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Una vez más oyeron esa especie de ululato procedente del bosque.

– Vamos – dijo Madeleine. – Entremos en casa. Se va a poner a llover en cualquier momento.

David se quedó quieto, perdido en sus pensamientos acelerados.

– Vamos – le instó ella. – Antes de que nos empapemos.

La siguió hasta el coche y Madeleine condujo despacio por el prado hasta la casa.

– ¿No piensas en todas las «X» que ves como una posible «CH», no?

– Por supuesto que no.

– Entonces ¿por qué…?

– Porque «Arybdis» sonaba griego.

– Claro. Por supuesto.

Madeleine miró hacia él, en el otro asiento, con expresión ilegible, tal vez inducida por la noche nublada. Al cabo de un rato, le dijo con una pequeña sonrisa en la voz.

– ¿Nunca dejas de pensar?

Entonces, tal y como ella había pronosticado, empezó a llover.

9

Destinatario desconocido

Después de quedar bloqueado varias horas en la periferia de las montañas, un frente frío invadió la zona, y trajo consigo el azote del viento y de la lluvia. Por la mañana, el suelo apareció cubierto de hojas y el aire estaba cargado con los olores intensos del otoño. Gotitas de agua en la hierba del prado fracturaban la luz del sol en destellos carmesí.

Cuando Gurney caminó hasta su coche, algo le despertó un recuerdo de infancia, el tiempo en que el olor dulce de la hierba era el olor de la paz y la seguridad. Luego desapareció: borrado por sus planes para el día.

Se estaba dirigiendo al Instituto de Renovación Espiritual. Si Mark Mellery iba a resistirse a informar a la Policía, Gurney quería discutir esa decisión con él cara a cara. No era que quisiera lavarse las manos. De hecho, cuanto más lo ponderaba, más curiosidad sentía respecto al lugar prominente que su antiguo compañero de clase ocupaba en el mundo y cómo podría relacionarse con quién y con qué lo estaba amenazando en ese momento. Siempre y cuando tuviera cuidado con no sobrepasar unos límites, Gurney imaginaba que en la investigación habría espacio tanto para él como para la Policía local.

Había llamado a Mellery para avisarle de su visita. Era una mañana perfecta para conducir a través de las montañas. La ruta a Peony lo llevó primero a Walnut Crossing, que, como muchos pueblos de los Catskills había crecido en el siglo xix en torno a un cruce de carreteras estatales importantes. El cruce permanecía, si bien su importancia había disminuido. El nogal que había dado nombre a la localidad había desaparecido hacía mucho tiempo, junto con la prosperidad de la región. Sin embargo, la depresión económica, pese a su gravedad, tenía una apariencia pintoresca: graneros y silos erosionados, arados oxidados y carros de heno, pastos abandonados en las colinas donde había crecido el solidago, ya casi marchito. La carretera de Walnut Crossing, que en última instancia conducía a Peony, se enroscaba por un valle de postal donde un puñado de viejas granjas buscaban formas innovadoras de sobrevivir. La de Abelard era una de ellas. Encajonada entre el pueblo de Dillweed y el río, estaba consagrada al cultivo ecológico de verduras sin pesticidas, que luego se vendían en el almacén de Abelard, junto con pan fresco, queso de los Catskills y muy buen café. Cuando Gurney aparcó en uno de los espacios de aparcamiento de tierra que había delante del combado porche delantero, sintió, de hecho, la necesidad urgente de tomarse uno de esos cafés.

Al otro lado de la puerta, en el espacio de techo alto, contra la pared de la derecha, Gurney vio una fila de tazas de café y se dirigió hacia ellas. Se llenó un recipiente de casi medio litro, sonriendo al percibir el rico aroma: mejor que el Starbucks y a mitad de precio.

