Una vez que se le ocurrió, la idea potenciar, clarificar e intensificar retratos de la ficha policial de diversos criminales, en especial retratos de asesinos, para capturar y reflejar la naturaleza de la bestia que había pasado estudiando, persiguiendo y burlando toda su carrera le cautivó. Pensaba en ello con más frecuencia de lo que estaba dispuesto a reconocer. Al fin y al cabo, era un hombre prudente, capaz de ver las dos caras de cada problema, el defecto en cada certeza, la ingenuidad en cada entusiasmo.
Mientras trabajaba en la foto de Jason Strunk en el escritorio de su estudio esa brillante mañana de octubre, el sonido de algo que cayó al suelo detrás de él le interrumpió.
– Voy a dejar esto aquí dijo Madeleine Gurney con una voz que a cualquiera podría haberle sonado natural, inocente, pero que a su marido le sonó tensa.
Dave Gurney miró por encima del hombro, entrecerrando los ojos al ver el pequeño saco de arpillera apoyado contra la puerta.
– ¿Qué dejas? – preguntó, aunque conocía la respuesta.
– Tulipanes – dijo Madeleine con el mismo tono.
– ¿Quieres decir bulbos?
Una corrección estúpida, ambos lo sabían. No era más que una manera de expresar su irritación por el hecho de que Madeleine quisiese que hiciera algo que no tenía ganas de hacer.
– ¿Qué quieres que haga con los bulbos aquí?
– Llevarlos al jardín y ayudarme a plantarlos.
Gurney consideró que era ilógico llevárselos al estudio para luego hacérselo volver a sacar, pero se lo pensó mejor.
– En cuanto termine con esto – dijo un poco molesto.
Se dio cuenta de que plantar bulbos de tulipán en un día espléndido del veranillo de San Martín en un jardín situado en una cumbre con vistas a un panorama de bosques otoñales de color carmesí y prados esmeralda que se desplegaban bajo un cielo azul cobalto, no era un encargo demasiado pesado. Simplemente detestaba que lo interrumpieran. Reaccionar así, se dijo, era una consecuencia de su mayor virtud: la mente lineal y lógica que lo había convertido en un detective de gran éxito, la mente que se alertaba por la más ligera discontinuidad en el relato de un sospechoso, la mente capaz de percibir una fisura demasiado fina para que la mayoría de los ojos la vieran.
Madeleine miró por encima del hombro de Gurney a la pantalla del ordenador.
– ¿Cómo puedes trabajar en algo tan feo en un día como éste? – preguntó.
Una víctima perfecta
Davye y Madeleine Gurney vivían en una sólida casa de labranza del siglo xix, enclavada en el rincón de un prado solitario, al final de un camino sin salida en las colinas del condado de Delaware, a unos ocho kilómetros del pueblo de Walnut Crossing. Un bosque de cerezos, arces y robles rodeaba la pradera de cuatro hectáreas.
La casa conservaba su sencillez arquitectónica original. En el año que hacía que la poseían, los Gurney habían restaurado las desafortunadas modernizaciones llevadas a cabo por el anterior propietario, para conferirle a su hogar una apariencia más autentica. Habían sustituido, por ejemplo, inhóspitas ventanas de aluminio por otras con marco de madera que poseían el estilo de luz partida de un siglo antes. No lo habían hecho por obsesión por la autenticidad histórica, sino en reconocimiento de que la estética original era, en cierto modo, la más «adecuada». El aspecto que una casa ha de tener y la sensación que debe transmitir eran los temas en los cuales Madeleine y David estaban en completa armonía, algo que, él tenía la sensación, cada vez era menos frecuente.
Esa idea le había estado corroyendo el ánimo durante la mayor parte del día, y el comentario de su mujer sobre la fealdad del retrato en el que estaba trabajando no hizo sino reactivarla. Esa misma tarde, mientras intentaba dormir la siesta en su silla de teca favorita, después de plantar los tulipanes, notó las pisadas de Madeleine, que se acercó a él a través de la hierba alta que le llegaba hasta los tobillos. En cuanto las pisadas se detuvieron ante su silla, David abrió un ojo.
