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Hardwick negó con la cabeza.

– ¡Esa mierda de CSI! El plástico parece mejor que el papel. Pero si guardas pruebas en bolsas de plástico, se pudren, porque atrapan la humedad. Capullos.

Un policía uniformado con una placa de la Policía de Peony en la gorra y expresión agobiada apareció en la puerta.

– ¿Sí? -dijo Hardwick, desafiando al visitante a regalarle otro problema.

– El equipo técnico necesita acceso. ¿Está bien?

Hardwick asintió, pero su atención había vuelto a la colección de amenazas en forma de poema extendida sobre la mesa.

– Bonita caligrafía -dijo, arrugando el rostro en una mueca de desagrado-. ¿Qué te parece, Dave? ¿Crees que quizá tengamos una monja homicida entre manos?

Al cabo de medio minuto, los técnicos aparecieron en la sala de reuniones con sus bolsas de pruebas, un portátil y una impresora de código de barras para hacerse cargo de todos los elementos temporalmente dispuestos sobre la mesa y etiquetarlos. Hardwick solicitó que se hicieran fotocopias de cada uno de los elementos antes de que los enviaran al laboratorio de Albany para llevar a cabo una inspección de huellas y análisis de caligrafía, papel y tinta, con especial atención a la nota dejada sobre el cadáver.

Gurney se mantuvo en un discreto segundo plano, observando a Hardwick en acción en su papel de supervisor de la escena del crimen. La forma en que un caso se resolvía al cabo de meses, o incluso años, dependía de lo bien que el tipo al mando de la escena hacía su trabajo en las primeras horas del proceso. En opinión de Gurney, Hardwick estaba realizando un excelente trabajo. Lo observó debatiendo sobre la documentación de las imágenes y localizaciones del fotógrafo para asegurarse de que todas las zonas relevantes de la propiedad se habían cubierto, incluidas partes clave del perímetro, entradas y salidas, todas las huellas de pisadas e indicios físicos visibles (silla plegable, colillas, botella rota), el cuerpo mismo in situ y la nieve empapada de sangre que lo rodeaba. Hardwick también pidió al fotógrafo que encargara fotos aéreas del conjunto de la propiedad y de su entorno; no era una parte normal del proceso, pero, dadas las circunstancias, particularmente el conjunto de huellas que no conducían a ninguna parte, tenía sentido.

Además, Hardwick departió con los dos detectives más jóvenes para cerciorarse de que habían llevado a cabo los interrogatorios que les había asignado. Se reunió con el jefe técnico para revisar la lista de recolección de pruebas, luego dispuso que uno de sus detectives se encargara de que llevaran un perro a la escena a la mañana siguiente, lo cual para Gurney era una señal de que el problema de las pisadas estaba muy presente en la mente de Hardwick. Por último, examinó el registro de entrada y salida de la escena del crimen realizado por el agente apostado en la puerta principal para asegurarse de que no había personal inapropiado en el interior del perímetro. Tras observar que Hardwick asimilaba y evaluaba, priorizaba y dirigía, Gurney concluyó que todavía era tan competente bajo presión como lo había sido durante su anterior colaboración. Podía ser un cabrón con barba de tres días, pero no cabía duda de que era eficiente.

A las cuatro y cuarto, Hardwick le soltó:

– Ha sido un día largo, y ni siquiera cobras. ¿Por qué no te vas a tu casa de campo? Luego, como si de una reacción tardía se tratara, como si una idea le hubiera tendido una emboscada, dijo: Me refiero a que no te estamos pagando. ¿Te estaban pagando los Mellery? Mierda, apuesto a que sí. El talento famoso no sale barato.

– No tengo licencia. No podría cobrar ni aunque quisiera. Además, trabajar como detective privado es la última cosa que quiero hacer en este mundo.

Hardwick lo fulminó con una mirada de incredulidad.

– De hecho, ahora mismo creo que aceptaré tu sugerencia y terminaré por hoy.

– ¿Crees que podrías pasarte por la central regional mañana a mediodía?

– ¿Cuál es el plan?

