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– En el curso de su estancia – explicó Mellery, – cada huésped representa diez papeles diferentes. Un día puede ser el liante: parece que ése era el papel que Worth Partridge, el caballero británico, estaba representando cuando lo abordaste. Otro día él podría ser el Solícito, ése es el papel que representaba Sarah, que quería aparcarte el coche. Otro es el Confrontador. Parece que la última dama con la que te has encontrado estaba representando ese papel con un exceso de entusiasmo.

– ¿Cuál es el objetivo?

Mellery sonrió.

– La gente representa ciertos roles en sus vidas. El contenido de los roles (los guiones, si lo prefieres) es coherente y predecible, aunque, por lo general, es inconsciente y rara vez se ve como una cuestión de elección.

Estaba entusiasmándose con aquella explicación, a pesar de que la había pronunciado centenares de veces.

– Lo que hacemos aquí es simple, aunque muchos de nuestros huéspedes lo consideran profundo. Hacemos que cobren conciencia de los roles que desempeñan inconscientemente, de cuáles son los beneficios y costes de estos roles, y de cómo afectan a otros. Una vez que nuestros huéspedes ven sus patrones de conducta con claridad, los ayudamos a que comprendan que cada modelo es una elección. Pueden retenerlo o descartarlo. Después (y ésta es la parte más importante), les proporcionamos un programa de acción para sustituir modelos defectuosos por otros más sanos.

Gurney se fijó en que la ansiedad del hombre había retrocedido mientras hablaba. El tema en cuestión había puesto un brillo evangélico en su mirada.

– Por cierto, todo esto podría sonarte familiar. Modelo, elección y cambio son las tres palabras de las que más se abusa en el mundo raído de la autoayuda. Sin embargo, nuestros huéspedes nos cuentan que lo que hacemos aquí es diferente, el núcleo es diferente. Justo el otro día, uno de ellos me dijo: «Dios lleva este instituto de la mano».

Gurney trató de mantener su voz carente de escepticismo.

– La experiencia terapéutica que proporcionas ha de ser muy fuerte.

– A algunos se lo parece.

– He oído que algunas terapias fuertes buscan mucho la confrontación.

– Aquí no – dijo Mellery. – Nuestro enfoque es suave y cordial. Nuestro pronombre favorito es «nosotros», no «tú». Hablamos de nuestros fallos, temores y limitaciones. Nunca señalamos a nadie ni acusamos a nadie de nada. Creemos que las acusaciones tienden a fortalecer los muros de negación más que a romperlos. Después de que te mires alguno de mis libros, comprenderás mejor la filosofía.

– Sólo pensaba que en ocasiones podrían ocurrir cosas sobre el terreno, por así decirlo, que no formen parte de la filosofía.

– Lo que decimos es lo que hacemos.

– ¿Ninguna confrontación?

– ¿Por qué insistes tanto?

– Me pregunto si alguna vez le has dado a alguien una patada en las pelotas tan fuerte como para que desee devolvértela.

– Nuestra línea de actuación rara vez enfada a nadie. Además, sea quien sea mi amigo por correspondencia, forma parte de mi vida anterior a este instituto.

– Tal vez sí, tal vez no.

Una expresión de perplejidad apareció en el semblante de Mellery.

– Tiene fijación por mis días de bebida, algo que hice borracho, así que fue antes de que fundara el instituto.

– O bien podría ser alguien implicado contigo en el presente que leyera sobre tu alcoholismo en tus libros y que quiera asustarte.

Mientras la mirada de Mellery vagaba por una nueva lista de posibilidades, entró una mujer joven. Tenía unos ojos verdes de expresión inteligente y el cabello rojizo recogido en una cola de caballo.

– Siento interrumpir. Pensaba que tal vez querrías ver tus mensajes de teléfono.

Le entregó a Mellery una pequeña pila de notas rosas. Por la expresión de sorpresa del hombre, Gurney tuvo la sensación de que no lo interrumpían con frecuencia.

