– Sí – respondió-. Perfecto.
Cerró los ojos, deseando que la bondad del momento contrarrestara esas energías mentales que siempre lo conducían a resolver enigmas. Para Gurney, lograr incluso una pequeña satisfacción era irónicamente una lucha. Envidiaba el apego entusiasta de Madeleine por el instante fugaz y el placer que encontraba en ello. Para él, vivir el momento siempre era nadar contracorriente: su mente analítica prefería de un modo natural los reinos de la probabilidad y la posibilidad.
Se preguntaba si era una forma de escape heredada o aprendida. Probablemente ambas cosas se reforzaban entre sí. Posiblemente…
¡Dios santo!
Se sorprendió a sí mismo en el acto absurdo de analizar su propensión al análisis. Otra vez se arrepintió y trató de estar presente en la sala. «Que Dios me ayude a estar aquí», se dijo, aunque tenía poca fe en la plegaria. Esperaba que no lo hubiera dicho en voz alta.
Sonó el teléfono. Lo sintió como una moratoria, un permiso para darse un respiro de la batalla.
Se levantó del sofá y fue al estudio a responder.
– Davey, soy Mark.
– ¿Sí?
– He estado hablando con Caddy. Me ha dicho que se ha encontrado contigo hoy, en el jardín de meditación.
– Sí.
– Ah…, bueno…, la cuestión es… Me siento avergonzado, ¿sabes?, por no habértela presentado-. Hizo una pausa, como si esperara respuesta, pero Gurney no dijo nada.
– ¿Dave?
– Estoy aquí.
– Bueno…, en fin, quería pedirte disculpas por no presentarte. Ha sido irreflexivo por mi parte.
– No hay problema.
– ¿Estás seguro?
– Seguro.
– No pareces contento.
– No estoy descontento, sólo un poco sorprendido de que no la mencionaras.
– Ah…, sí…, supongo que tenía tantas cosas en la cabeza que no se me ocurrió. ¿Sigues ahí?
– Estoy aquí.
– Tienes razón, debe parecer peculiar que no la mencionara. No se me ocurrió-. Hizo una pausa, luego añadió con una risa extraña. -Supongo que a un psicólogo le parecería interesante que alguien olvide mencionar que está casado.
– Mark, deja que te pregunte algo. ¿Me estás diciendo la verdad?
– ¿Qué? ¿Por qué me preguntas esto?
– Me estás haciendo perder el tiempo.
Hubo un prolongado silencio.
– Mira -dijo Mellery con un suspiro-, es una larga historia. No quería involucrar a Caddy en este…, en este lío.
– ¿De qué lío estamos hablando exactamente?
– Las amenazas, las insinuaciones.
– ¿No sabe nada de las cartas?
– ¿Para qué? Sólo se asustaría.
– Ha de conocer tu pasado. Está en tus libros.
– Hasta cierto punto. Pero estas amenazas son otra historia. Sólo quería ahorrarle la preocupación.
Eso le sonó casi plausible. Casi.
– ¿Hay algún elemento en concreto de tu pasado que estés especialmente ansioso de ocultar a Caddy, a la Policía o a mí?
Esta vez la indecisión, antes de que Mellery dijera que no, contradecía de un modo tan evidente la negativa que Gurney se rió.
– ¿Qué tiene tanta gracia?
– No sé si eres el peor mentiroso que he conocido, Mark, pero estás entre los elegidos.
Después de otro largo silencio, Mellery empezó a reír también: una risa suave, compungida, que sonó más como un sollozo ahogado. Dijo con voz desinflada:
– Cuando todo lo demás falla, es el momento de decir la?verdad. La verdad es que, poco antes de que Caddy y yo nos casáramos, tuve una breve aventura con una mujer que se alojaba aquí. Pura locura por mi parte. Salió mal, como cualquier persona cuerda podría haber predicho.
– ¿Y?
– Y eso fue todo. Sólo de pensarlo… Me recuerda a todo el ego subido, a la lujuria y al pésimo juicio de mi pasado.
