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– Me has dicho que piense en un número.

– Pero era el número correcto, ¿no?

– No lo entiendo.

– ¿Cuándo has mirado el buzón?

– ¿Mi buzón? No lo sé. Esta tarde.

– Será mejor que mires otra vez. Recuerda, te veré en noviembre o, si no, en diciembre-. Las palabras fueron seguidas por un sonido suave de desconexión.

– Hola -gritó Mellery-. ¿Estás ahí? ¿Estás ahí?- Cuando habló otra vez, parecía estar exhausto-. ¿Dave?

– Estoy aquí -dijo Gurney-. Cuelga, mira el correo y vuelve a llamarme.

En cuanto Gurney colgó, el teléfono volvió a sonar. Lo levantó.

– ¿Sí?

– ¿Papá?

– ¿Perdón?

– ¿Eres tú?

– ¿Kyle?

– Sí. ¿Estás bien?

– Bien. Es que estoy en medio de algo.

– ¿Va todo bien?

– Sí. Perdona que sea tan brusco. Estoy esperando una llamada que he de recibir dentro de un minuto. ¿Puedo llamarte?luego?Claro. Sólo quería ponerte al día de algunas cosas, cosas que me han pasado, cosas que estoy haciendo. No hemos hablado desde hace mucho tiempo.

– Te llamaré en cuanto pueda.

– Claro, de acuerdo.

– Perdón. Gracias. Te llamo enseguida.

Gurney cerró los ojos y respiró hondo varias veces. Dios, las cosas tenían una curiosa manera de apilarse. Por supuesto, era culpa suya, por dejar que sucediera tal cosa. Su relación con Kyle era un desastre, fría y distante.

Kyle era fruto de su primer matrimonio, su breve historia con Karen; recordar aquella relación, veintidós años después del divorcio, todavía le inquietaba. Su incompatibilidad resultó obvia desde el principio para cualquiera que los conociera, pero una determinación rebelde (o incapacidad emocional, tal como pensaba a altas horas de la madrugada en las noches de insomnio) los había conducido a una unión desafortunada.

Kyle se parecía a su madre, tenía sus mismos instintos manipuladores y su ambición material, y, por supuesto, el nombre que ella había insistido en ponerle: Kyle. Gurney nunca había logrado sentirse a gusto con eso. A pesar de la inteligencia del joven y de su precoz éxito en el mundo financiero, Kyle aún le parecía como un nombre ensimismado de niño bonito de culebrón. Además, la existencia de su hijo era un recordatorio constante del matrimonio, le recordaba que había allí una parte poderosa de sí mismo que no lograba entender: la parte que había querido casarse con Karen.

Cerró los ojos, deprimido por no entender qué le impulsó a todo aquello y por haber reaccionado negativamente ante su propio hijo.

Sonó el teléfono. Levantó el auricular, temeroso de que fuera otra vez Kyle, pero era Mellery.

– ¿Davey?

– Sí.

– Había un sobre en el correo. Mi nombre y mi dirección están escritos en él, pero no hay sello ni matasellos. Deben de haberlo dejado en mano. ¿He de abrirlo?

– ¿Parece que haya algo que no sea papel?

– ¿Como qué?

– Lo que sea, cualquier cosa que no sea una carta.

– No. Parece completamente plano, como si no hubiera nada dentro. No hay ningún objeto extraño, si es a eso a lo que te refieres. ¿He de abrirlo?

– Adelante, pero detente si ves algo que no sea papel.

– Vale. Lo he abierto. Sólo una hoja. Mecanografiada. Blanca, sin encabezamiento. Hubo unos segundos de silencio-. ¿Qué? ¿Qué demonios…?

– ¿Qué es?

– Es imposible. No hay forma…

– Léemela.

Mellery la leyó con voz incrédula.

«Te dejo esta nota por si te pierdes mi llamada. Si aún no sabes quién soy, sólo piensa en el número diecinueve. ¿Te recuerda a alguien? Y recuerda: te veré en noviembre, o si no, en diciembre.»

– ¿Nada más?

– Nada más. Es lo que dice: «sólo piensa en el número diecinueve». ¿Cómo diablos podía saberlo? ¡No es posible!

– Pero ¿es lo que dice?

– Sí. Pero lo que estoy diciendo es… No sé lo que estoy diciendo… Quiero decir…, no es posible… Dios, Davey, ¿qué demonios está pasando?

– No lo sé. Todavía no. Pero vamos a averiguarlo.

Algo había encajado: no la solución, todavía se hallaba lejos de eso, pero algo dentro de él se había movido. Ahora estaba comprometido completamente con aquel caso.