– Al menos – dijo ella, arqueando una ceja de manera elocuente, – puede que quieras mirar el de encima.

Mellery lo leyó dos veces, luego se inclinó hacia delante y le pasó el mensaje por encima de la mesa a Gurney, quien también lo leyó dos veces.

En la línea «A», se leía: señor Mellery. En la línea «De», decía: X. Arybdis. En el espacio asignado a «Mensaje», figuraban las siguientes líneas:

De todas las verdades que recordar no puedes, hay dos más verdaderas: todo acto tiene un precio, todo precio se paga. Te llamaré esta noche para verte en noviembre o, si no, en diciembre.

Gurney le preguntó a la joven si ella misma había tomado el mensaje. Ella miró a Mellery.

– Lo siento – dijo éste, – debería haberos presentado. Sue, éste es un viejo y buen amigo mío, Dave Gurney. Dave, te presento a mi maravillosa asistente, Susan MacNeil.

– Encantado, Susan.

Ella sonrió educadamente y dijo:

– Sí, fui yo quien tomó el mensaje.

– ¿Hombre o mujer?

Ella vaciló.

– Es extraño que lo pregunte. Mi primera impresión fue que era un hombre. Un hombre con una voz alta. Luego ya no estaba segura. La voz cambió.

– ¿Cómo?

– Al principio sonó como un hombre que trataba de parecer como una mujer. Después tuve la idea de que podría ser una mujer tratando de sonar como un hombre. Había algo no natural en la voz, algo forzado.

– Interesante – dijo Gurney. – Una cosa más, ¿anotó todo lo que dijo esta persona?

Ella vaciló.

– No estoy segura de haberle entendido.

– Me parece – dijo, sosteniendo la hojita rosa – que este mensaje le fue dictado cuidadosamente, incluso los saltos de línea.

– Exacto.

– Así que tuvo que decirle que la disposición de las líneas era importante, que tenía que escribirlas exactamente como él las dictaba.

– Oh, ya veo. Sí, me ha dicho dónde empezar cada línea nueva.

– ¿Dijo algo más que no esté escrito aquí?

– Sí…, bueno, dijo otra cosa. Antes de colgar, preguntó si trabajaba en el instituto directamente para el señor Mellery. Le dije que sí. Entonces él me contestó: «Debería buscar nuevas oportunidades de empleo. He oído que la renovación espiritual es una industria agonizante». Y se rio, como si le hiciera mucha gracia. Luego me dijo que me asegurara de que el señor Mellery recibía el mensaje enseguida. Por eso lo he traído desde el despacho. – Echó una mirada de preocupación a Mellery. – Espero que lo haya hecho bien.

– Sin duda – dijo Mellery, imitando a un hombre que controla la situación.

– Susan, me he fijado en que habla de «él» – dijo Gurney. – ¿Significa que está segura de que era un hombre?

– Eso creo.

– ¿Dio alguna indicación de a qué hora de esta noche planea llamar?

– No.

– ¿Hay algo más que recuerde, cualquier cosa, no importa lo trivial que sea?

Arrugó un poco el entrecejo.

– Me ha dado escalofríos, una sensación de que no era muy amable.

– ¿Parecía enfadado? ¿Duro? ¿Amenazador?

– No, no es eso. Era educado, pero…

Gurney esperó mientras ella buscaba las palabras adecuadas.

– Quizá demasiado educado. Quizás era la voz extraña. No estoy segura de qué me provocó esa sensación. Me asustó.

Después de salir para volver al despacho situado en el edificio principal, Mellery miró al suelo entre sus pies.

– Es hora de ir a la Policía – dijo Gurney, eligiendo este momento para manifestar su opinión.

– ¿La Policía de Peony? Dios, suena a un número de cabaret gay.

Gurney no hizo caso del endeble intento de soltar una gracia.

– No sólo estamos tratando con unas pocas cartas raras y una llamada de teléfono. Estamos ante alguien que te odia, que quiere saldar cuentas contigo. Estás en su punto de mira, y tal vez él está a punto de apretar el gatillo.