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La sonrisa de Madeleine parecía definitivamente peligrosa.

En momentos como ése, la pregunta que se le ocurría a David era la que menos quería considerar: ¿mudarse al condado de Delaware había sido un gran error?

Sospechaba que había accedido al deseo de ella de vivir en el campo para compensarla por toda la inmundicia que había tenido que tragar como mujer de un policía: siempre postergada por el trabajo. A ella le encantaban los bosques, las montañas, los prados y los espacios abiertos, y David sentía que le debía un nuevo entorno, una nueva vida, y había supuesto que él podría adaptarse a todo. Había un poco de orgullo en ello. O quizá de autoengaño. Tal vez un deseo de desembarazarse de su culpa por medio de un gran gesto. Estúpido, sin lugar a dudas. La verdad era que no se había adaptado bien al cambio. No era tan flexible como ingenuamente había imaginado. Mientras trataba de encontrar un lugar significativo para él mismo en medio de ninguna parte, seguía cayendo instintivamente en aquello en lo que era bueno; quizá demasiado bueno, de un modo obsesivo. Incluso en sus pugnas por apreciar la naturaleza. Los malditos pájaros, por ejemplo. La observación de las aves. Había logrado convertir el proceso de observación e identificación en una vigilancia. Tomaba notas de sus idas y venidas, de sus hábitos, de sus patrones de alimentación, de sus características de vuelo. A cualquiera le habría parecido un recién descubierto amor por las pequeñas criaturas de Dios. Pero no se trataba de eso en absoluto. No era amor, sino análisis. Era sondear.

Descifrar.

Dios santo, ¿de verdad estaba tan limitado?

¿De verdad era demasiado limitado, demasiado pequeño y rígido en su enfoque de la vida como para ser capaz de devolverle a Madeleine aquello de lo cual la había privado su devoción por el trabajo? Y mientras estaba considerando las dolorosas posibilidades, quizás había más cosas que enmendar que sólo cierta obsesión por su trabajo.

O quizá sólo una cosa más.

Aquello de lo que tanto les costaba hablar.

La estrella caída.

El agujero negro cuya terrible gravedad había retorcido su relación.

8

La espada y la pared

El radiante clima otoñal se deterioró esa misma tarde. Las nubes, que por la mañana se habían ceñido a ser las clásicas alegres bolas de algodón, se oscurecieron. Se oía un premonitorio fragor de truenos, tan alejados que no quedaba clara la dirección de la que procedían. Eran más como una presencia intangible en la atmósfera que el producto de una tormenta específica; la percepción se fortaleció al persistir durante varias horas, sin que aparentemente se acercaran y sin cesar por completo. Esa tarde, Madeleine fue a un concierto local con una de sus nuevas amigas de Walnut Crossing. No era un evento al que esperaba que asistiera Gurney, de modo que él no se sintió culpable por quedarse en casa para trabajar en su proyecto.

Poco después de la partida de Madeleine, David se descubrió sentado ante la pantalla de su ordenador, mirando el retrato de la ficha policial de Peter Possum Piggert. Lo único que había hecho hasta entonces era importar el archivo gráfico y configurarlo como un proyecto nuevo, al que le había puesto un nombre pésimamente resultón: El naufragio de Edipo.

En la versión de Sófocles de la antigua tragedia, Edipo mata a un hombre que resulta ser su padre, se casa con una mujer que resulta ser su madre y engendra dos hijas con ella, lo que causa gran desgracia a todos los implicados. Para la psicología freudiana, el relato griego es un símbolo de la fase de desarrollo vital de un niño en la cual desea la ausencia (desaparición, muerte) del padre, de modo que él pueda poseer en exclusiva el afecto de su madre. En el caso de Peter Possum Piggert, no obstante, no existía ni ignorancia exculpatoria ni ningún elemento de simbolismo. Sabiendo con exactitud qué estaba haciendo y a quién, Peter, a la edad de quince años, mató a su padre, comenzó una nueva relación con su madre y engendró dos hijas con ella. Pero no se detuvo ahí. Quince años después mató a su madre en una disputa sobre una nueva relación que él había iniciado con las hijas de ambos, a la sazón de trece y catorce años.