Madeleine estaba de pie en el umbral del estudio, y lo vio. Vio el brillo en los ojos de su marido el fuego de esa mente incomparable y, como siempre, eso la llenó de asombro y soledad.

El reto intelectual que presentaba el nuevo misterio del número y la inyección de adrenalina que generó mantuvo a Gurney despierto hasta bien pasada la medianoche, pese a que se había acostado a las diez. Dio vueltas, inquieto, hacia uno y otro lado de la cama. Su mente no conseguía evadirse de aquel problema, como el hombre que sueña que no puede encontrar la llave de su casa, y que la rodea y trata repetidamente de abrir cada puerta y ventana cerradas.

Entonces empezó a volver a notar el gusto de la nuez moscada de la sopa de calabaza que habían tomado para cenar, y que se añadía a esa sensación de pesadilla.

«Si aún no sabes quién soy, piensa en el número diecinueve.» Y ése era el número en el que pensó Mellery. El número que pensó antes de abrir la carta. Imposible. Pero había ocurrido.

El problema de la nuez moscada seguía empeorando. Se levantó tres veces a beber agua, pero la nuez moscada se resistía a ceder. Y entonces la mantequilla también se convirtió en un problema. Mantequilla y nuez moscada. Madeleine usaba mucho esas dos cosas para preparar su sopa de calabaza. Ya se lo había mencionado al terapeuta de ambos. Su antiguo terapeuta. En realidad, un terapeuta al que sólo habían visto dos veces, cuando estaban discutiendo acerca de si David debería retirarse y pensaron (incorrectamente, como resultó) que una tercera parte podría aportar mayor claridad a sus deliberaciones. David trató de recordar ahora cómo había surgido la cuestión de la sopa, cuál era el contexto, por qué se había sentido dispuesto a mencionar algo tan nimio.

Fue la sesión en que Madeleine había hablado de él como si no estuviera en la sala. Había empezado hablando de cómo dormía. Le había contado al terapeuta que una vez que se dormía, rara vez se despertaba hasta la mañana. Ah, sí, eso era. Fue entonces cuando él dijo que la única excepción eran las noches en que ella hacía sopa de calabaza y él no dejaba de notar en la boca el gusto de la mantequilla y la nuez moscada. Sin embargo, ella continuó, sin hacer caso de la estúpida interrupción, dirigiendo sus comentarios al terapeuta, como si fueran adultos discutiendo ante un niño.

Madeleine repitió que en cuanto se dormía, rara vez se despertaba hasta la mañana, y que eso no le sorprendía porque sólo ser quién era parecía implicar un esfuerzo diario extenuante. Nunca se sentía cómodo ni a gusto. Era un hombre tan bueno, tan decente y, sin embargo, tan cargado de culpa por ser humano… Tan torturado por sus errores e imperfecciones. El registro sin par de éxitos en su profesión quedaba oscurecido en su mente por un puñado de fracasos. Siempre estaba pensando. Pensando sin tregua en los problemas uno detrás de otro, como Sísifo mientras empujaba la roca montaña arriba, una y otra vez. Se aferraba a la vida como si ésta fuera un extraño enigma por resolver. Pero no todo en la vida era un enigma, había dicho ella, mirándolo, dirigiéndose por fin a él en lugar de al terapeuta. Había cosas que se abordaban de otras maneras. Misterios, no enigmas. Cosas que amar, no que descifrar.

Recordar los comentarios de Madeleine mientras yacía en la cama tuvo un extraño efecto en él. Estaba completamente absorto por el recuerdo, al mismo tiempo inquieto y exhausto por ello. Al final, el recuerdo se desvaneció junto con el sabor de la mantequilla y la nuez moscada, y David se deslizó a un sueño inquieto.

Hacia la mañana, Madeleine medio lo despertó al levantarse de la cama. Se sonó la nariz con suavidad en silencio. Por un segundo, David se preguntó si había estado llorando, pero era una idea nebulosa, fácilmente sustituible por la más probable explicación de que estaba sufriendo una de sus alergias de otoño. Era vagamente consciente de que ella había ido al lavabo y que se había puesto el albornoz. Poco después, oyó o imaginó no estaba seguro de cuál de las dos cosas sus pisadas en las escaleras del sótano. Poco después de eso, ella pasó de largo en silencio junto a la puerta del dormitorio. Cuando la primera luz del alba se extendió por la habitación hasta el pasillo, ella apareció, como un espectro, con algo en las manos, algún tipo de caja.