El mensaje contenía una serie de afirmaciones que Gurney enumeró en un bloc:
Te conocía en el pasado, pero perdí contacto contigo.
Te volví a encontrar, recientemente.
Recuerdo muchas cosas de ti.
Puedo probar que conozco tus secretos anotando y metiendo en el sobre cerrado el siguiente número que se te ocurrirá.
El tono le asombraba por lo espeluznantemente juguetón, y la referencia a conocer los «secretos» de Mellery podía leerse como una amenaza, reforzada por la petición de dinero en el sobre más pequeño.
¿Te sorprende que supiera que ibas a elegir el 658? ¿Quién te conoce tan bien? Si quieres la respuesta, primero has de devolverme los 289,87 dólares que me costó encontrarte. Envía esa cantidad exacta a: P. O. Box 49449, Wycherly, CT 61010 Envíame efectivo o un cheque nominativo Hazlo a nombre de X. Arybdis (Ése no siempre fue mi nombre.)
Además de la inexplicable predicción del número, la pequeña nota reiteraba la afirmación de un íntimo conocimiento personal y especificaba 289,87 dólares como el coste acarreado por localizar a Mellery (aunque la primera mitad del mensaje lo hacía sonar como un encuentro casual) y como un requisito para que el autor revelara su identidad; ofrecía la alternativa de pagar la cantidad en cheque o en efectivo; daba un nombre para el cheque: X. Arybdis; ofrecía una explicación de por qué Mellery no reconocería el nombre, y proporcionaba un apartado postal en Wycherly al que enviar el dinero. Gurney anotó todo esto en su bloc amarillo, porque le resultaba útil para organizar sus pensamientos.
Había cuatro cuestiones principales. ¿Cómo podía explicarse la predicción numérica sin recurrir a la hipótesis de hipnosis de El mensajero del miedo o a fenómenos de percepción extrasensorial? El otro número específico en la nota, 289,87 dólares, ¿tenía algún significado más allá de lo dicho? ¿Por qué la opción de efectivo o cheque, que sonaba como una parodia de un anuncio de marketing directo? ¿Y qué tenía ese nombre, Arybdis, que continuaba resonando en un rincón oscuro de la memoria de Gurney? Anotó estas cuestiones junto con las otras notas.
A continuación situó los tres poemas en la secuencia marcada por sus sellos postales.
¿Cuántos ángeles brillantes bailan sobre un alfiler? ¿Cuántos anhelos se ahogan por el hecho de beber? ¿Has pensado alguna vez que el vaso era un gatillo y que un día te dirás: «Dios mío, cómo he podido»
Darás lo que has quitado al recibir lo dado.
Sé todo lo que piensas, sé cuándo parpadeas, sé dónde has estado, sé adonde irán tus pasos. Vamos a vernos solos, señor 658.
No hice lo que hice por gusto ni dinero, sino por unas deudas pendientes de saldar. Por sangre que es tan roja como rosa pintada. Para que todos sepan: lo que siembran, cosechan.
Lo primero que le asombró fue el cambio en la actitud. El tono juguetón de los dos mensajes en prosa se había tornado de persecutorio en el primer poema, a abiertamente amenazador en el segundo, y a vengativo en el tercero. Dejando de lado la cuestión de la seriedad con que debía tomarse, el mensaje en sí era claro: el autor (¿X. Arybdis?) estaba diciendo que pretendía saldar cuentas con Mellery (¿matarlo?) por una fechoría del pasado relacionada con el alcohol. Mientras Gurney escribía la palabra «matarlo» en las notas que estaba tomando, su atención volvió a saltar a los dos primeros versos del segundo poema:
Darás lo que has quitado al recibir lo dado.
Ahora sabía con exactitud lo que significaban las palabras, y el significado era de una sencillez escalofriante. Por la vida que arrebataste, se te arrebatará la vida. Lo que hiciste a otros, se te hará a ti.
No estaba seguro de si el escalofrío que sentía le convenció de que tenía razón, o bien si saber que tenía razón provocó el escalofrío, pero, en cualquier caso, no tenía duda sobre el significado de los versos. No obstante, esto no respondía al resto de sus preguntas. Sólo las hacía más urgentes, y generaba otras nuevas.
¿La amenaza de un homicidio era sólo una amenaza, concebida para infligir el dolor de la aprensión, o era una declaración de intenciones reales? ¿A qué se estaba refiriendo el autor cuando decía «No hice lo que hice» en el primer verso del tercer poema? ¿Había hecho antes a alguien lo que ahora se proponía hacerle a Mellery? ¿Éste podría haber hecho algo en relación con alguien más con quien el autor ya había tratado? Gurney tomó nota para preguntarle a Mellery si algún amigo o conocido suyo había sido asesinado, asaltado o amenazado.
Ya fuera por el ambiente creado por los destellos de luz detrás de las colinas ennegrecidas, o ya fuera por la siniestra persistencia de los truenos, o por su propio cansancio, la cuestión era que la personalidad oculta detrás de los mensajes estaba emergiendo de las sombras. La indiferencia de la voz en esos poemas, el propósito sangriento, la sintaxis, el odio y el cálculo cuidadosos: antes ya había visto combinadas esas cualidades con un efecto atroz. Al mirar por la ventana del despacho, rodeado por la atmósfera inquietante de la tormenta que se avecinaba, sintió en esos mensajes la absoluta frialdad de un psicópata. Un psicópata que se hacía llamar X. Arybdis.
Por supuesto, cabía la posibilidad de que estuviera equivocado. No sería la primera vez que cierto estado de ánimo, sobre todo por la tarde, en especial cuando estaba solo, provocaba que extrajera conclusiones erróneas.
Aun así…, ¿qué había en el nombre? ¿En qué cajón polvoriento de sus recuerdos rebullía levemente?
Decidió acostarse pronto, mucho antes de que Madeleine regresara del concierto, decidido a devolver las cartas a Mellery al día siguiente y a insistirle de nuevo en que acudiera a la Policía. Las apuestas eran demasiado altas; el riesgo, demasiado palpable. Sin embargo, una vez que estuvo en la cama, le resultó imposible descansar. Su mente era una pista de carreras sin línea de salida ni de meta. Era una sensación con la que estaba familiarizado: un precio que había pagado (eso había llegado a creer) por la intensa atención que dedicaba a cierta clase de desafíos. Una vez que su mente obsesionada caía en esta rutina circular, en lugar de caer vencida por el sueño, sólo le quedaban dos opciones: podía dejar que el proceso siguiera su curso, lo cual quizá se prolongaría tres o cuatro horas, o podía obligarse a levantarse de la cama y vestirse.
Al cabo de unos minutos, estaba en el patio, vestido con téjanos y con un cómodo jersey viejo de algodón. La luna llena detrás del cielo encapotado creaba una tenue iluminación que permitía ver el granero. Decidió caminar en esa dirección, por el camino lleno de surcos del césped.
Más allá del granero se hallaba el estanque. A medio camino se detuvo y oyó el sonido de un coche que subía por el camino desde el pueblo. Calculó que estaría a menos de un kilómetro. En ese tranquilo rincón de los Catskills, donde los esporádicos aullidos de coyotes constituían el sonido más fuerte de la noche, un vehículo podía oírse a gran distancia.
Pronto los faros del coche barrieron la maraña de solidago marchito que bordeaba el prado. Madeleine giró el vehículo hacia el granero, se detuvo en la gravilla crujiente y apagó los faros. Salió y caminó hacia éclass="underline" con precaución, ajustando las pupilas a la semioscuridad.