– Dos cosas. Primero, necesitamos una declaración: tu historia con la víctima, la parte de hace mucho y la actual. Ya sabes de qué va. Segundo, me gustaría que vinieras a una reunión, una orientación para que todo el mundo esté en la misma frecuencia. Informes preliminares sobre la causa de la muerte, interrogatorios a testigos, sangre, huellas, arma homicida, etcétera. Teorías iniciales, prioridades, pasos que seguir. Un tipo como tú podría ser de gran ayuda para ponernos en la pista correcta e impedir que desperdiciemos dinero del contribuyente. Sería un crimen que no compartieras tu supersabiduría de la gran metrópoli con pringados como nosotros. Mañana a mediodía. Estaría bien que pudieras traer tu declaración.

Parecía que tenía que comportarse como un listillo. Definía su lugar en el mundo: listillo Hardwick, Unidad de Delitos Graves, Departamento de Investigación Criminal, Policía del Estado de Nueva York. Sin embargo, Gurney sentía que debajo de todas las tonterías, Hardwick de verdad quería su ayuda para un caso que estaba volviéndose más extraño de hora en hora.

Gurney condujo la mayor parte del camino de vuelta a casa ajeno a su entorno. Hasta que llegó a la parte alta del valle, más allá de la tienda de Abelard en Dillweed, no fue consciente de que las nubes que se habían formado por la mañana se habían disuelto, y en su lugar el sol que brillaba en su ocaso iluminaba la ladera oeste de las colinas. Los campos de maíz nevados que bordeaban el río serpenteante estaban bañados en una gama tan rica de tonos pastel que sus ojos se ensancharon al contemplar la vista. Después, con sorprendente velocidad, el sol de coral descendió por debajo de la cumbre opuesta, y el brillo quedó extinguido. Una vez más, los árboles sin hojas eran negros, la nieve de un blanco imperturbable.

Al frenar al acercarse a la salida, se fijó en un cuervo que estaba en el arcén. El cuervo se había posado en algo elevado unos centímetros del nivel del asfalto. Al situarse a la altura del ave, Gurney la miró más de cerca. El cuervo estaba encima de una zarigüeya muerta. Extrañamente, si se tenía en cuenta la habitual cautela de los cuervos, ni se alejó volando ni mostró ninguna señal de inquietud al ver el coche que pasaba. El ave inmóvil tenía un aspecto expectante, y daba al extraño retablo una cualidad onírica.

Gurney giró por el camino y redujo la marcha al enfilar el lento y serpenteante ascenso: su mente estaba ocupada por la imagen del cuervo negro posado sobre la zarigüeya muerta en el crepúsculo mortecino, vigilante, a la expectativa.

Estaba a tres kilómetros cinco minutos de la intersección con su propiedad. Cuando llegó al estrecho sendero de la granja que conducía del granero a la casa, la atmósfera se había tornado más gris y fría. Un espectral remolino de nieve avanzó hasta casi alcanzar el bosque oscuro antes de disolverse.

Aparcó más cerca de la casa de lo habitual, se subió el cuello para protegerse del frío y se apresuró a entrar por la puerta de atrás. En cuanto entró en la cocina, fue consciente de que el peculiar silencio señalaba la ausencia de Madeleine. Era como si ella llevara a su alrededor el tenue zumbido de una corriente eléctrica, una energía que llenaba un espacio cuando estaba presente y dejaba un vacío palpable cuando no lo estaba.

Había otra cosa más en el aire, además, el residuo emocional de esa mañana, la presencia oscura de la caja procedente del sótano, la caja que todavía permanecía sobre la mesita de café en el extremo oscuro de la sala, con su delicada cinta blanca.

Fue al cuarto de baño que había junto a la despensa y después directamente al estudio. Comprobó los mensajes de teléfono. Sólo había uno. La voz era la de Sonya, satinada, como un chelo: «Hola David. Tengo un cliente que está cautivado por tu obra. Le dije que estabas completando otra pieza, y me gustaría poder decirle cuándo estará disponible. Cautivado no es un término demasiado fuerte, y el dinero no parece que importe. Llámame lo antes que puedas. Hemos de pensar esto juntos. Gracias, David».