Por desgracia, la idea de Starbucks iba aparejada con la imagen de cierta clase de joven y exitoso cliente de la famosa cadena, y eso inmediatamente le hizo pensar en Kyle, lo que le arrancó una pequeña mueca mental de dolor. Era su reacción estándar. Sospechaba que surgía del deseo frustrado de tener un hijo que pensara que un policía listo merecía admiración, el deseo de que le tuviera más en cuenta a la hora de tomar sus decisiones. Kyle, al que era imposible enseñarle nada, intocable en ese Porsche absurdamente caro que se había costeado con sus absurdamente elevados ingresos de Wall Street a la absurdamente temprana edad de veinticuatro años. Aun así, tenía que llamarlo, aunque el joven sólo quisiera hablarle de su último Rolex o de su viaje de esquí a Aspen.

Gurney pagó su café y regresó al coche. Mientras estaba pensando en la llamada que debía hacer, sonó su teléfono. No le gustaban las coincidencias y le alivió descubrir que no se trataba de Kyle, sino de Mark Mellery.

– Acabo de recibir el correo de hoy. Te he llamado a casa, pero habías salido. Madeleine me ha dado tu móvil. Espero que no te importe que llame.

– ¿Cuál es el problema?

– Me han devuelto el cheque. El tipo que tiene el apartado postal en Wycherly donde envié el cheque de 289,87 dólares a Arybdis me lo devolvió con una nota que dice que no hay nadie con ese nombre, que me había equivocado con la dirección. Pero la he comprobado otra vez. Era el número correcto. ¿Davey? ¿Estás ahí?

– Estoy aquí. Estoy tratando de entenderlo.

– Deja que te lea la nota: «Encontré la carta que adjunto en mi apartado postal. Tiene que haber un error en la dirección. Aquí no hay nadie llamado X. Arybdis». Y lo firma: Gregory Dermott. El encabezamiento de la hoja dice: «GD Security Systems», y hay una dirección y un número de teléfono de Wycherly.

Gurney estaba a punto de explicarle que estaba casi seguro de que X. Arybdis no era un nombre real, sino un curioso juego con el nombre de una especie de remolino mitológico que despedazaba a sus víctimas, pero decidió que la cuestión ya era bastante inquietante. Aquello podía esperar hasta que llegara al instituto. Le dijo a Mellery que estaría allí al cabo de una hora.

¿Qué demonios estaba pasando? No tenía sentido. ¿Cuál podía ser el propósito de exigir una cantidad de dinero concreta, pedir que extendieran el cheque a nombre de un oscuro personaje mitológico, y luego que lo enviaran a una dirección equivocada con la posibilidad de que lo devolvieran al remitente? ¿Por qué era necesario ese preámbulo tan complejo y en apariencia inútil a los desagradables poemas que siguieron?

Los aspectos desconcertantes del caso iban incrementándose, y también el interés de Gurney.

10

El lugar perfecto

Peony era una ciudad dos veces borrada de la historia que quería reflejar. Estaba al lado de Woodstock, y aspiraba al mismo pasado de camisetas teñidas y psicodelia de concierto de rock, aunque Woodstock, a su vez, nutría su propio sucedáneo de aura gracias a la asociación de su nombre con el concierto de neblina de marihuana que, en realidad, se había celebrado en una granja situada a ochenta kilómetros, en Bethel. La imagen de Peony era el producto de humo y espejos, y sobre estos cimientos quiméricos se habían alzado estructuras comerciales predecibles: librerías New Age, antros de tarotistas, emporios druídicos y Wicca, tiendas de tatuajes, espacios de performances artísticas, restaurantes vegetarianos. Constituía un centro de gravedad para niños del flower power que ya se acercaban a la senilidad, para panfilos en viejas furgonetas Volkswagen y chiflados eclécticos vestidos con cualquier cosa, desde piel hasta plumas.

Por supuesto, entre todos estos elementos de extraño colorido había multitud de oportunidades intercaladas para que los turistas se gastaran el dinero: tiendas y comedores cuyos nombres y decoración eran sólo un poco extravagantes y cuyas tarifas estaban concebidas para visitantes con dinero a los que les gustaba imaginar que estaban explorando la vanguardia cultural.