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– ¿Cuál de tus huéspedes actuales crees que es capaz de hacerte daño físicamente?

– ¿Qué?

– ¿Cuánto sabes a ciencia cierta de cada persona que actualmente está aquí, o de la gente que tiene reservas para el mes que viene?

– Si estás hablando de comprobaciones de sus historiales, no es algo que hagamos. Lo que sabemos es lo que ellos nos cuentan, o lo que nos cuenta la gente que los deriva. Parte de ello es superficial, pero no curioseamos. Tratamos con lo que están dispuestos a contarnos.

– ¿Qué clase de personas hay aquí ahora mismo?

– Un inversor inmobiliario de Long Island, un ama de casa de Santa Bárbara, un hombre que podría ser el hijo de un hombre que podría ser el cabeza de una familia del crimen organizado, un encantador quiropráctico de Hollywood, una estrella de rock de incógnito, un banquero de inversiones retirado de treinta y tantos años…, y una docena más.

– ¿Están aquí para conseguir una «renovación espiritual»?

– De un modo o de otro, han descubierto las limitaciones del éxito. Todavía sufren miedos, obsesiones, culpa, vergüenza. Han descubierto que ni todos los Porsche ni todo el Prozac del mundo les dan la paz que están buscando.

Gurney sintió una pequeña puñalada al acordarse del Porsche de Kyle.

– Entonces tu misión es llevar serenidad a los ricos y famosos.

– Es fácil hacer que suene ridículo. Pero no estaba persiguiendo el olor del dinero. Puertas abiertas y corazones abiertos me llevaron aquí. Mis clientes me encontraron, no al revés. No lo preparé para ser el gurú de Peony Mountain.

– Aun así, te juegas mucho.

Mellery asintió.

– Aparentemente, eso incluye mi vida-. Miró al fuego menguante-. ¿Puedes darme algún consejo para manejar la llamada de esta noche?

– Haz que hable todo lo posible.

– ¿Así se podrá localizar la llamada?

– La tecnología ya no funciona así. Has visto películas viejas. Hazle hablar, porque cuantas más cosas diga, más podría revelar y más posibilidades podrías tener de reconocer su voz.

– Si lo hago, ¿debo decirle que sé quién es?

– No. Saber algo que él no cree que sabes podría ser una ventaja para ti. Sólo manten la calma y alarga la conversación.

– ¿Estarás en casa esta noche?

– Planeo estarlo, por el bien de mi matrimonio como mínimo. ¿Por qué?

– Porque acabo de acordarme de que nuestros teléfonos tienen otra característica curiosa que nunca usamos. El nombre comercial es «conferencia rebotada». Lo que te permite invitar a otro participante a una conferencia después de que alguien te haya llamado.

– ¿Y?

– Con una teleconferencia ordinaria, todos los participantes necesitan ser llamados desde la fuente inicial. Pero el sistema de rebote supera eso. Si alguien te llama, puedes añadir a otros participantes al llamarlos desde tu número sin desconectar con la persona que te llamó, de hecho, sin que sepa que lo estás haciendo. Según me explicaron, la llamada a la parte añadida sale por una línea separada; después de que se establece la conexión, se combinan las dos señales. Probablemente estoy equivocado respecto a la explicación técnica, pero la cuestión es que cuando Charybdis llame esta noche, puedo llamarte y tú podrás oír la conversación.

– Bien. Seguro que estaré en casa.

– Genial. Te lo agradezco-. Sonrió como un hombre que experimenta un alivio momentáneo de un dolor crónico.

Fuera sonó varias veces una campana. Tenía el timbre fuerte y metálico de una vieja campana de barco. Mellery miró el delgado reloj de oro de su muñeca.

– He de prepararme para la conferencia de la tarde- dijo con un pequeño suspiro.

– ¿Cuál es el tema?

Mellery se levantó de su sillón de orejas, alisó unas pocas arrugas de su jersey de cachemir y, no sin cierto esfuerzo, esbozó una sonrisa genérica.

– La importancia de la honradez.