– ¿Crees dijo ella en su tono calmado y benévolo que es demasiado tarde para sacar la canoa?- El tono sugería tanto una pregunta como un reto.
Madeleine era una mujer delgada y atlética de cuarenta y cinco años que fácilmente podía pasar por una de treinta y cinco. Su mirada era franca, serena, inquisitiva. El cabello castaño y largo, con la excepción de unos pocos mechones sueltos, estaba recogido bajo su sombrero de jardín de ala ancha.
– ¿De verdad te parece feo? – respondió, sumido en sus pensamientos.
– Por supuesto que es feo – dijo ella sin vacilación. ¿Se supone que no ha de serlo?
David torció el gesto al considerar el comentario.
– ¿Te refieres al motivo? – preguntó.
– ¿A qué más podría referirme?
– No lo sé. – Se encogió de hombros. – Resultabas un poco desdeñosa, tanto respecto a la ejecución como al motivo.
– Lo lamento.
No parecía lamentarlo. Cuando estaba a punto de decírselo, Madeleine cambió de tema.
– ¿Tienes ganas de ver a tu antiguo compañero de clase?
– No muchas – dijo, ajustando el respaldo del asiento. No me entusiasma recordar el pasado.
– A lo mejor tiene un asesinato para que lo resuelvas.
Gurney miró a su mujer, estudió la ambigüedad de su expresión.
– ¿Crees que eso es lo que quiere? – preguntó con tibieza.
– ¿No eres famoso por eso? – La rabia estaba empezando a tensarle la voz.
Era una reacción que había observado desde hacía meses. Creía entender de qué se trataba. Tenían ideas diferentes de lo que había supuesto su retiro, qué clase de cambios iba a provocar en sus vidas y, más concretamente, cómo se suponía que iba a cambiarlo a él. Últimamente, además, había estado creciendo cierto resentimiento en torno a esa nueva afición de David: el proyecto de los retratos de asesinos que estaba absorbiendo su tiempo. Él sospechaba que la negatividad de Madeleine en este aspecto podría estar relacionada, en parte, con el entusiasmo de Sonya.
– ¿Sabes que también es famoso? – preguntó Madeleine.
– ¿Quién?
– Tu compañero de clase.
– La verdad es que no. Dijo algo al teléfono de que había escrito un libro, y lo comprobé al momento. No se me había ocurrido que fuera famoso.
– Dos libros – afirmó Madeleine. -Es director de algún tipo de instituto en Peony, y pronunció una serie de conferencias que pasaron en la PBS. Imprimí el texto de las solapas del libro. Por si quieres echarle un vistazo.
– Supongo que él mismo me dirá todo lo que hay que saber de él y de sus libros. No parece tímido.
– Como quieras. He dejado las copias en tu escritorio, por si cambias de opinión. Por cierto, Kyle ha llamado antes.
David la miró en silencio.
– Le dije que le llamarías.
– ¿Por qué no me has avisado? – preguntó, más irritado de lo que pretendía. Su hijo no llamaba muy a menudo.
– Le he preguntado si quería que te localizara. Ha dicho que no quería molestarte, que no era urgente.
– ¿Ha dicho algo más?
– No.
Se volvió y cruzó la gruesa capa de hierba húmeda en dirección a la casa. Cuando alcanzó la puerta lateral y puso la mano en el pomo, pareció recordar algo más, volvió a mirarlo y habló con exagerado desconcierto.
– Según la solapa del libro, tu antiguo compañero de clase parece un santo, perfecto en todo. Un gurú de la buena conducta. Cuesta imaginar que necesite consultar a un detective de homicidios.
– Un detective de homicidios retirado – la corrigió Gurney.
Pero ella ya se había ido y no había intentado amortiguar el portazo.