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Según un cálculo del todo aproximado, en este instante mío en el que me hallo, en esta tosca taberna cretense a la que he llegado en un pispás para regresar mañana al círculo desde el principio, tú ahora ya casi deberías ser una mujer vieja, como lo sería yo también si no hubiera cruzado el frágil umbral que he cruzado. Porque la vida (la tuya, quiero decir) es lógica, y avanza con la escansión adecuada. Y probablemente tendrás nietos, pues ellos pertenecen a la escansión de la vida también, y tu adecuada canicie, que hoy por lo demás se puede camuflar con un sencillo cachet del peluquero. Y probablemente habrás alcanzado esa paz que el tiempo al que perteneces prevé para las etapas de la edad que se les conceden a los seres humanos. Y claro, en el fatigoso ajuste con nosotros mismos que todas las edades prevén, habrás comprendido en esta tuya de ahora que la vida de nómada que entonces invocabas no estaba hecha para ti, y que por lo tanto era sólo un falso dilema. Porque la paz, a pesar de todo, triunfa siempre sobre el desasosiego. Lo que, en tu caso, no es que sea verdad del todo, y yo lo sé porque conozco tu naturaleza, que no preveía en el fondo el cestillo con madejas de lana entre las piernas, poesías para realizar lecturas críticas, y nietecillos que toquen el clavicémbalo: la verdadera era la otra, la que no supimos elegir ambos. Pero, sea como haya sido, el tiempo transcurre como debe transcurrir: es la hora de la cena y alrededor de la mesa las personas adecuadas viven contigo la hora adecuada en el sitio adecuado, porque ése es el metro adecuado del tiempo, de la vida y de la plática.

Yo, por el contrario, te escribo desde un tiempo roto. Todo a retazos, Querida mía, los fragmentos han volado de un lado a otro y me es imposible recopilarlos de otra manera que no sea en este círculo forzado en el que sigo dando vueltas hasta la náusea y la idiotez, hasta que se abra en un punto desconocido. Que, sin embargo, no será el de otra vida, sino de ésta. Porque no te estoy hablando desde otra parte, sino desde ésta, aunque pertenezca insospechadamente a una órbita distinta de la tuya. Si fuera al contrario, resultaría hasta demasiado fácil salir de ella: bastaría con vivir la vida que nos es concedida como si se viviera en otra dimensión, algo que pensadores sublimes han sabido resolver de manera artística y a menudo sublime. No, el problema es muy distinto. Es que la órbita es al mismo tiempo la misma y otra distinta, yo veo la tuya y entro en ella cuando quiero, sin que tú puedas hacer lo mismo con la mía. Yo estoy allí sin que tú tengas necesidad de estar conmigo, ni de saberlo, porque tu órbita es única e irrepetible, y en cambio la mía es sincrónica consigo misma, y gira y gira hasta el infinito. Y la burla, como te apuntaba, consiste precisamente en eso, en que el momento de la salida tendrá lugar sólo en mi Actual, es decir, en lo que estoy siendo, sin serlo: las dimensiones se han invertido, lo que sólo era recuerdo se ha convertido en presente, y lo que de verdad soy o debería ser, mi presunto ahora, se ha vuelto virtual y lo diviso desde lejos como por un catalejo al revés, esperando volver a entrar en él en el último momento, en ese instante terminal en el que nos es dado recorrer hacia atrás toda nuestra vida, que por el contrario estoy condenado a recorrer una y otra vez sin pausa. Y en ese instante que se me concede tendré tiempo apenas para manotear en el aire, como los ahogados, y después, adiós muy buenas. Sabes, creo que en el evadirse de este tiempo repetido, que es una forma de perversa entropía, no se verificará ni la más mínima explosión, como cuando en el universo una masa de energía comprimida explota provocando una nueva estrella. Bien distinto de eso que afirmaba el filósofo loco, que es necesario añadir más caos en nuestro interior para hacer que nazca una estrella danzarina. Pero ¡qué estrella! Bastará con un minúsculo agujero, y toda esta energía insensata se evadirá como cuando se agujerea el tubo del gas y…, fssss…, fssss…, todo acabará en un instante, en una modestísima burbuja, un residuo, una nada hecha de nada, como un pedo del tiempo. Por ello te mando un saludo imposible, como quien hace vanos gestos desde una orilla a otra de un río sabiendo que no hay orillas, de verdad, puedes creerme, no hay orillas, sólo hay un río, antes no lo sabíamos, pero sólo hay un río, quisiera gritártelo: ¡atenta, mira que no hay más que un río!, ahora lo sé, qué idiotas, nos preocupábamos tanto de las orillas y, en cambio, sólo había un río. Pero es demasiado tarde, ¿para qué sirve decírtelo?