El clima había seguido borrascoso sin llegar nunca a templarse. Hojas marrones revoloteaban sobre la hierba. Mellery había ido al edificio principal después de dar las gracias a Gurney una vez más. Le había insistido en que mantuviera la línea del teléfono libre esa noche, se había disculpado por su agenda y le había extendido una invitación de última hora.

– Mientras estás aquí por qué no te das una vuelta y te haces una idea del lugar.

Gurney, de pie en el elegante porche de Mellery, se subió la cremallera de la chaqueta. Decidió aceptar la sugerencia y dirigirse al aparcamiento dando un rodeo, siguiendo la amplia curva de los jardines que rodeaban la casa. Un sendero de musgo lo llevó por detrás de la casa a un césped esmeralda, más allá del cual un bosque de arces se adentraba en el valle. Un muro de mampostería formaba una línea de demarcación entre la hierba y el bosque. En el punto medio del muro, una mujer y dos hombres parecían ocupados en la actividad de plantar y cubrir con mantillo.

Mientras Gurney caminaba hacia ellos por el amplio césped, vio que los hombres, que llevaban sendas palas, eran jóvenes y latinos, y que la mujer, vestida con botas verdes hasta las rodillas y una cazadora marrón, era mayor y estaba al mando. Había varias bolsas de bulbos de tulipán, cada una de un color diferente, abiertas sobre un carro de jardín plano. La mujer estaba mirando a sus trabajadores con impaciencia.

– ¡Carlos! -gritó-. Roja, blanca, amarilla… Roja, blanca, amarilla le dijo en español. Luego lo repitió en inglés, pero sin dirigirse a nadie en particular. Roja, blanca, amarilla… Roja, blanca, amarilla. No es una secuencia tan difícil, ¿no?

Suspiró filosóficamente ante la ineptitud de los sirvientes y luego sonrió con benignidad cuando se le acercó Gurney.

– Creo que una flor que se abre es la visión más sanadora de la Tierra- anunció con el acento característico de la clase alta de Long Island-. ¿No está de acuerdo?

Antes de que Gurney tuviera ocasión de responder, ella le tendió la mano y dijo:

– Soy Caddy.

– Dave Gurney.

– ¡Bienvenido al Cielo en la Tierra! Creo que no le había visto antes.

– Sólo he venido a pasar el día.

– ¿En serio? -Algo en el tono parecía estar exigiendo una explicación.

– Soy amigo de Mark Mellery.

La mujer torció el gesto.

– ¿Ha dicho Dave Gurney?

– Sí.

– Bueno, estoy segura de que ha mencionado su nombre, pero no me suena. ¿Conoce a Mark desde hace mucho?

– Desde la facultad. ¿Puedo preguntar qué está haciendo aquí?

– ¿Qué hago aquí?- Levantó las cejas asombrada-. Vivo aquí. Es mi casa. Soy Caddy Mellery. Mark es mi marido.

13

Nada de lo que sentirse culpable

Aunque era mediodía, las nubes cada vez más gruesas daban al valle la sensación de un anochecer de invierno. Gurney puso en marcha la calefacción del coche porque tenía las manos heladas. Cada año las articulaciones de sus dedos se le estaban poniendo más sensibles, lo que le recordaba la artritis de su padre. Las flexionó abriéndolas y cerrándolas sobre el volante.

«Un gesto idéntico.»

Recordaba haberle preguntado en una ocasión a ese hombre taciturno e inalcanzable si le dolían los nudillos hinchados.

Es sólo la edad, no hay nada que hacer le había contestado su padre, en un tono que desalentaba la discusión.

Su mente vagó de nuevo hacia Caddy. ¿Por qué Mellery no le había hablado de su nueva esposa? ¿No quería que hablara con ella? Y si no había mencionado que estaba casado, ¿qué más podría haber omitido?

Y entonces, por una oscura asociación mental, se preguntó por qué la sangre era roja como una rosa pintada. Trató de recordar el texto completo del tercer poema:

«No hice lo que hice / por gusto ni dinero, / sino por unas deudas / pendientes de saldar. / Por sangre que es tan roja / como rosa pintada. / Para que todos sepan: / lo que siembran, cosechan».