiendo con una clepsidra distinta de la de ustedes, ha aparecido para todos ustedes el mismo año, el mismo mes, el mismo día, la misma hora de cortar el hilo. Y es lo que, no a disgusto, créanme, estoy encargada de hacer. En este momento. Ahora. De inmediato.
Post-scriptum
Si no recuerdo mal, esta novela en forma de cartas empezó a ser escrita en torno al equinoccio de otoño de 1995. En aquel momento, mis intereses principales eran Sadeq Hedayat y su forma de suicidio parisién, la circulación de la sangre tal y como la estudió en Pisa a mediados del siglo XVI Andrea Cisalpino, la función de la serotonina, el umbral de la resistencia al dolor y ciertas amistades que creía muertas y que quizá no lo estuvieran.
Ello se manifestó inicialmente como broma de la memoria con la carta que aquí titulo Forbidden Games, publicada como introducción, en inglés y en portugués, a un volumen de imágenes del fotógrafo brasileño Márcio Scavone, And Between Shadow and Light / E entre a sombra e a luz, Dórea Books and Art, São Paulo, 1997, y más tarde retomada en italiano, con el título de Carta a una Señora de París en la revista La rassegna lucchese, n° 2, 2000. Digo «broma de la memoria» porque entre las fotografías de Scavone, en una de los años sesenta, una mujer desnuda aparece en un balcón extendiendo los brazos hacia el cielo, como para abrazar el aire. Y esa imagen tocó la memoria de un Yo mío tan lejano en el tiempo (y por lo tanto tan distante del Mí mismo que miraba la fotografía) que me hizo considerar la posibilidad de atribuir la memoria de aquella imagen a un Yo que de mí fuera sólo apariencia o ectoplasma perdido en el tiempo. En resumen, prácticamente un desconocido que escribía una carta.
La carta es un mensajero equívoco. Todos nosotros, por lo menos alguna vez en la vida, hemos recibido una carta que nos parecía proveniente de un universo imaginario, y que en cambio existía realmente en la mente de quien la había escrito. Y probablemente, otras tantas iguales habremos enviado, tal vez sin percatarnos de que entrábamos en un espacio real para nosotros pero ficticio para los demás, y del que esa carta es además el más genuino falsario, porque nos hacemos la ilusión de cruzar la distancia respecto a la persona lejana. Las personas están lejanas cuando están a nuestro lado, imaginémonos cuando están lejos de verdad.
A veces puede ocurrir que nos escribamos a nosotros mismos. Y no estoy hablando de ficciones, a menudo sublimes, de las que fueron capaces algunos escritores del pasado; digo cartas de verdad con su sello y su matasellos. A veces ocurre que se escribe a los muertos. No sucede todos los días, lo admito, pero puede suceder. Y podría ser que los muertos nos hayan contestado, en una determinada forma que sólo ellos saben. Pero lo que más inquieta y roe como una carcoma testaruda metida en una vieja mesa imposible de hacer callar salvo con un veneno que nos envenenaría a nosotros también, es la carta que nunca hemos escrito. «Esa» carta. Esa que todos nosotros hemos pensado siempre en escribir, en ciertas noches de insomnio, y que siempre hemos aplazado para el día siguiente.