– Quizá me estoy perdiendo algo -dijo Gurney-. ¿Qué tiene eso que ver con no decirme que estabas casado?
– Vas a pensar que estoy paranoico. Pero llegué a pensar que la aventura podría estar relacionada en cierto modo con este asunto de Charybdis. Temía que si sabías de Caddy, querrías hablar con ella, y… la última cosa en el mundo que quiero es que ella quede expuesta a lo que podría estar relacionado con mi ridicula e hipócrita aventura.
– Ya veo. Por cierto, ¿quién es el dueño del instituto?
– ¿El dueño? ¿En qué sentido?
– ¿Cuántos sentidos hay?
– En espíritu, yo soy el dueño del instituto. El programa está basado en mis libros y cintas.
– ¿En espíritu?
– Legalmente, Caddy es la dueña de todo: de la propiedad inmobiliaria y de otros activos tangibles.
– Interesante. Así que tú eres el artista del trapecio, pero Caddy es la dueña del circo.
– Podrías decirlo así -replicó Mellery con frialdad-. Ahora he de colgar. Puedo recibir la llamada de Charybdis en cualquier momento.
Y la llamada llegó justo tres horas después.
14
Madeleine había llevado su bolsa de tejer al sofá y estaba absorta en uno de los tres proyectos que mantenía en distintos estados de finalización. Gurney se había acomodado en un sillón contiguo y estaba hojeando las seiscientas páginas del manual del usuario del software de manipulación fotográfica, pero le costaba concentrarse en ello. Los troncos de la estufa de leña se habían reducido a brasas, de las cuales se alzaban llamitas rosas que temblaban y desaparecían.
Cuando sonó el teléfono, Gurney se apresuró a ir al estudio?y levantó el aparato.La voz de Mellery sonaba baja y nerviosa.
– ¿Dave?
– Estoy aquí.
– Está en la otra línea. La grabadora está en marcha. Voy a conectarte. ¿Preparado?
– Adelante.
Al cabo de un momento, Gurney oyó una extraña voz a media frase.
… lejos durante cierto tiempo. Pero quiero que sepas quién soy.
El tono de voz era alto y tenso; el ritmo del habla, extraño y artificial. Había un acento, parecía extranjero, pero no específico, como si las palabras se pronunciaran mal con el objeto de disfrazar la voz.
– Esta tarde te he dejado algo. ¿Lo tienes?
– ¿Qué? -La voz de Mellery sonó quebradiza.
– ¿Todavía no lo tienes? Lo recibirás. ¿Sabes quién soy?
– ¿Quién eres?
– ¿De verdad quieres saberlo?
– Por supuesto. ¿De qué te conozco?
– ¿El número seiscientos cincuenta y ocho no te dice quién soy?
– No tiene ningún sentido para mí.
– ¿En serio? Pero lo elegiste, de entre todos los números que podrías haber elegido.
– ¿Quién demonios eres?
– Hay un número más.
– ¿Qué? -La voz de Mellery se elevó a causa del miedo y la exasperación.
– He dicho que hay un número más-. La voz parecía divertida, sádica.
– No lo entiendo.
– Piensa en otro número, que no sea el seiscientos cincuenta y ocho.
– ¿Por qué?
– Piensa en un número, que no sea el seiscientos cincuenta y ocho.
– De acuerdo. He pensado un número.
– Bien. Estamos haciendo progresos. Ahora, susurra el número.
– Lo siento, ¿qué?
– Susurra el número.
– ¿Que lo susurre?
– Sí.
– Diecinueve-. El susurro de Mellery sonó alto y áspero.
Fue recibido con una larga risa carente de humor.
– Bien, muy bien.
– ¿Quién eres?
– ¿Aún no lo sabes? Tanto dolor y no tienes ni idea. Pensaba que esto podría ocurrir. He dejado algo para ti antes. Una notita. ¿Seguro que no la tienes?
– No sé de qué estás hablando.
– Ah, pero sabías que el número era el diecinueve.