La participación de Gurney en la investigación había empezado cuando se descubrió la mitad del cuerpo de la señora Iris Piggert enredado en el mecanismo del timón de un barco que hacía un crucero diario por el Hudson y que se encontraba amarrado en un muelle de Manhattan, y terminó con la detención de Peter Piggert en un complejo de mormones tradicionalistas en el desierto de Utah, adonde había ido a vivir como marido de sus dos hijas.

A pesar de la depravación de los crímenes, macerada en sangre y horror familiar, Piggert siguió siendo una figura serena y taciturna en todos los interrogatorios, y a lo largo del proceso penal que se instruyó contra él, mantuvo bien oculto su Mr. Hyde y un aspecto más de mecánico deprimido que de polígamo parricida e incestuoso.

Gurney miró a Piggert en la pantalla, y éste le devolvió la mirada. Desde la primera vez que lo interrogó, y ahora todavía más, Gurney sentía que el rasgo más importante de aquel hombre era una necesidad (llevada a límites estrambóticos) de controlar su entorno. La gente, incluso la familia de hecho, más que nada la familia, formaba parte de ese entorno, y lograr que cumplieran sus deseos era esencial. Si tenía que matar a alguien para reafirmar su control, que así fuera. El sexo, como la gran fuerza impulsora que aparentaba ser, tenía más que ver con el poder que con la lujuria.

Al examinar el semblante impasible en busca de un vestigio del demonio, una ráfaga de viento levantó un remolino de hojas secas. Resbalaron, como si alguien en el patio las estuviera barriendo con una escoba; unas pocas tocaron suavemente en los cristales de la puerta. La agitación de las hojas, unida a los truenos intermitentes, hacía que le costara concentrarse. Le había seducido la idea de quedarse solo durante unas horas para progresar en el retrato, sin alzamientos de cejas ni preguntas desagradables. Sin embargo, se sentía inquieto. Examinó los ojos de Piggert, pesados y oscuros sin nada de la mirada feroz que había animado los ojos de Charlie Manson, el príncipe del sexo y el crimen de la prensa sensacionalista, pero de nuevo le distrajeron el viento y las hojas, y enseguida el trueno. Más allá del contorno de las colinas, hubo un tenue destello en el cielo oscuro. Dos versos de uno de aquellos poemas amenazadores se habían estado colando de un modo intermitente en su cerebro. Ahora volvieron a aparecer y se quedaron allí.

Darás lo que has quitado al recibir lo dado.

Al principio era un acertijo imposible. Las palabras eran demasiado generales; tenían demasiado significado y demasiado poco; aun así, no podía quitárselas de la cabeza.

Abrió el cajón del escritorio y sacó la secuencia de mensajes que le había dado Mellery. Cerró el ordenador y apartó el teclado para poder colocar los mensajes en orden, empezando por la primera nota

¿Crees en el destino? Yo sí, porque pensaba que no volvería a verte y, de repente, un día, allí estaba. Todo volvió: cómo sonaba, cómo se movía, y más que ninguna otra cosa, cómo pensaba. Si alguien te pidiera que pensaras en un número, yo sé en qué número pensarías. ¿No me crees? Te lo demostraré. Piensa en cualquier número del uno al miclass="underline" el primero que se te ocurra. Imagínatelo. Ahora verás lo bien que conozco tus secretos. Abre el sobrecito.

Aunque ya lo había hecho antes, examinó el sobre exterior, por dentro y por fuera, así como el papel en el que se había escrito el mensaje para comprobar que en ninguna parte había el menor rastro del número 658 ni siquiera una marca de agua, algo que pudiera proponer el número que parecía haber surgido de un modo espontáneo en la mente de Mellery. No había nada semejante. Después podrían realizarse tests más significativos, pero por el momento estaba convencido de que lo que fuera que había permitido al autor de la nota saber que Mellery elegiría el 658, no era una huella sutil en el papel.