Forbidden Games

Madame, mi querida amiga:

Cómo van las cosas. Y lo que las guía: una nimiedad. Es una frase que leí una vez, y que ahora me da que pensar. Y además: ¿somos nosotros quienes buscamos o somos buscados? Sobre eso también habría que reflexionar. Por ejemplo, uno vagabundea, por la noche, por calles y cafés, vagando sin rumbo, como me ocurre a mí, que padezco insomnio. Antes, por lo menos, estaba Bobi, le ponía la correa y lo sacaba de paseo; era una excusa. Ahora que ha muerto, ya ni esa excusa me queda. Voy de aquí para allá sin lógica, me entretengo en los bistrots hasta que cierran, después me levanto y echo a andar. El médico me ha dicho: usted es el clásico caso de homo melancholicus. Pero Durero dibujó la melancolía sentada, objeto yo, para la melancolía hace falta una silla. La suya es una melancolía diferente, ha sentenciado él, es una melancolía móvil. Y me ha mandado ejercicio físico.

Ayer, por ejemplo, tomé la dirección de Porte d’Orléans. En un primer momento ni me di cuenta, eché a andar y ya está. En el boulevard Raspail las farolas hacían que resaltara el amarillo de las hojas de los árboles. Estamos a principios de octubre. Pensé en el verso de un poema: el amarillo actual que las hojas tienen. Actuaclass="underline" lo que ahora es e inmediatamente después ya no. Lo que transcurre. Y así pensé en el tiempo y en mi transcurrir a través de él. Mis pasos eran rápidos, seguía un itinerario guiado, sin advertir que me estaban guiando. No me di cuenta hasta pasado el boulevard Général Leclerc, porque, entre el brocanteur y el pequeño restaurante vietnamita, antiguamente había un taller de sastrería. Y allí fue donde me encargué un traje para la boda de Christine. No tenía ni un duro, o muy pocos, el sastre era un viejecillo judío, la tienda me pillaba de paso en mi camino de vuelta, llamé a la puerta, tenían telas a buen precio, me hice un traje a buen precio. Así, al pasar delante de aquella tienda que ahora ya no existe, me di cuenta de que me estaba dirigiendo sin advertirlo al boulevard Jourdan, hacia la Cité Universitaire. Eso era lo que hacía en aquella época; volvía a casa a pie, y a menudo de madrugada, porque el metro cerraba bastante pronto y yo me quedaba viendo películas de arte y ensayo en un pequeño cine de St. Germain: L’âge d’or, Un chien andalou. Cosas así. Creía en las vanguardias. Era hermoso pensar que eran revolucionarias. Estéticamente, quiero decir. En el boulevard Jourdan, no lejos de una de las entradas a la Cité, hay un café al que en aquella época iba con frecuencia. Acudía con un grupo de estudiantes japoneses con los que había entablado amistad, ya que durante cierto tiempo tuve que alojarme en la Maison du Japon, dado que la Maison de mi país estaba en obras. En aquel grupo había un chico y una chica que atrajeron mi simpatía. Ella estudiaba medicina y quería especializarse en enfermedades tropicales, pero soñaba con convertirse en cantante de ópera y recibía clases de un viejo tenor que vivía en el Marais. Puccini era su pasión, y a veces nos cantaba las arias de la Butterfly. Nos sentábamos en una de las mesitas del café, al aire libre, era invierno, ella entonaba Un bel dì vedremo levarsi un fil di fumo, y de su boca salían nubéculas de aliento condensado. Yo decía que eran los ideogramas musicales de Puccini. Se llamaba Atsuko; nuestro amigo escribía haikus y pequeños poemas, y cuando le apetecía nos los leía. Recuerdo uno que decía así: