– ¿X. Arybdis?
– Más bien el inventor del alias X. Arybdis.
Gurney le explicó lo que había recordado, con la ayuda de Madeleine, sobre el letal Charybdis del mito griego. Además, había sido incapaz de encontrar el registro de ningún X. Arybdis en Connecticut o en cualquier estado vecino mediante ningún directorio o motor de búsqueda de Internet.
– ¿Un remolino? – preguntó Mellery con inquietud.
Gurney asintió.
– Dios santo – dijo Mellery.
– ¿Qué ocurre?
– Mi peor fobia es morir ahogado.
12
Mellery estaba de pie junto a la chimenea, recolocando con la ayuda de un atizador los troncos que ardían.
– ¿Por qué devolvieron el cheque? – preguntó, volviendo al tema como la lengua vuelve a un diente afilado. – El tipo es muy meticuloso (Dios mío, mira la caligrafía, como la de un contable), no es la clase de persona que se equivoca al escribir la dirección. Así que lo hizo a propósito. ¿Qué propósito? – Se volvió -. Davey, ¿qué demonios está pasando?
– ¿Puedo ver la nota con la que se devolvió el cheque, la que me leíste por teléfono?
Mellery se acercó a un pequeño escritorio estilo Sheraton situado al otro lado de la habitación, llevando consigo el atizador, pero sin reparar en él hasta que estuvo allí.
– Dios mío – musitó, mirando a su alrededor, frustrado. Encontró un lugar en la pared donde podía apoyarlo antes de coger un sobre del cajón del escritorio y llevárselo a Gurney.
Dentro de un sobre exterior grande dirigido a Mellery estaba el sobre que Mellery le había enviado a X. Arybdis al apartado postal 49449 de Wycherly, y dentro de ese sobre había un cheque nominativo por importe de 289,87 dólares. El sobre exterior contenía asimismo una hoja de papelería de calidad con encabezado de GD Security Systems que incluía un número de teléfono, con el breve mensaje impreso que Mellery le había leído antes a Gurney por teléfono. La carta estaba firmada por Gregory Dermott, sin indicación de su título.
– ¿No has hablado con el señor Dermott? – preguntó Gurney.
– ¿Por qué iba a hacerlo? Quiero decir, si la dirección está equivocada, está equivocada. ¿Qué tiene que ver con él?
– Sólo Dios lo sabe – dijo Gurney -. Pero vale la pena hablar con él. ¿Tienes un teléfono a mano?
Mellery sacó el último modelo de BlackBerry que llevaba enganchado en el cinturón y se lo pasó. Gurney introdujo el número del encabezado. Tras dos tonos estaba conectado con una grabación: «Esto es GD Security Systems, al habla Greg Dermott. Deje su nombre, su número y la hora que mejor le vaya para que le devuelva la llamada y un breve mensaje. Puede empezar ahora». Gurney apagó el teléfono y se lo devolvió a Mellery.
– Lo que he de decir sería difícil de explicar en un mensaje – dijo Gurney -. No soy tu empleado ni un representante legal, ni siquiera detective privado con licencia, y no trabajo en la Policía. Y respecto a esto último, la Policía es lo que necesitas: aquí mismo, ahora mismo.
– Pero supongamos que ése es su objetivo: inquietarme lo suficiente para que llame a la Policía, armar follón, avergonzar a mis huéspedes. Quizá que llame a la Policía y crear agitación es lo que quiere, precisamente, este psicópata. Llevar los elefantes a la cacharrería y observar todo lo que se rompe.
– Si es todo lo que quiere -dijo Gurney -, da gracias.
Mellery reaccionó como si le hubieran abofeteado.
– ¿De verdad crees que está planeando hacer… algo serio?
– Es muy posible.
Mellery asintió lentamente, como si la deliberación del gesto pudiera tapar su miedo.
– Hablaré con la Policía -dijo-, pero no hasta que reciba la llamada esta noche de Charybdis, o de como quiera que se llame.
Viendo el escepticismo de Gurney, continuó:
– Quizá la llamada telefónica lo aclarará todo; quizá nos permita saber con quién estamos tratando, qué es lo que quiere. Puede que al final no tengamos que implicar a la Policía, e incluso si lo hacemos, tendremos más información para darles. En cualquier caso, tiene sentido esperar.
Gurney sabía que tener a la Policía presente para monitorizar la llamada real podría ser importante, pero también sabía que en ese punto ningún argumento racional convencería a Mellery. Decidió avanzar a un detalle táctico.
– En el caso de que Charybdis llamara esta noche, sería útil grabar la conversación. ¿Tienes alguna clase de dispositivo de grabación (aunque sea un cásete) que podamos usar para conectar con un supletorio?
– Tenemos algo mejor -dijo Mellery-. Todos nuestros teléfonos tienen memoria de grabación. Puedes grabar cualquier llamada con sólo pulsar un botón.
Gurney lo miró con curiosidad.
– ¿Te preguntas por qué hay tal sistema? Tuvimos un huésped difícil hace unos años. Se formularon algunas acusaciones, y nos acosaron con llamadas de teléfono que eran cada vez más trastornadas. Para abreviar una larga historia, nos aconsejaron que grabáramos las llamadas-. Algo en la expresión de Gurney lo detuvo-. Oh, no, ¡veo lo que estás pensando! Créeme, ese lío no tiene nada que ver con lo que está ocurriendo ahora. Se resolvió hace mucho.
– ¿Estás seguro?
– El individuo implicado está muerto. Suicidio.
– ¿Recuerdas las listas en las que te pedí que trabajaras? Listas de relaciones que impliquen conflictos graves o acusaciones.
– No tengo ni un solo nombre que pueda leer en conciencia.
– Acabas de mencionar un conflicto, al final del cual alguien se suicidó. ¿No te parece eso un conflicto grave?
– Era un individuo con problemas. No hubo ninguna relación entre su disputa con nosotros, que era producto de su imaginación, y su suicidio.
– ¿Cómo lo sabes?
– Mira, es una historia complicada. No todos nuestros huéspedes son el paradigma de la salud mental. No voy a apuntar el nombre de cada persona que alguna vez haya expresado un sentimiento negativo en mi presencia. ¡Es una locura!
Gurney se apoyó en su silla y se frotó con suavidad los ojos, que se le estaban empezando a resecar por el fuego.
Cuando Mellery volvió a hablar, su voz dio la impresión de proceder de un lugar diferente dentro de sí mismo, un lugar menos custodiado.
– Hay una palabra que usaste cuando me enumeraste las listas. Dijiste que debería escribir los nombres de gente que conocía con la que tenía problemas no resueltos. Bueno, me he estado diciendo a mí mismo que los conflictos del pasado se han resuelto. Quizá no lo están. Tal vez por resuelto sólo significaba que no pensaba más en ellos. Negó con la cabeza. Dios, Davey, ¿qué sentido tienen estas listas en todo caso? No te ofendas, pero ¿qué pasa si algunos polis guiados por los músculos más que por la cabeza empiezan a hacer preguntas, y remueven viejos resentimientos? ¡Dios! ¿Alguna vez has sentido que el suelo resbalara bajo tus pies?
– De lo único que hemos estado hablando es de poner nombres en un papel. Es una forma de poner los pies en el suelo. No has de mostrar los nombres a nadie si no quieres. Confía en mí, es un ejercicio útil.
Mellery, aturdido, hizo un gesto de asentimiento.
– Has dicho que no todos tus huéspedes son modelos de salud mental.
– No quería dar la impresión de que estamos dirigiendo una institución psiquiátrica.
– Lo entiendo.
– O incluso que nuestros huéspedes tienen un número inusual de problemas emocionales.
– Entonces, ¿quién viene aquí?
– Gente con dinero que busca paz mental.
– ¿Lo consiguen?
– Creo que sí.
– Además de «rico» y «angustiado», ¿qué otras palabras describen a tu clientela?
Mellery se encogió de hombros.
– Inseguros, a pesar de la personalidad agresiva que acompaña al éxito. No se gustan a sí mismos: es lo principal que estamos tratando.