La hoja cae
en el viento de octubre
ondeando ligera.
Pesado es el tiempo de un verano
pasado lejos.
Sentados en aquel café soñábamos con mundos posibles bebiendo jus de pamplemousse. Por la mañana, en las aulas de la Sorbona, un viejo profesor de filosofía cuyo nombre desconocíamos en nuestra abismal ignorancia nos hablaba con vuelo pindárico de Remords et Nostalgie. No sabíamos lo que eran y, sin embargo, nos fascinaban como mundos lejanos que se suponen más allá del océano de la vida, en una orilla remota a la que jamás arribaremos. Y, en cambio, henos aquí.
Ayer mis pasos nocturnos me llevaron hasta aquel pequeño café de hace tiempo. Y lo encontré igual que el de hace tiempo. Los mismos rostros juveniles de mi época, los estudiantes de la Cité que estudian en compañía hasta las tres de la madrugada, cuando cierra el café. Naturalmente, se visten de manera algo distinta, la música que escuchan es distinta también. Y, sin embargo, los rostros son los mismos, y los ojos, y las miradas. Ya no está el jukebox en el que introducíamos monedas para escuchar a Ornette Coleman, Petite fleur, Une valse à mille temps, sino un radiocasete con música de hoy, muy americana. Junto a la nevera, el nuevo propietario ha colocado una pequeña estantería con cintas a disposición de los estudiantes, quienes pueden elegirlas e introducirlas en el aparato colocado en el mostrador con un letrero que reza: Libre Service. En la balda inferior de la estantería, otro letrero reza: From the World – Du Monde Entier, y allí hay cintas de música de distintos países que los estudiantes se han traído de casa o que sus familiares y amigos les envían. Puede escucharse música de danzas rituales africanas, música raga hindú, instrumentos de cuerda de Anatolia, lamentos de las geishas y todo lo que los hombres han inventado a través de las distintas abstractas maneras de expresar con los sonidos aquello que sienten. En la última balda, señaladas con el letrero Section Nostalgies, están las canciones que pertenecieron a nuestros años mozos, los más nuestros, los de la posguerra, canciones del tipo Le déserteur, Et c’est ainsi que les hommes vivent, es decir, las caves de St. Germain: mujeres de negro y con bufandas rojas, el existencialismo de café, el anarquismo musical de Boris Vain y Leo Ferré. Pensé: de la musique avant toute chose. Y repetí la frase en voz alta. Y me vinisteis a la memoria vos, Madame. Es decir, tú. No se pueden decir impunemente ciertas palabras, porque las palabras son las cosas. Ya tendría que saberlo, a mi edad y con todo lo que ha pasado. Y sin embargo lo dije. Sin pensar en la impunidad. Y vos, Madame, aparecisteis en aquel balcón de Provenza, ¿recordáis? Estoy seguro, lo recordáis como yo, sólo que desde otro punto de vista, porque yo os miraba desde abajo y vos me mirabais desde lo alto. ¿Preferimos embellecer los recuerdos? ¿O falsearlos? La memoria está aquí para eso. Pongamos que era junio. Dulce, como debe serlo en Provenza. Y yo podría estar cruzando un campo de espliego, y al borde de aquel campo habría una casa de piedra sin desbastar, custodiada por un almendro. Y bajo los almendros, a veces, como nos enseña la sabiduría china, pueden recordarse los sueños de otro. ¿Qué tal vez esté confuso? Lo admito, estoy confuso. Pero vos sabéis, Madame, que todo es confuso. Sólo estoy intentando disponer torpemente este todo confuso en un orden más o menos plausible. Y la plausibilidad presupone la falsedad, acaso involuntaria. Así pues, os ruego que me comprendáis. En el sentido de que en ese momento aparecisteis vos en el balcón, quand-même. Estabais desnuda, eso no podéis dejar de recordarlo como lo recuerdo yo, ahora, aquí, después de todo lo de después. ¿Comprendéis? Claro que comprendéis. El coito fue fuera, entre el espliego, bajo el almendro. ¿Pasó un tractor? Quizá, pero sin hoces mecánicas. Fue un abrazo largo, pausado, casi inmóvil, y esparcí mi semen entre el espliego. Con una flor violeta de espliego humedecida de saliva os sequé vuestra violeta más secreta. ¿Os parece telúrico o simplemente de mal gusto? No importa, no sólo he tenido pesadillas, sino también visiones sosegadoras y eyaculaciones satisfactorias; estupendas, estupendas. Las ventanas a veces no tienen contraventanas, se abren a horizontes mucho más anchos que los reales. Es la ventana de mi cabeza. No quiero desprenderme de nada, y todo esto no puede ser destruido. ¿Que hubiera debido detenerme? Tal vez. Puede ser. Quién sabe. Pero todo fluye y nada se detiene, como decía aquél. Y el ácido poeta insistía, atribuyendo el dicho a un siniestro rabino: es verdad, hijo mío, has fornicado, pero fue en otro país y además la chica ha muerto.
Y en aquel preciso momento en el que estaba pensando todo esto, querida Amiga, ocurrió un miserable milagro, uno de esos que la vida nos reserva con el objeto de que podamos intuir algo de aquello que fue, de aquello que podría ser y de aquello que hubiera podido ser. Una sugerencia que es necesario coger al vuelo como la profecía póstuma de una Sibila superflua. Eso es, un chico se levanta de una mesa. Lo miro. Es pequeño y robusto. Y lleva gomina en el pelo. Rasgos somáticos franceses. Seguro que es de la Auvergne, pienso yo. Y si no lo es, da lo mismo. Se dirige al mueble de las músicas y mete un casete. Es la voz aguda de Trenet, lagrimosa, lacrimógena, y tan conmovedora sin embargo, que canta: Que reste-t-il des nos amours, que reste-t-il des nos beaux jours, une photo, vieille photo de ma jeneusse. Y sólo entones advierto que en la mesa de delante de mí hay una carpeta azul atada por una cinta blanca en la que está escrito: Forbidden Games, y yo la abro con movimientos cautos y lentos como en una ceremonia antigua que llevara años esperándome. Y dentro hay una fotografía de una mujer desnuda asomada a un balcón. Y esa mujer no sois vos, mi querida Amiga, pero lo sois, porque es Isabel, pero vos también sois Isabel, mi querida Amiga, lo sabéis. Es algo ineluctable. Y en el envés de esa fotografía, una caligrafía diminuta y ordenada, que consigo descifrar, ha escrito esta carta dirigida al sí mismo que escribe, y al mismo tiempo a mí, y a vos, una carta sin botella que ha navegado en quién sabe qué diafragmas del mundo para arribar ahí, a esa mesa sucia de marcas de vasos de ese café de la periferia de París. Y comprendí que yo debía reemplazar a un cirujano torácico y abrir un pecho, el mío, el vuestro, no lo sé, y extraer una esencia que diera un sentido no a las aortas, a los vasos sanguíneos, a los cuerpos cavernosos, sino a una biología distinta, lejana de las células, que fluctúe en alguna otra parte donde no deban encontrarse la vida y la escritura, la biografía y la literatura, una suerte de iper-madeleine hecha no de palabras (demasiado fácil), no de megaherzios, no de signos (eso sí que no), sino simplemente de vive voix, que, en cuanto tal, muere apenas se dice, así como la imagen muere apenas se ha disparado el objetivo.