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Así fue como entré en el juego. Nada de búsqueda del yo más profundo, del más oculto en los abismos de nuestra conciencia, como les gustaría a algunos buceadores de nuestras almas. Sólo una concentración en el recuerdo más oculto, ese que nos hizo felices en el pasado y que quisiéramos que fuera nuestra vida futura, admitiendo que ésta exista: ese punto de ahí, y nada más. Habría deseado haberte conocido ya cuando te conocí, y en eso, hasta ahora, ha consistido probablemente mi deseo más oculto. Porque en ese punto sueño y deseo coinciden, siendo lo mismo, al menos para aquellos que se imaginan incluso muy vagamente una vida futura después de que las células y el genoma que las mantiene unidas se hayan vuelto polvo.

La viejecilla contestó: depende. Perdona, me he saltado un trozo, se me había olvidado decirte que la viejecilla vestida de negro se había acurrucado en un rincón como un paquete olvidado por alguien, y a mi pregunta de si mi vida futura dependía del deseo en el que estaba pensando, había contestado: depende. ¿Depende de qué?, repliqué. Ella sonrió como quien sabe de la vida e hizo un gesto con la mano como diciendo: venga, ya te darás cuenta. Y susurró: depende de cómo seas pensado mientras cruzas el umbral, hijo mío.

La situación era absurda, lo admitirás. El sitio, el cuartucho desconchado de una sacristía obsoleta, y aquella especie de vieja secretaria negra con la pelusa sobre el labio que me miraba con desfachatez. Y ello hizo que me irritara, pero sobre todo conmigo mismo, como cuando te metes en una situación idiota y comprendes que es idiota, y quisieras salir de inmediato, porque sabes que, cuanto más insistas en afrontarla intentando dominarla, más idiota se volverá, arrastrándote a una idiotez sin salida. Y eso yo lo había cogido al vuelo, pero como un idiota repliqué: perdone que insista, señora, pero si yo, en plena posesión de mis facultades mentales, decidiera eventualmente cruzar el umbral de esa puertecilla donde está escrito «Vida futura», pensaría en lo que me diera la gana, no sé si me explico. La viejecilla sonrió de nuevo con su astuta sonrisa. Se tocó fugazmente la frente con el dedo índice y permaneció en silencio. Lo que quiero decir, intenté explicar a la vieja con la calma que la irritación a veces consigue providencialmente darnos, es que si en el preciso momento en el que cruzo el umbral con la pierna derecha (me olvidaba de decirte que mientras tanto me había leído por encima una especie de hoja de instrucciones doblada sobre el atril, un papelucho arrugado y escrito a máquina que llevaba por título: Consejos técnicos básicos) y coloco el pie izquierdo exactamente junto al pie derecho, como requieren vuestras instrucciones, ¿seré libre de pensar en lo que me parezca, buena mujer, o no? La vieja extendió los brazos, abrió las manos hacia lo alto y movió los dedos como si imitara el viento. El pensamiento tiene alas, dijo con su sonrisita irónica, hijito, el pensamiento tiene alas, tú crees que lo piensas, y de repente, como el viento, llega de donde le parece, y tú creías que lo pensabas pero es él quien te piensa, y tú sólo eres pensado. Y me hizo de nuevo el gesto de que avanzara, si tenía valor. Y esta vez era un gesto de desafío, lo comprendí.

Y fue por desafío, créeme, porque no quise renunciar a ese desafío estúpido, en aquel sitio estúpido, con aquella vieja estúpida; y naturalmente no creía ni remotamente en aquel truco suyo de feria, hecho para sacar unos cuartos al papanatas de turno, con aquella cesta ostentosa (un canasto de campesino forrado de rojo, figúrate) donde estaba escrito con rotulador el precio de la metempsicosis. No es que no deseara una vida mía futura, en aquel preciso instante de mi vida: y sólo tú puedes saber cuánto y por qué. Pero de ahí a aceptar aquella estúpida pantomima corría un trecho. Y sin embargo dejé el billete debido para la metempsicosis en el canasto forrado de rojo, aferré el picaporte de la puertecita sobre la que estaba escrito «Vida Futura», cerré los ojos como requería la hojita de instrucciones, crucé el umbral con la pierna derecha y coloqué el pie izquierdo exactamente junto al que ya estaba en el suelo. Buenas noches, dijo la propietaria, he hecho grenouilles à la provençale, y el burdeos no está nada mal, es un vino de hace siete años, es el último que tenía en la bodega, pero no se puede acompañar con un vino joven un plato como éste, que me ha llevado toda la tarde. Tú me dejaste elegir la mesa, como por otra parte hacías siempre, y además aquella noche el restaurante estaba prácticamente vacío: dos parejas de viejos cónyuges que se habían adelantado a la temporada. Turistas ingleses, tal vez. Escogí una mesa esquinada junto a la vidriera desde la que se dominaba el mar abierto a la derecha y a la izquierda el acantilado con el faro. Ha bebido esta noche también, me susurraste, qué pena, es una mujer hermosa todavía, se está echando a perder. Vete a saber qué desventuras se le han cruzado en la vida, te contesté, la vida no está escrita en los rostros de las personas y tampoco en las sonrisas con las que nos reciben. El mar estaba realmente furibundo. A veces ocurría eso, en aquel pequeño golfo, sin razón climática aparentemente lógica, porque aquella noche no hacía nada de viento, por ejemplo. Y las grenouilles à la provençale eran sublimes -como siempre, por lo demás-. Aquella noche, sin embargo, tú también bebiste algo más de lo habitual. Dijiste: es imposible resistirse a este vino. Te doy la razón. En la etiqueta había una torre regordeta y estaba escrito en grandes caracteres: «Château La Tour, domaine Pauillac, Bordeaux, 1975». Es lógico que no te acuerdes de aquella etiqueta. Yo sí, la tengo ante mis ojos a cada etapa del círculo, como comprenderás más adelante. A la salida estabas alegre y me pediste una canción sobre el mar. Escogí a Charles Trenet, aunque el suyo fuera un mar tranquilo, y tú me dijiste: qué canción tan bonita. Y yo empecé a bajar despacio hacia el refugio donde había dejado una luz encendida.

Y sigo bajando por esa carretera, inexorablemente, cada vez que mi vida llega a ese punto. Como a cualquier otro punto que sigo atravesando, los precedentes y los sucesivos. Aquella noche, pues, es decir, esta noche, para mí, después de haber regresado al refugio, tú me dices: no me siento muy bien, tengo frío, y te envuelves en un plaid de lana por los hombros y te quedas dormida en el sofá, mientras yo me pongo a fumar delante de la ventana pensando en mis muertos y escuchando sus voces que me trae el mar. Y después, al día siguiente, yo hago lo que hice al día siguiente, y tú también, y después, al mes siguiente, yo hago lo que hice al mes siguiente, y después lo siguiente, y lo siguiente y más de lo siguiente. Hasta el día en que, sin decírtelo, te dije que todo había acabado. Y ahí hay un momento indistinto, no sé si breve o largo (pero eso no importa mucho), que los de la metempsicosis, en su código, llaman anástole, con lo cual todo vuelve a empezar porque el círculo se cierra y vuelve a abrirse de inmediato. Se trata, ahora lo sé, de un minúsculo hiato incolmable, porque en mi trayectoria falta el segmento de la pequeña iglesia donde me detuve aquel día con el coche, durante el periodo de mi anástole. Sabes, ése es un momento que ya no puede ser recorrido por quien ha escogido entrar en el círculo, porque es ese momento especial (ellos lo llaman «vacuo») en que no sabes exactamente quién eres, donde estás ni por qué. Es como cuando se detiene el movimiento de una ejecución musical y todos los instrumentos callan: es ese momento en el que, como sostienen ellos, llegas a un compromiso con la falta de sentido de la vida, y por lo tanto ¿de qué sirve repetirlo?, sería insensato.

Las únicas variaciones que me son concedidas, en mi regreso al círculo, son los distintos momentos del regreso al círculo mismo: que puede ser el primer día de nuestra historia, el segundo, el último o una tarde cualquiera. Siempre es así, hasta el infinito. Es siempre idéntico. Por ejemplo, ahora estoy en la explanada de una casa campesina, me he detenido bajo un almendro, es una tarde de finales de agosto, tú te has asomado a la puerta porque has comprendido que he llegado, sales a mi encuentro con la calma de quien ha esperado un regreso más allá de lo soportable, y yo en efecto estoy de regreso, del pueblo cercano llega una música de trombas y acordeones que interpretan Cerezas rojas en primavera, ¿qué es eso?, te pregunto. Son las fiestas del pueblo, respondes, sabes, por San Lorenzo me pasé toda la noche mirando las estrellas fugaces y pedí como deseo que tú volvieras pronto, ¿quieres quedarte a cenar? Y yo me quedo a cenar, naturalmente, tú has hecho tomates rellenos y has añadido el tomillo que crece bajo el emparrado de casa, junto al dondiego de noche. Y para ti es normal, porque eso sucede solamente en ese momento, en ese preciso instante del tiempo en el que nuestros cuerpos atraviesan ese preciso espacio que era el prado de delante de la casa de campo donde nuestros oídos percibían la música de Cerezas rojas en primavera, y tú me dijiste: me pasé toda la noche de San Lorenzo mirando las estrellas fugaces, ¿quieres quedarte a cenar?