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El día siguiente fue más espléndido que el anterior. Era la perfecta foto de octubre en un calendario de Nueva Inglaterra. Gurney se despertó a las siete de la mañana, se duchó y se afeitó, se puso los téjanos y un jersey fino de algodón, y estaba tomándose un café sentado en una silla de lona en el patio de piedras azules al que se accedía desde el dormitorio. El patio y la puerta cristalera habían sido idea de Madeleine.
Era buena en esa clase de cosas, tenía sensibilidad para lo que era posible, lo que era apropiado. Revelaba mucho de ella: sus instintos positivos, su imaginación práctica, su innato buen gusto. Sin embargo, cuando se quedaba enredado en sus disputas con ella los fangos y zarzas de las expectativas que cada uno cultivaba en privado, le resultaba difícil recordar las muchas virtudes de su esposa.
Tenía que acordarse de llamar a Kyle. Aunque esperaría tres horas por la diferencia horaria entre Walnut Crossing y Seattle. Se hundió más en la silla, sujetando la taza de café caliente con las dos manos.
Miró la delgada carpeta que había sacado junto con su café y trató de imaginar la aparición del compañero de la universidad al que no había visto desde hacía veinticinco años. La foto de la solapa del libro que Madeleine había impreso de la web de una librería le avivó el recuerdo no sólo de la cara, sino también de la personalidad, que completó con el timbre de voz de un tenor irlandés y con una sonrisa increíblemente encantadora.
Cuando eran estudiantes universitarios en el campus de Fordham Rose Hill, en el Bronx, Mark Mellery era un personaje alocado cuyos arranques de humor y sinceridad, de energía y de ambición, estaban teñidos por algo más oscuro. Tendía a caminar por la cornisa: una especie de genio acelerado, a un tiempo inquieto y calculador, siempre al borde de una espiral destructiva.
Según la biografía que aparecía en su página web, la dirección de la espiral, que lo había hundido rápidamente a los veintitantos años, se había revertido a los treinta y tantos gracias a una suerte de transformación espiritual radical.
Tras poner su taza de café en el estrecho brazo de madera de la silla, Gurney abrió la carpeta en su regazo, sacó el mensaje de correo electrónico que había recibido de Mellery una semana antes y volvió a leerlo, línea a línea.
Hola, Dave:
Espero que no consideres inapropiado que un viejo compañero de clase contacte contigo después de transcurrido tanto tiempo. Uno nunca puede estar seguro de lo que una voz del pasado puede evocar. He mantenido el contacto con nuestro pasado académico a través de nuestra asociación de alumnos, y me han fascinado las noticias publicadas a lo largo de los años referidas a miembros de nuestra promoción. Me alegré al ver, en más de una ocasión, tus hazañas estelares y el reconocimiento que estabas recibiendo. (Un artículo en nuestro Alumni News se refería a ti como «el detective más condecorado del Departamento de Policía de Nueva York», lo cual no me sorprendió demasiado, al recordar al Dave Gurney que conocí en la universidad.) Luego, hace más o menos un año, vi que te habías retirado del Departamento de Policía y que te habías trasladado al condado de Delaware. Me llamó la atención, porque resulta que yo resido en Peony, a un tiro de piedra, como se suele decir. Dudo que hayas oído hablar de ello, pero ahora dirijo una especie de casa de retiro aquí, el Instituto para la Renovación Espiritual. Suena pedante, lo sé, pero, en realidad, es una institución que tiene «los pies en el suelo».
Aunque he pensado muchas veces a lo largo de los años que me gustaría volver a verte, una situación inquietante me ha dado por fin el empujón que necesitaba para dejar de pensar en ello y ponerme en contacto contigo. Se trata de algo en lo que creo que tu consejo podría serme de suma utilidad. Me gustaría hacerte una breve visita. Si pudieras reservarme un hueco de media hora, iría a tu casa de Walnut Crossing o a cualquier otro lugar que a ti te convenga.
Mis recuerdos de nuestras conversaciones en el campus y aún más de nuestras conversaciones en el Shamrock Bar por no mencionar tu destacada experiencia profesional me convencen de que eres la persona adecuada con la que hablar de la compleja cuestión que se me ha presentado. Se trata de un extraño enigma que sospecho que te interesará. La capacidad de sumar dos y dos de formas que escapan a todos los demás siempre fue tu mayor virtud. Cuando pienso en ti, siempre recuerdo tu lógica impecable y tu clarividencia, cualidades que necesito, y mucho, ahora mismo. Te llamaré en breve al número que aparece en el listado de alumnos con la esperanza de que sea correcto y esté actualizado.
Con muchos buenos recuerdos,
Mark Mellery
P. S. Aunque termines tan desconcertado como yo por este problema y no puedas ofrecerme ningún consejo, no dejará de ser un placer volver a verte.
La llamada había llegado dos días después. Gurney había reconocido la voz de inmediato, pues inquietantemente no había cambiado, salvo por un leve temblor de ansiedad.
Después de unos pocos comentarios de autodesaprobación por no haber mantenido el contacto, Mellery fue al grano. ¿Podía ver a Gurney dentro de unos días? Cuanto antes mejor, porque la «situación» era urgente. Había ocurrido otro «suceso». Realmente era imposible hablarlo por teléfono, como Gurney comprendería cuando se vieran. Mellery tenía que enseñarle unas cosas. No, no era un asunto para la Policía local, por razones que le explicaría cuando se vieran. No, tampoco era una cuestión legal, al menos de momento. No se había cometido ningún delito, ni nadie había sido específicamente amenazado, al menos no podía probarlo. Señor, era tan difícil hablar de esta manera; sería mucho más fácil hacerlo en persona. Sí, se daba cuenta de que Gurney no se dedicaba a la investigación privada. Pero sólo media hora: ¿disponía de media hora?
Gurney aceptó, pese a los sentimientos contradictorios que había experimentado desde el principio. Su curiosidad solía imponerse a su reticencia; en este caso tenía curiosidad por el atisbo de histeria que acechaba en el matiz melifuo de la voz de Mellery. Y, por supuesto, un enigma por descifrar le atraía más poderosamente de lo que iba a admitir.
Después de releer por tercera vez el mensaje de correo electrónico, Gurney volvió a guardarlo en la carpeta y dejó que su mente vagara por los recuerdos que despertaba en los rincones de su memoria: las clases matinales en las que Mellery se había presentado resacoso y aburrido, el modo gradual en que volvía a la vida por la tarde, sus pullas de ingenio irlandés y su perspicacia a altas horas de la noche, potenciada por el alcohol. Era un actor nato, estrella indiscutida de la sociedad dramática de la facultad: un hombre joven que, por más lleno de vida que pudiera estar en el Shamrock Bar, estaba sin duda el doble de vivo encima del escenario. Dependía del público: un hombre que sólo alcanzaba su máxima cota bajo la nutritiva luz de la admiración.
Gurney abrió la carpeta y miró el mensaje una vez más. Le molestaba cómo describía Mellery su relación. El contacto entre ellos había sido menos frecuente, menos significativo y menos amistoso de lo que sugería. Sin embargo, tenía la impresión de que Mellery había elegido sus palabras con esmero a pesar de su sencillez, la nota había sido escrita y reescrita, ponderada y corregida y que la adulación, como el resto de la carta, tenía un objetivo. Ahora bien, ¿cuál era ese objetivo? El más obvio era asegurarse de que Gurney aceptara una reunión cara a cara y comprometerlo en la solución de fuera cual fuese el «misterio» que había surgido. Más allá de eso, resultaba difícil saberlo. Estaba claro que el problema revestía su importancia, lo cual explicaría el tiempo y la atención que sin duda se había tomado para que las frases fluyeran y causaran la sensación buscada, para que expresaran una mezcla eficaz de afectuosidad y angustia.