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– ¿Es consciente de que ésta no es una zona de aparcamiento autorizado?

– No me he dado cuenta -dijo Gurney sin levantar la voz-. Sólo pretendía parar un minuto o dos.

– ¿Puedo ver su carné de conducir y sus papeles, por favor? -Gurney los sacó de su cartera y se los pasó por la ventanilla. No era su hábito en tales situaciones presentar pruebas de su estatus de detective de primer grado retirado del Departamento de Policía de Nueva York, con las conexiones que eso podría implicar, pero percibió, cuando el agente se volvía caminando hacia su coche patrulla, una arrogancia que se salía de lo habitual y una hostilidad que se traduciría como mínimo en un retraso injustificable. De modo que sacó reticentemente otra tarjeta de la cartera.

– Espere un momento, agente, ésta también podría ser útil.

El agente cogió la tarjeta con precaución. Entonces Gurney vio un atisbo de cambio en las comisuras de la boca del policía, y no en la dirección de la amistad. Parecía una combinación de decepción y rabia. El policía se lo devolvió todo, tarjeta, carné de conducir y papeles por la ventanilla con expresión desdeñosa.

– Que pase un buen día, señor -dijo en un tono que expresaba el sentimiento opuesto. Volvió a su vehículo, dio un rápido giro de ciento ochenta grados y se alejó por donde había venido.

No importaba lo sofisticadas que fueran las pruebas psicológicas, pensó Gurney, ni lo elevados que fueran los requisitos educativos, no importaba lo rigurosa que fuera la formación en la academia, siempre habría policías que no deberían ser policías. En este caso, el policía no había cometido ninguna infracción específica, pero había algo duro y lleno de odio en él, Gurney podía sentirlo, verlo en su semblante, y era sólo cuestión de tiempo antes de que colisionara con su imagen especular. Entonces ocurriría algo terrible. Entre tanto, mucha gente se vería retrasada e intimidada sin objetivo alguno. Era uno de esos policías que hacía que a la gente no le gustara la Policía.

Quizá Mellery tuviera cierta razón.

Durante los siguientes siete días, el invierno llegó al norte de los Catskills. Gurney pasó la mayor parte de su tiempo en el estudio, alternando entre el proyecto de las fotos policiales y un minucioso examen de las notas de Charybdis, moviéndose con soltura entre esos dos mundos y desviándose repetidamente de las ideas de los dibujos de Danny y del caos interior que los acompañaban. Lo obvio habría sido hablar de ello con Madeleine, descubrir por qué había decidido plantear la cuestión literalmente sacarla del sótano y por qué estaba esperando con esa paciencia tan peculiar a que él dijera algo. Pero no podía reunir la determinación necesaria. Así que lo apartaba de su mente y volvía a la cuestión de Charybdis. Al menos en eso podía pensar sin sentirse perdido, sin que se le acelerara el pulso.

Reflexionaba con frecuencia, por ejemplo, sobre la tarde siguiente a su última visita al instituto. Como había prometido, Mellery lo había llamado a casa esa noche y le había relatado la conversación que había mantenido con Gregory Dermott de GD Security Systems. Dermott había sido lo bastante amable como para responder a todas sus preguntas las que había escrito Gurney, pero la información no llevaba a ninguna parte. El hombre tenía alquilado el apartado postal desde hacía aproximadamente un año, desde que había trasladado su negocio de consultoría de Hartford a Wycherly; nunca había tenido ningún problema antes, y desde luego ni cartas ni cheques mal dirigidos; era la única persona con acceso al buzón; los nombres Arybdis, Charybdis y Mellery no significaban nada para él; nunca había oído hablar del instituto. Al insistirle sobre la cuestión de si alguien más de su compañía podía haber usado el buzón de manera no autorizada, Dermott había explicado que eso era imposible, porque no había nadie más en su compañía. GD Security Systems y Gregory Dermott eran una sola cosa. Era consultor de seguridad de muchas empresas con bases de datos sensibles que requerían protección contra los hackers. Nada de lo que dijo arrojó ninguna luz sobre la cuestión del cheque mal dirigido.

