– ¿Qué estás haciendo? – La pregunta sonó suave, amistosa.
– No podía dormir. La cabeza me iba a mil. Pensaba dar una vuelta por el estanque.
– Creo que va a llover. – Un rugido en el cielo puntuó la observación de Madeleine.
David asintió con la cabeza.
Ella se quedó de pie a su lado en el sendero y respiró profundamente.
– ¡Qué bien huele! Vamos a caminar un poco – propuso, cogiéndole del brazo.
Al llegar al estanque, el sendero se ensanchaba en una franja segada. En algún lugar del bosque, ululó un buho, o, más precisamente, se oyó un sonido familiar que ambos pensaron que podría ser un buho cuando lo oyeron por primera vez ese verano, y cada vez estaban más seguros de que se trataba de un buho. Se daba cuenta de que ese proceso de creciente convicción no tenía lógica, pero David también sabía que señalarlo, por interesante que este truco mental pudiera parecerle a él, sería un comentario incordiante y aburrido para ella. Así que no dijo nada, feliz de conocerla lo bastante bien para saber cuándo quedarse callado, y caminaron hasta el otro lado del estanque en un silencio cordial. Ella tenía razón con lo del olor: una maravillosa dulzura en el aire.
Disfrutaban de momentos así de vez en cuando, momentos de sencillo amor y de cercanía silenciosa que le recordaban los primeros años de su matrimonio, los años anteriores al accidente.
«El accidente.» Esa etiqueta densa y genérica con la cual envolvía el suceso en su memoria para impedir que sus detalles afilados le rebanaran el corazón. El accidente la muerte que eclipsó el sol y que convirtió su matrimonio en una combinación cambiante de hábito, deber, compañerismo nervioso y raros momentos de esperanza: extrañas ocasiones en que algo brillante y claro como un diamante llegaba hasta ellos, y le recordaba lo que había sido y lo que podría volver a ser posible.
Siempre pareces estar combatiendo con algo dijo ella, apretándole con los dedos en torno al interior de su brazo, justo encima del codo.
Acertaba otra vez.
– ¿Cómo ha ido el concierto? – preguntó al fin Gurney.
– La primera mitad fue barroco, encantador. La segunda mitad era del siglo xx, no tan encantador.
David estaba a punto de meter baza con su propia opinión negativa de la música moderna, pero se lo pensó mejor.
– ¿Qué te impide dormir? – preguntó ella.
– No estoy seguro.
Madeleine percibió su escepticismo. Se soltó de su brazo. Algo chapoteó en el estanque a unos metros de ellos.
– No podía quitarme de la cabeza el asunto de Mellery – dijo.
Madeleine no respondió.
– No paraba de darle vueltas en la cabeza a trozos y piezas de todo ese asunto sin llegar a ninguna parte, sólo conseguía sentirme incómodo, demasiado cansado para pensar con claridad.
Una vez más, ella no le ofreció nada, salvo un silencio reflexivo.
– He estado pensando en ese nombre de la nota. ¿X.Arybidis?
– ¿Cómo lo…? ¿Nos oíste mencionarlo?
– Tengo buen oído.
– Lo sé, pero siempre me sorprende.
– Podría no ser realmente X. Arybdis, ¿sabes? – dijo ella de ese modo casual que él sabía que era cualquier cosa menos casual.
– ¿Qué?
– Podría no ser X. Arybdis.
– ¿Qué quieres decir?
– Estaba sufriendo una de esas atrocidades atonales en la segunda mitad del concierto, pensando que algunos de los compositores modernos tienen que odiar el chelo. ¿Por qué forzar a un instrumento tan hermoso a hacer ruidos tan desagradables? Esos aullidos horribles y deshilvanados…
– ¿Y…? – dijo él en voz baja, tratando de impedir que su curiosidad sonara nerviosa.
– Y tendría que haberlo dejado en ese punto, pero no podía, porque tenía que llevar a Ellie.
– ¿Ellie?
– Ellie, la que vive al pie de la colina. Era mejor no coger dos coches. Pero ella parecía estar disfrutando, Dios sabe por qué.
– ¿Sí?
– Así que me pregunté: «¿Qué puedo hacer para pasar el tiempo y no matar a los músicos?».
