Выбрать главу

– ¿A qué demonios viene la gente a lugares como éste? ¿A escuchar a un capullo New Age con un RollsRoyce que habla sobre el significado de la vida?

Hardwick negó con la cabeza ante la estupidez humana, sin dejar de mirar con el ceño fruncido a la parte de atrás de la casa, como si la arquitectura del siglo xv tuviera buena parte de la culpa.

La irritación superó la reticencia de Gurney.

– Por lo que yo sé dijo con voz plana, la víctima no era ningún capullo.

– No he dicho que lo fuera.

– Me lo había parecido.

– Estaba haciendo una observación general. Estoy seguro de que tu colega era una excepción.

Hardwick le estaba sacando de quicio.

– No era mi colega.

– Tenía esa impresión por el mensaje que le dejaste a la Policía de Peony y que amablemente me pasaron. Parece que vuestra relación venía de lejos.

– Lo conocí en la universidad, no había tenido contacto con él desde hacía veinticinco años y recibí un mensaje suyo de correo electrónico hace dos semanas.

– ¿Sobre qué?

– Unas cartas que recibió en el buzón. Estaba inquieto.

– ¿Qué clase de cartas?

– Poemas, sobre todo. Poemas que sonaban como amenazas.

La revelación hizo que Hardwick se detuviera a pensar antes de continuar.

– ¿Qué quería de ti?

– Consejo.

– ¿Qué consejo le diste?

– Le aconsejé que llamara a la Policía.

– Supongo que no lo hizo.

El sarcasmo irritó a Gurney, pero se contuvo.

– Había otro poema -dijo Hardwick.

– ¿Qué quieres decir?

– Un poema, una sola hoja de papel que dejaron sobre el cadáver, con una roca como pisapapeles. Todo muy limpio.

– Es muy preciso. Un perfeccionista.

– ¿Quién?

– El asesino. Posiblemente muy trastornado, pero sin duda un perfeccionista.

Hardwick miró a Gurney con interés. La actitud socarrona había desaparecido, al menos temporalmente.

– Antes de que vayamos más allá, he de saber cómo supiste lo de la botella rota.

– Sólo una corazonada.

– ¿Sólo una corazonada de que era una botella de whisky?

– Four Roses, para ser más precisos -dijo Gurney, sonriendo con satisfacción cuando vio los ojos desorbitados de Hardwick.

– Explica cómo lo sabes -exigió Hardwick.

– Fue un poco un salto mental, basado en referencias en los poemas dijo Gurney. Lo verás cuando los leas-. En respuesta a la pregunta que se estaba formando en el rostro del otro hombre, agregó-: Encontrarás los poemas junto con otros dos mensajes en el cajón del escritorio del estudio. Al menos, ése fue el último sitio donde vi que los guardaba Mellery. Es la habitación con la chimenea grande, la que da al salón central.

Hardwick continuó mirándolo como si hacerlo fuera a resolver alguna cuestión importante.

– Ven conmigo -dijo al fin-, quiero enseñarte algo.

Lo guio con un silencio inusual hasta la zona de aparcamiento, situada entre el enorme granero y la calle, y se detuvo donde ésta se unía al sendero circular y donde empezaba un pasillo de cinta policial amarilla.

– Éste es el lugar más cercano a la calle donde podemos distinguir con claridad las huellas de pisadas que creemos que pertenecen al asesino. Pasó un quitanieves por la calle y por el sendero después de que la nevada parara en torno a las dos de la mañana. No sabemos si el criminal entró en la propiedad antes o después de que lo limpiaran. Si fue antes, cualquier huella en la calle exterior o en el sendero habría quedado borrada por el rastrillo. Si fue después, no habrían quedado huellas. Pero desde este punto, las huellas son perfectamente claras y fáciles de seguir por la parte de atrás del granero, al patio, a través de la zona abierta que lleva al bosque, por el bosque, hasta un manto de agujas de pino junto a Babble Road.

– ¿No hizo ningún esfuerzo por ocultarlas?