Y tampoco las búsquedas de historial de Internet que había realizado Gurney. Las fuentes concurrían en los puntos principales: Gregory Dermott tenía una licenciatura en Ciencias por el MIT, una reputación sólida como experto en informática y una lista de clientes de primer orden. Ni él ni GD Security estaban relacionados en modo alguno con ningún pleito, juicio, embargo, ni tenían mala prensa, ni en el presente ni en el pasado. En resumen, era una presencia impoluta en un campo impoluto. Sin embargo, alguien, por alguna razón todavía impenetrable, se había apropiado de su número de apartado postal. Gurney no dejaba de plantearse la misma pregunta desconcertante: ¿por qué pedir que se envíe un cheque a alguien que casi con toda seguridad lo va a devolver?

Le deprimía no parar de pensar en ello, seguir caminando por ese callejón sin salida como si a la décima vez fuera a descubrir algo que no había descubierto a la novena. Pero era mejor que pensar en Danny.

La primera nevada importante de la temporada se produjo el primer viernes de noviembre. Empezó con unos copos dispersos que cayeron al anochecer, y fue incrementándose en las siguientes dos horas, para luego disminuir. Paró en torno a medianoche.

Cuando Gurney estaba volviendo a la vida con su café del sábado por la mañana, el disco pálido del sol se estaba elevando sobre un risco boscoso a un par de kilómetros al este. No había soplado viento durante la noche, y todo lo que había fuera, desde el patio al tejado del granero, estaba cubierto con casi diez centímetros de nieve.

No había dormido bien. Se había quedado atrapado durante horas en un bucle interminable de preocupaciones enlazadas. Algunas, que ahora se disolvían a la luz del día, implicaban a Sonya. En el último momento, él había pospuesto su planeado encuentro afterhours. La incertidumbre de lo que podría ocurrir allí su incertidumbre sobre lo que quería que ocurriera le habían hecho aplazarlo.

Se sentó, como había hecho durante la semana anterior, de espaldas a la sala donde la caja atada con una cinta que contenía los dibujos de Danny descansaba sobre la mesita. Dio un sorbo al café y miró el prado, cubierto por un manto blanco.

La visión de la nieve siempre le recordaba su olor. En un impulso fue a la puerta cristalera y la abrió. La sensación gélida del aire le arrancó una cadena de recuerdos: nieve apilada hasta la altura del pecho en las calles; sus manos rosadas, que le dolían de tanto hacer bolas; trozos de hielo metidos en la lanade los puños de la chaqueta; ramas de árboles que se combaban hasta el suelo; coronas de Navidad en las puertas; calles vacías; luminosidad allí donde miraba.

Era una cosa curiosa del pasado: cómo se apilaba esperándote, en silencio, invisible, casi como si no estuviera allí. Podías verte tentado a pensar que había desaparecido, que ya no existía. Entonces, como un faisán que sale al descubierto, rugiría en una explosión de sonido, color y movimiento, asombrosamente vivo.

Quería rodearse del olor de la nieve. Descolgó su chaqueta de la percha que había junto a la puerta, se la puso y salió. La capa de nieve era demasiado gruesa para los zapatos normales que llevaba, pero no quería cambiárselos en ese momento. Caminó hacia el estanque. Cerró los ojos y respiró hondo. Había caminado menos de cien metros cuando oyó que se abría la puerta de la cocina y la voz de Madeleine que lo llamaba.

– ¡David, vuelve!

Se dio la vuelta y vio a su mujer a medio salir por la puerta, con expresión de alarma. Empezó a regresar.

– ¿Qué pasa?

– ¡Corre! -dijo ella-. En la radio… ¡Mark Mellery está muerto!