Hubo otro chapoteo en el estanque, y ella se detuvo para escuchar. Medio vio, medio sintió su sonrisa. A Madeleine le gustaban las ranas.
– ¿Y?
– Y pensé que podía empezar a preparar mi lista de tarjetas de Navidad (casi estamos en noviembre), así que saqué mi pluma y, por detrás de mi programa, en la parte superior, escribí «Xmas Cards». No toda la palabra Christmas, sino la abreviación XMAS dijo, deletreándola.
En la oscuridad, David podía sentir más que ver la mirada inquisitiva de su esposa, como si estuviera preguntándole si lo estaba entendiendo.
– Continúa – dijo David.
– Cada vez que veo esa abreviación, me acuerdo del pequeño Tommy Milakos.
– ¿Quién?
– Tommy estaba enamorado de mí en noveno grado en Nuestra Señora de la Castidad.
– Pensaba que era Nuestra Señora de las Penas – dijo Gurney con una punzada de irritación.
Madeleine se detuvo para dejar que su chiste pudiera captarse, luego continuó.
– Da igual. Cierto día, la hermana Inmaculada, una mujer muy grande, empezó a gritarme porque abrevié «Christmas» como «Xmas» en un cuestionario del santoral católico. Ella decía que cualquiera que escribía de esa manera estaba voluntariamente tachando a Cristo de la Navidad. Estaba furiosa. Pensaba que iba a pegarme. Pero, justo entonces, Tommy (el dulce Tommy de ojos castaños) se levantó de un salto y gritó: «No es una X». La hermana Inmaculada se quedó asombrada. Fue la primera vez que alguien había osado interrumpirla. Ella se lo quedó mirando, pero Tommy le sostuvo la mirada, mi pequeño campeón. «No es una letra inglesa dijo. Es una letra griega. Es igual que la "ch" inglesa. Es la primera letra de Cristo en griego.» Y, por supuesto, Tommy Milakos era griego, así que nadie lo puso en duda.
Pese a la oscuridad, David pensó que podía verla sonriendo con dulzura al recordarlo, incluso sospechaba que había oído un pequeño suspiro. Quizá se equivocaba con el suspiro, eso esperaba. Y otra distracción, ¿había delatado Madeleine una preferencia personal por los ojos castaños sobre los azules? «Contente, Gurney, está hablando de noveno grado.»
Madeleine continuó.
– Así que quizá X. Arybdis es, en realidad, «Ch. Arybdis», o quizá «Charybdis». ¿No es eso algo de la mitología griega?
– Sí, lo es – dijo David, tanto para sus adentros como para ella. – Entre Scylla y Charybdis…
– Como entre la espada y la pared.
David asintió.
– Algo así.
– ¿Cuál es cuál?
David daba la impresión de que no había oído la pregunta, su mente se aceleraba al examinar las implicaciones que podía tener aquello de Charybdis, jugando con las posibilidades.
– ¿Eh? – Se dio cuenta de que Madeleine le había preguntado algo.
– Scylla y Charybdis – dijo ella. – Entre la espada y la pared. ¿Cuál es cuál?
– No es una traducción directa, sino una aproximación al significado. Scylla y Charybdis eran, en realidad, peligros reales cuando se navegaba por el estrecho de Messina. Los barcos tenían que pasar entre ellos y tendían a acabar destrozados. En la mitología, se personalizaban en demonios de destrucción.
– Cuando dices peligros…, ¿a qué te refieres?
– Scylla era el nombre de un saliente rocoso afilado contra el que los barcos chocaban y se hundían.
Al ver que él no continuaba de inmediato, Madeleine insistió.
– ¿Y Charybdis?
Gurney se aclaró la garganta. Algo de la idea de Charybdis le resultaba especialmente inquietante.
– Charybdis era una suerte de remolino. Un remolino muy poderoso. Una vez que un hombre quedaba atrapado en él, no lograba salir. Lo tragaba y lo despedazaba.
Recordaba con inquietante claridad una ilustración que había visto años antes en una edición de la Odisea que mostraba a un navegante atrapado en el violento torbellino, con el rostro contorsionado por el horror.