– No -dijo Hardwick, que parecía molesto-. Ninguno. A menos que se me esté escapando algo.

Gurney lo miró con curiosidad.

– ¿Cuál es el problema?

– Dejaré que lo veas tú mismo.

Caminaron a lo largo del pasillo de cinta amarilla, siguiendo las huellas hasta el otro lado del granero. Las pisadas, claramente marcadas en la por lo demás impoluta capa de ocho centímetros de nieve, eran de botas de montaña grandes (Gurney calculó que serían del número cuarenta y cinco o cuarenta y seis). A la persona que había llegado por ahí a altas horas de la mañana no le había importado que se fijaran en su recorrido.

Mientras rodeaban el granero por la parte de atrás, Gurney vio que habían vetado una zona más ancha con cinta amarilla. Un fotógrafo de la Policía estaba tomando fotos con una cámara de alta resolución mientras un especialista con traje protector blanco y un gorro en la cabeza esperaba su turno con un kit de recopilación de indicios. Cada foto se hacía al menos dos veces, con y sin regla en el marco para conocer la escala, y los objetos se fotografiaban a varias distancias focales: amplias para establecer la posición relativa con los demás objetos de la escena; normal para presentar el objeto; y de cerca para captar el detalle.

El centro de su atención era una silla plegable endeble de las que vendían en cualquier tienda de saldos. Las huellas conducían directamente a la silla. Delante de ella, clavadas en la nieve, había una docena de colillas de cigarrillo. Gurney se agachó para examinarlas y vio que eran de la marca Marlboro. Las huellas continuaban luego desde la silla, rodeando un matorral de rododendros hacia el patio donde todo parecía indicar que se había cometido el homicidio.

– Si: lo que estas pensando

– Dios mío -dijo Gurney-. Se quedó ahí sentado fumando.

– Sí. Un poco de relajación antes de cortarle el cuello a la víctima, según parece. Supongo que tu ceja levantada es una forma de preguntar de dónde ha salido la sillita de mierda. Yo también me lo pregunté.

– ¿Y?

– La mujer de la víctima aseguró que no la había visto antes. Parecía horrorizada por su baja calidad.

– ¿Qué? -Gurney usó la palabra como un látigo. Los comentarios desdeñosos de Hardwick se habían convertido en uñas en una pizarra.

– Sólo un poco de frivolidad-. Se encogió de hombros-. No puedes dejar que una degollación te deprima. Pero, en serio, probablemente fue la primera vez en su pija vida que Caddy SmytheWesterfield Mellery se acercaba tanto a una silla tan barata.

Gurney lo sabía todo del humor policial y de lo necesario que era para enfrentarse a los horrores rutinarios del trabajo, pero había ocasiones en que le crispaba los nervios. Me estás diciendo que el asesino llevó su propia silla de playa?

– Eso parece -dijo Hardwick, que hizo una mueca por lo absurdo.

– Y después de que terminara de fumar (¿cuántos?, ¿una docena de Marlboros?), ¿se acercó a la puerta trasera de la casa, atrajo a Mellery para que saliera al patio y le cortó la garganta con una botella rota? ¿Ésa es la reconstrucción hasta ahora?

Hardwick asintió con reticencia, como si empezara a sentir que el escenario del crimen sugerido por los indicios parecía un poco disparatado. Y la cosa iba a peor.

– En realidad -dijo-, decir que le cortó la garganta es expresarlo con suavidad. A la víctima la apuñalaron en la garganta al menos una docena de veces. Cuando los ayudantes del forense estaban trasladando el cadáver a la furgoneta para llevárselo a la autopsia, casi se les cayó la puta cabeza.

Gurney miró en dirección al patio y, aunque estaba completamente oscurecida por los rododendros, la imagen de la enorme mancha de sangre volvió a su mente tan llena de color y agudeza como si estuviera mirándola a la luz de los focos.

Hardwick lo observó durante un rato, mordiéndose el labio en pose reflexiva.

– De hecho -dijo por fin-, ésa no es la parte más rara. La parte rara de verdad viene después, cuando sigues las huellas.